El ladrón que hizo callar al rey

Corea y China

 

Hubo una vez un ladrón tan hábil en sus hurtos que ni sus víctimas ni los guardias del reino habían conseguido jamás atraparlo en sus pillajes. El caso es que llegó a la ancianidad sin haber sido detenido nunca y manteniendo el mismo pulso firme que le había permitido ganarse la vida de tan deshonrosa manera.

Sin embargo, un día, de tan habituado que estaba a su reprensible «oficio», se relajó más de la cuenta, de tal modo que su buena suerte le abandonó.

Aquel aciago día, mientras el anciano malhechor paseaba por el mercado, se detuvo en una de las pequeñas tiendas de especias con el fin de comprar un poco de sésamo. Pero, en vez de comprarlo, de forma casi instintiva, el anciano se metió un saquito de semillas en la manga y, saludando al tendero con un leve ademán de cabeza, se marchó.

Sin embargo, en el momento en que iba a cruzar la calle, una mano le agarró por el hombro y le obligó a volverse. Era un joven guardia.

—Te he estado vigilando –dijo el joven gravemente– y he visto cómo robabas un saquito de especias.

Pero, súbitamente, la expresión del rostro del joven guardia cambió.

—¡Espera un momento! –dijo frunciendo el ceño– Pero… ¿no eres tú el ladrón al que nunca hemos podido echar el guante?

—Perdone… pero creo que se equivoca… –dijo el ladrón intentando escurrir el bulto.

—¡No, no me equivoco! –dijo el guardia, apretando su garra con más fuerza en el brazo del anciano– Mi padre, que también fue guardia, me habló de ti muchas veces. ¡Cuánto le hubiera gustado arrestarte! –y añadió con una sonrisa triunfante– ¡Y qué orgulloso va a estar de mí!

El ladrón fue llevado ante el juez y, cuando éste supo quién era el reo, se sorprendió gratamente, pues todo el mundo sabía de aquel ladrón, incluso el rey, pues era ya una leyenda en la ciudad.

Tras el juicio, el longevo ladrón fue llevado a prisión. Lo encerraron en una pequeña celda, pero, antes de que el carcelero hubiera girado la llave que iba a dejar sellada la puerta, el anciano se dio la vuelta resuelto y, esbozando una sonrisa, le dijo:

—No hace falta que cierres. No pienso quedarme aquí mucho tiempo.

El carcelero, al oír sus palabras, se echó a reír por la osadía del anciano. «El viejo se debe de haber vuelto loco con la edad», dijo para sí con una sonrisa de desdén, para añadir después en voz alta:

—Nadie, jamás, ha escapado de aquí.

Y, cerrando ruidosamente el cerrojo con tres vueltas de llave, se alejó de allí por el oscuro pasillo.

Al día siguiente, cuando el carcelero llegó para traerle la comida, el anciano le dijo:

—Quiero que le pidas audiencia al rey de mi parte.

El carcelero se sonrió burlón, pero no dijo nada.

—No te rías. Lo digo en serio –insistió el anciano–. Tengo un obsequio maravilloso para su majestad. Un obsequio por el cual incluso podría recompensarte a ti, si se lo dices… Pero sólo yo puedo entregárselo.

—El rey me mandaría azotar si le digo que quieres hablar con él –respondió el carcelero sin prestar más atención al viejo, mientras se dirigía ya a la puerta.

—Está bien… si así lo quieres… –respondió el anciano en un murmullo, sabiendo que el carcelero aún podría escucharle– ¿Qué pensará el rey cuando sepa que perdió el mayor regalo que jamás nadie le haya hecho por culpa de un carcelero necio?

El carcelero no dijo nada. Salió de la celda y selló el cerrojo con tres vueltas de llave, como de costumbre. Pero las palabras del anciano le habían provocado una incómoda inquietud, de modo que al final optó por comentárselo al jefe de la guardia.

No había pasado ni un día en prisión cuando el anciano ladrón fue llevado ante el rey. Éste lo estaba esperando en el gran salón de audiencias, y con él se encontraban tres importantes señores. Por su aspecto, el ladrón intuyó que uno debía ser uno de sus ministros, otro el general de los ejércitos reales y, el último, la máxima autoridad espiritual, a quien incluso le había parecido ver en algún rito multitudinario.

—Me han dicho que tienes algo para mí –dijo el rey con mirada severa–. Pero habla rápido, pues no tengo tiempo que perder.

El anciano se inclinó en una profunda reverencia y, acto seguido, extendió los brazos para entregarle una pequeña cajita de oro con delicadas piedras preciosas incrustadas.

El rey miró la cajita, sorprendido, y la tomó entre sus manos con curiosidad. Sin embargo, cuando la abrió, su semblante cambió por completo.

