El regalo de la Madre Águila
Pueblo Iñupiat Nunamiut – Alaska, Estados Unidos
Hubo un tiempo en que los seres humanos no conocían la alegría. Toda su vida se resumía en el trabajo, la comida, la digestión y el sueño. Todos los días eran iguales. Trabajaban duro, dormían y se despertaban de nuevo para trabajar… La monotonía corroía sus mentes.
Por entonces había un hombre y una mujer que vivían solos en su morada, no lejos del mar. Tenían tres hijos, todo espíritu, que anhelaban convertirse en buenos cazadores, como su padre, al punto que, antes incluso de terminar de crecer, se entregaban a todo tipo de actividades que les hicieran más fuertes y resistentes. El padre y la madre se sentían orgullosos de ellos, y se sentían seguros ante la certeza de que sus chicos cuidarían de ellos en su ancianidad y les llevarían comida cuando ya no pudieran valerse por sí mismos.
Pero sucedió que el hijo mayor, y poco después el segundo, salieron un día de caza y no volvieron. No dejaron rastro; toda búsqueda fue en vano. El padre y la madre se dolieron profundamente por su pérdida, lo que los llevó a extremar ansiosamente las precauciones con su hijo más pequeño, que, por entonces, era ya lo suficientemente mayor como para acompañar a su padre cuando salía de caza. Al hijo, que se llamaba Ermine (Teriak), lo que más le gustaba era acechar al reno, en tanto que el padre prefería cazar criaturas marinas. Y, dado que los cazadores no llevan demasiado bien vivir sumidos en la ansiedad, el chico no tardó mucho en recibir el permiso de sus progenitores para dirigirse tierra adentro, mientras el padre seguía cazando en el mar con su kayak.
Un día, mientras acechaba al reno, Ermine vio de pronto una enorme águila, un águila joven que trazaba círculos en el cielo sobre su cabeza. Ermine sacó sus flechas, pero no disparó ni una de ellas, puesto que el águila descendió y se posó en el suelo, a escasa distancia de él. A continuación, se quitó la capucha y, convirtiéndose en un hombre joven, le dijo a Ermine:
―Fui yo quien mató a tus dos hermanos. Y te mataré también a ti a menos que prometas que celebrarás un festival de canto cuando vuelvas a casa. ¿Lo harás o no?
―Lo haré encantado, pero no entiendo lo que dices. ¿Qué es el canto? ¿Qué es un festival?
―¿Lo harás o no?
―Estaré encantado de hacerlo, pero no sé lo que es.
―Si me sigues, mi madre te instruirá en todo lo que no sabes. Tus dos hermanos despreciaron los dones del canto y la alegría. No quisieron aprender y, por eso, los tuve que matar. Pero tú puedes venir conmigo y, en cuanto hayas aprendido a poner las palabras juntas en una canción y hayas aprendido a cantarla, y en cuanto hayas aprendido a bailar alegremente, serás libre para volver a casa, a tu morada.
―Iré contigo –respondió Ermine.
De modo que partieron.
El águila ya no era un ave, sino un hombre aguerrido con un reluciente manto de plumas de águila. Caminaron y caminaron, cada vez más lejos, tierra adentro, atravesando desfiladeros y valles, en dirección a una alta montaña, por cuyas laderas comenzaron a ascender.
―Allí arriba, en la cima de la montaña, está nuestra casa –dijo el águila joven.
Y ascendieron por la ladera hasta que llegaron a un mirador, desde el cual se veían las llanuras de los cazadores de renos. Pero, cuando se aproximaban a la cima de la montaña, escucharon de pronto un sonido palpitante, que fue haciéndose cada vez más intenso a medida que se acercaban a la cúspide. Era como el sonido de unos gigantescos martillos, y el ruido se llegó a hacer tan intenso que a Ermine comenzaron a zumbarle los oídos.
―¿Acaso escuchas algo? –preguntó el águila.
―Sí, oigo un ruido ensordecedor. No había escuchado nunca nada igual.
―Es el latido del corazón de mi madre –respondió el águila.
De modo que se dirigieron a la casa del águila, que estaba justo en los picos más elevados.
―Espera aquí hasta que vuelva. Tengo que preparar a mi madre –dijo el águila mientras entraba.
Poco después, salió e invitó a pasar a Ermine. Entraron en una gran sala, aderezada como cualquier morada humana. En un camastro, sola, estaba sentada la Madre Águila. Era muy anciana, y se la veía débil y triste.