—¡Un hueso de durazno! –exclamó el rey, irritado–. ¿Acaso has pedido audiencia para insultarme?

—Os ruego que no malinterpretéis mi regalo, majestad –se apresuró a contestar el anciano–. Ésta no es una semilla cualquiera. El hueso de durazno que tenéis entre vuestras regias manos es mágico. Una vez sea plantado en una buena tierra, en un solo día se convertirá en un hermoso árbol, al día siguiente estará repleto de hermosos frutos y, al tercer día, cada durazno se habrá transformado en el oro más noble y puro.

El rey observó al ladrón fijamente, con desconfianza.

—Siendo así… ―dijo al cabo de unos instantes―, ¿por qué no lo has plantado tú mismo? Si fuera verdad lo que dices, no habrías tenido que robar y no habrías terminado en mis mazmorras.

—¡Oh, lo hubiera hecho, majestad! –se apresuró a responder el ladrón– Pero la magia de esta prodigiosa semilla se halla en que, para que funcione, su poseedor debe tener un corazón puro. Esta magia no acepta un corazón sometido a las mentiras y los engaños, mucho menos al hurto; ni acepta a aquéllos que hacen daño y perjudican a los demás.

El ladrón hizo un estudiado silencio para bajar los ojos fingiendo pesar para, a continuación, mirar al rey de nuevo tristemente y añadir con voz grave:

—Como podrá comprender su majestad, yo soy un malandrín, un ladrón, por lo que esta magia no puede operar conmigo.

Y un segundo después, cambiando radicalmente de expresión, añadió con una halagadora sonrisa:

—Pero, señor, vos sois el rey, y estoy seguro de que esta magia no le será negada a vuestro corazón.

El rey se quedó mirando la semilla, y pensó en todas las veces que sus resoluciones habían sido injustas con sus súbditos; y también recordó las veces en que había mentido a su pueblo, o las demás de las veces que había hecho perjuicio a alguien impunemente.

Y el silencio del rey llenó el salón por lo que tenía de revelador.

Finalmente, en un extraño gesto de honradez, el rey dijo:

—No, no soy yo el que puede plantar esta semilla.

Y se la devolvió al ladrón sin levantar los ojos, sin mirarle a la cara.

—Entiendo… majestad –murmuró el anciano ladrón.

Y, sin dilatarse en el silencio por no incomodar al rey, el ladrón volvió a cambiar de registro y, dirigiéndose al importante señor que estaba a la derecha del rey, dijo:

—Quizás, entonces… ¿vos, señor…? ¿Podríais vos plantar esta semilla de durazno y hacer que obre su magia?

El ladrón se estaba dirigiendo a la mismísima mano derecha del rey, y ministro de finanzas, que se quedó mirando la semilla en silencio con el ceño fruncido, pensando en todas las veces en que había aceptado sobornos y en las que había cambiado los presupuestos del reino para beneficiar a sus familiares y amigos… y en todas las veces que había reducido los impuestos a los más ricos para cargárselos a los artesanos, a los pequeños mercaderes y a los jornaleros del campo.

Al cabo de otro incómodo silencio, y sin llegar a tomar en sus manos la semilla, el encargado de las finanzas y los impuestos del reino dijo, no sin cierto rubor en las mejillas:

—Me temo que no soy yo tampoco la persona indicada.

—¡Oh! … ¡vaya! –exclamó el ladrón, fingiéndose extrañado– Entonces, majestad –dijo el ladrón dirigiéndose al rey como para pedir permiso–, tal vez el general de vuestros ejércitos, el más valeroso y respetado de los soldados de este reino… ¿podría hacerla crecer?

Y alargó el brazo para entregarle el hueso de durazno al estupefacto general.

Tomando la semilla, el general se quedó mirándola sin atreverse siquiera a levantar la cabeza, y le vinieron a la memoria los rostros de los soldados enemigos que habían muerto bajo el filo de su espada. Evocó la mirada acongojada de madres, esposas, de ancianos y niños que, por causa de sus acciones y decisiones, habían perdido a sus seres queridos. El general, avergonzado, se apresuró a entregarle el hueso al anciano ladrón, diciendo con voz grave:

—No, no soy yo el hombre indicado para plantar este árbol.

—¿En verdad creéis que no podéis hacerlo? –preguntó el ladino anciano levantando sus pobladas cejas, guardando silencio hasta que el general negó con la cabeza– Entonces, no me queda ya otra opción que dirigirme a vos ―dijo el ladrón entregándole el hueso de durazno al angustiado ministro de ritos―. Tal vez vos, un hombre de tan elevada moralidad, con un corazón piadoso, pueda hacer que este sorprendente árbol dé por fin sus frutos.