―Aquí está el ser humano que ha prometido celebrar un festival de canto cuando vuelva a casa –le presentó el hijo–. Pero dice que los humanos no saben cómo poner las palabras juntas en canciones. Ni siquiera saben batir los tambores ni bailar alegremente. Madre, los humanos no saben divertirse, pero este joven ha venido aquí para aprender.
Estas palabras parecieron devolver la vida a la anciana y débil Madre Águila, y los ojos se le iluminaron de repente, mientras decía:
―Lo primero que tenéis que hacer es construir una sala de fiestas donde se puedan reunir muchos humanos.
De modo que los dos jóvenes se pusieron manos a la obra para construir una sala de fiestas, que recibe el nombre de kagsse, y es más grande y más fina que las casas normales. Y, cuando terminaron, la madre águila les enseñó a juntar palabras en las canciones y añadir tonos a las palabras, para que puedan ser cantadas. También hizo un tambor, y les enseñó a batirlo al ritmo de la música, y les enseñó cómo debían bailar las canciones.
Y, cuando Ermine hubo aprendido todo esto, la anciana dijo:
―Antes de cada festival tienes que hacer acopio de carne, y luego tienes que convocar a muchos humanos, pues, cuando los humanos se reúnen para un festival, hay que preparar suntuosas comidas. Pero esto tendrás que hacerlo después de haber construido tu sala de fiestas y de haber hecho tus canciones.
―Pero no conocemos a ningún otro ser humano, salvo a nosotros mismos –objetó Ermine.
―Los humanos sois solitarios porque no habéis recibido todavía el don de la alegría –dijo la Madre Águila–. Haz todos los preparativos tal como te he dicho y, cuando todo esté listo, sal a buscar gente. Los conocerás en parejas. Ve reuniéndolos hasta que sean muchos, e invítales a que vayan contigo, y haz entonces tu festival de canto.
Así habló la anciana Madre Águila. Y, cuando instruyó a Ermine en todos los detalles de lo que debía hacer, le dijo finalmente:
―Yo quizás sea un águila, pero también soy una anciana, con los mismos placeres que las demás mujeres. Todo regalo exige una retribución, por lo que es justo que, en la despedida, me regales un poco de cuerda de tendón. No será más que una pequeña retribución, pero me resultará agradable.
Ermine se sintió desdichado, pues ¿dónde iba a encontrar él cuerda de tendón, estando tan lejos de casa? Pero, de repente, se acordó de que las puntas de sus flechas estaban sujetas al astil con cuerda de tendón, de modo que desligó las puntas de las flechas y le entregó las cuerdas a la madre águila. De este modo, su retribución fue insignificante. Después, el águila joven se puso su brillante manto de plumas e invitó a su huésped a subirse a su espalda y a que le echara los brazos al cuello. Y, sin mediar más palabras, se arrojó al abismo desde la montaña. Un sonido atronador les envolvió, y Ermine pensó que había llegado su última hora. Pero aquello sólo duró un momento, hasta que el águila se detuvo y le dijo que abriera los ojos. ¡Estaban de nuevo en el mismo lugar en el que se habían conocido! Ahora eran amigos, pero debían separarse, de modo que se despidieron cordialmente.
Ermine se apresuró a volver a casa con su madre y su padre, y les contó todas sus aventuras, concluyendo su relato con estas palabras:
―Los seres humanos somos solitarios, y vivimos sin alegría porque no sabemos divertirnos. Pero el águila me ha dado el maravilloso regalo de la celebración, y he prometido que invitaré a hombres y mujeres para compartir con ellos el regalo.
El padre y la madre escucharon sorprendidos el relato del hijo y sacudieron incrédulos la cabeza, pues quien nunca ha sentido su sangre fluir y su corazón palpitar de exultación no puede imaginar un regalo como el del águila. Pero los ancianos no se atrevieron a contradecirle, pues el águila ya se había llevado a dos de sus hijos, y comprendieron que había que obedecer su palabra si querían conservar a su último hijo. Así que hicieron todo lo que el águila les había exigido.
Construyeron una sala de fiestas similar a la del águila, y llenaron la despensa con carne de criaturas marinas y de reno. Padre e hijo combinaron palabras gozosas, hablando de sus recuerdos más gratos y profundos, en cantos a los que pusieron luego música. También hicieron tambores y sonoros panderos con pieles de renos tensadas sobre marcos de madera redondos; y, al ritmo del tambor que acompañaba sus cantos, movieron brazos y piernas dando alegres saltos y haciendo payasadas. Y así calentaron tanto su cuerpo como su mente, y empezaron a ver todo lo que les rodeaba bajo una nueva luz. Muchas veces, por la noche, bromeaban y se reían divertidos, en momentos en que, en otro tiempo, habían estado roncando toda la velada de puro aburrimiento.
Y cuando todos los preparativos estuvieron hechos, Ermine partió para invitar a la gente al festival que se iba a celebrar. Para su sorpresa, descubrió que él y sus progenitores ya no estaban solos como antes. Y es que la gente alegre encuentra compañía. De pronto se encontró con gente por todas partes, siempre por parejas, gentes de aspecto extraño, algunas ataviadas con pieles de lobo, otras con pieles de glotón, de lince, de zorro rojo, de zorro plateado, de zorro cruzado… de hecho, con pieles de todo tipo de animales.
Ermine los invitó a todos al banquete en su nueva sala de fiestas, y todos le siguieron alegremente. Y celebraron su festival de cantos, en el que cada uno componía su propia canción. Y hubo risas, y conversaciones, y ruido, y la gente se sintió feliz y despreocupada como nunca antes lo había estado. Los manjares fueron enormemente apreciados, se intercambiaron regalos de carne, se crearon amistades, y hubo varios que intercambiaron costosas pieles como regalo.
Pasó la noche, pero la gente no se decidió a partir hasta que la luz de la mañana entró en la sala de fiestas. Y entonces, al salir de la casa, todos ellos cayeron sobre sus manos y se dispersaron caminando sobre las cuatro patas. Ya no eran humanos, sino que se habían transformado en lobos, glotones, linces, zorros plateados, zorros rojos… de hecho, en todos los animales del bosque. Eran los invitados que la anciana Madre Águila había enviado, para que padre e hijo no tuvieran que buscar en vano. El poder de la alegría era tan grande que era capaz de transformar a los animales en seres humanos. Y así, los animales, que siempre han sido más desenfadados que los humanos, fueron los primeros invitados del ser humano en una sala de fiestas.
Poco después de esto, dio en suceder que Ermine partió de caza y, una vez más, se encontró con el águila. Éste, se quitó de inmediato su capucha y se convirtió en un hombre, y juntos ascendieron de nuevo hasta el hogar del águila, pues la anciana Madre Águila quería ver una vez más al hombre que había celebrado el primer festival de cantos de la humanidad.
Pero, antes de llegar a los riscos más altos, la Madre Águila fue a su encuentro para darles las gracias y, ¡oh, sorpresa!, la débil y anciana águila era ahora joven; pues, cuando los seres humanos se alegran, las águilas viejas rejuvenecen.
Todo esto lo relatan los ancianos de Kanglanek, la tierra que se encuentra donde comienzan los bosques, en las inmediaciones del nacimiento del río Colville. De esta extraña e inexplicable manera, dicen ellos, llegó a los humanos el don de la alegría.
Y el águila se convirtió en el ave sagrada del canto, la danza y de toda festividad.
Contado por Sagluag, del río Colville.
Relato recogido por el explorador danés e inuit Knud Rasmussen (1932).
Dominio Público.
Comentarios
Knud Rasmussen (1879-1933) fue el explorador polar y etnógrafo que recopiló ésta y otras muchas historias de los Pueblos Inuit. Nacido en Groenlandia, de padre danés y madre inuit –su nombre nativo era Kunúnguaq–, Rasmussen creció con otros niños del Pueblo Kalaallit, aprendiendo las técnicas de caza de las regiones polares, llevando trineos de perros y soportando las duras condiciones climáticas del Ártico.
Rasmussen es bien conocido por sus Expediciones Thule, llevadas a cabo entre 1912 y 1933. Cabe destacar su Quinta Expedición (1921-1924), en la que intentó desentrañar el origen de los inuit y recopiló un buen número de datos antropológicos, etnográficos, meteorológicos, geológicos, botánicos y zoológicos (Rasmussen, 1927). En este viaje, recorrió casi 29.000 kilómetros con trineos tirados por perros, desde Groenlandia hasta el Pacífico, atravesando las capas de hielo del norte de Canadá y Alaska, y siendo el primer europeo en cruzar el Paso del Noroeste de esta manera.
En este relato, contado por un tal Sagluag, un inuit del Pueblo Iñupiat Nuniamut, hemos hecho un mínimo cambio con el fin de adaptar el relato a los principios y valores de la Carta de la Tierra, cambiando la palabra «hombres» por la de «humanos».