Y la máxima autoridad espiritual del reino se quedó contemplando la semilla de durazno que le había puesto el anciano en la mano, y no pudo más que pensar en todo el dinero que había guardado en sus arcas, en vez de destinarlo a calmar el hambre de los pobres. No pudo apartar de su mente cuantas veces había tratado con desdén a mendigos hambrientos que se le habían acercado a pedir limosna.

Tras otro incómodo silencio, el ministro de ritos dijo:

—No… no soy yo el que puede hacer crecer este árbol ―dijo en un murmullo, con mirada esquiva.

Y, adoptando un estudiado gesto de sorpresa, el anciano ladrón dijo:

—Estoy realmente confuso, mis señores. Los cuatro hombres más distinguidos de este reino no pueden hacer que esta humilde semilla despliegue su magia…

Hizo una pausa, y dejó a un lado la interpretación para hablarles con una mirada honesta.

—No obstante, viven sus vidas rodeados de opulencia, de riquezas y lujos… mientras que yo, un viejo y distraído ladrón, estoy condenado a pasar el resto de mis días en un oscuro calabozo por robar un saquito de sésamo.

Y, volviéndose hacia el rey, añadió:

—¿Le parece a su majestad que esto es justo?

El silencio se apoderó de la sala con los últimos ecos de la voz del anciano, mientras los cuatro grandes señores se miraban entre sí y miraban al ladrón incómodos, retorciéndose las manos.

Finalmente, el rey, recuperando la compostura que le correspondía por su autoridad, se enderezó en su asiento y, con voz enérgica, dijo:

—Tenéis razón, anciano. Esto no es justo. Es de todos sabido que habéis sido un ladrón por muchos años, pero tengo que rendirme a la evidencia y honrar vuestra sabiduría. Hoy nos habéis dado una importante lección, y eso os hace merecedor de la libertad. Podéis marcharos a vuestra casa.

Cuando el ladrón salió de la sala, vio a su carcelero junto al jefe de la guardia. Al parecer, habían estado escuchando lo que se hablaba en la audiencia mientras custodiaban la puerta. Al pasar junto a su carcelero, el anciano ladrón le dijo al oído con una sonrisa burlona:

—Te dije que no iba a quedarme aquí mucho tiempo.

 

Adaptación de Marta Ventura y Grian A. Cutanda (2024).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Este cuento, a pesar de tener su origen, al parecer, en Corea, se ha difundido también en China y en otras culturas de Extremo Oriente. Y eso se debe a que, como ocurre con todos los cuentos que se transmiten a través de distintos países y culturas, trata un tema y un problema transversal a todas ellas: el de la tremenda injusticia que supone que quienes roban miles de millones de dólares o asesinan a decenas o cientos de miles de personas suelen tener grandes posibilidades de salir indemnes.

Éste es uno más de los motivos que nos llevan a insistir en la necesidad de «una visión compartida sobre los valores básicos que brinden un fundamento ético para la comunidad mundial emergente», como indica la Carta de la Tierra.

Por muchas leyes que se promulguen, por muchos policías y jueces que se nombren en cualquier cultura y sociedad del mundo, siempre habrá «malhechores» que consigan evadir la justicia, por mucho daño que hayan hecho a sus semejantes. Es por ello que se necesita de un marco ético y de valores como el de la Carta, que nos lleve a un cambio de visión del mundo colectiva. Ésta será la única vía para que, al fin, impere la justicia en el mundo, cuando cada ser humano llevé el código ético común dentro de su corazón.

 

Nuestro agradecimiento a Lydia Hernández Ruiz, estudiante del Máster Interuniversitario de Cultura de Paz, Conflictos, Educación y Derechos Humanos de la Universidad de Granada, que trabajó en la selección de historias para la Colección, siendo este cuento coreano una de sus aportaciones.

 

Fuentes

  • Keding, D. (2008). The thief. In Elder Tales: Stories of Wisdom and Courage from Around the World (pp. 27-29). Westport, CT: Libraries Unlimited.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Preámbulo – Responsabilidad universal: Necesitamos urgentemente una visión compartida sobre los valores básicos que brinden un fundamento ético para la comunidad mundial emergente.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Preámbulo – Los retos venideros: Se necesitan cambios fundamentales en nuestros valores, instituciones y formas de vida. Debemos darnos cuenta de que, una vez satisfechas las necesidades básicas, el desarrollo humano se refiere primordialmente a ser más, no a tener más.

Principio 14d: Reconocer la importancia de la educación moral y espiritual para una vida sostenible.

Principio 16f: Reconocer que la paz es la integridad creada por relaciones correctas con uno mismo, otras personas, otras culturas, otras formas de vida, la Tierra y con el todo más grande, del cual somos parte.