* * *
El mito de la creación que hemos compartido arriba pertenece a una subetnia de la etnia inuit, concretamente a los iñupiat del norte de Alaska, y más específicamente es una versión del grupo nuniamut, que es el colectivo de los iñupiat que viven tierra adentro, en contraposición a los de la costa del Ártico.
Este mito del origen dio lugar a una celebración ancestral entre los iñupiat, el Kivgiq, la Fiesta del Mensajero Águila-Lobo, una festividad donde se combinan los cantos, las danzas, los festines y las celebraciones, que tienen lugar durante varios días a mediados del invierno, cuando el Sol vuelve a emerger por el horizonte tras dos meses y medio de noche polar. Los preparativos de esta festividad se realizaban durante todo el verano previo y hasta la llegada de las primeras heladas del otoño. Se hacía acopio de carne de caza, se capturaba y se secaba pescado, y se tejían atuendos y vestidos nuevos para las celebraciones.
La Fiesta del Mensajero se acompañaba siempre de un mercado improvisado basado en el trueque, en el cual los iñupiat de tierra adentro podían proveerse de productos exclusivos de la costa, y viceversa. Pero la principal función de esta celebración era que proporcionaba una oportunidad para mantener la cohesión de la etnia iñupiat, de su espiritualidad animista y de su cultura en unas regiones del mundo que no se prestan precisamente para el encuentro social, con asentamientos muy alejados entre sí y un clima extremadamente duro. Así, patrones culturales relativamente aislados entraban en contacto para intercambiar elementos y consolidarse (Riccio, 1993). Por otra parte, el Kivgiq, tras el aislamiento de los largos y oscuros inviernos, suponía un alivio a la larga monotonía cotidiana, alivio que había que celebrar en comunidad. En cualquier caso, se trataba de una celebración itinerante, dado que había que hacer acopio de alimentos y bienes antes de lanzar una invitación por toda la región, y probablemente ninguna comunidad podía permitirse el lujo de organizar más de un Kivgiq por década.
Pero la llegada de mineros de origen europeo en la década de 1890 con la fiebre del oro comenzó a cambiar las cosas para los iñupiat. Tras los mineros llegaría la «civilización», con su cortedad de miras y sus misioneros, que a punto estuvieron de extinguir para siempre los rituales y celebraciones de los pueblos de la región.
Y con la llegada de los balleneros europeos y norteamericanos, entre 1910 y 1930, llegaron finalmente las enfermedades –cólera, polio, difteria, etc.– dando lugar a lo que se conocería como la «gran mortandad», que afectó, claro está, a los más ancianos, entre los que se encontraban los custodios de las tradiciones y los chamanes. Esto supuso una pérdida irreparable para la cultura iñupiat, que perdió una buena parte de los fundamentos de su cultura y su espiritualidad. Con ello, la presión que ejercían los misioneros occidentales se hizo más opresiva. De hecho, se prohibieron y persiguieron la lengua y las expresiones culturales de los iñupiat, entre ellas, la de la Fiesta del Mensajero Águila-Lobo, que dejó de realizarse en 1910.
Después de aquello, hacia mediados del siglo xx, comenzaron a recuperarse en alguna medida los cantos, las danzas y los rituales tradicionales iñupiat, pero ahora sin el carácter sagrado que habían tenido antaño para el pueblo, entrando en un proceso de secularización en el cual los intérpretes ya no representaban las escenas e imágenes del mundo espiritual y mitológico, sino simples cantos y danzas para consumo turístico.
Pasarían casi 80 años hasta que los iñupiat celebraran de nuevo el Kivgiq, la Fiesta del Mensajero. Sería en enero de 1988, en Barrow, en el extremo norte de Alaska, donde se congregaron más de 2.000 iñupiat para celebrar su común sentido de pertenencia y compartir su cultura, y para volver a ver a familiares largo tiempo perdidos. Pero, para resucitar esta importante celebración y ritual, tuvieron que recurrir a los recuerdos de los más ancianos, que decían:
Nunca he estado en una, pero mi padre y mi madre, y mis abuelos, hablaban de la Fiesta del Mensajero, de qué tipo de actividades tenían y por qué se hacía. (Riccio, 1993, p. 116)
El nuevo Kivgiq supuso el redescubrimiento de tradiciones y valores culturales que habían caído en desuso debido a décadas de abusos masivos de alcohol y drogas provocados por el trauma cultural y social provocado por la introducción de la cultura occidental. Supuso, hasta cierto punto, un renacer de la cultura inuit iñupiat.
Los cantos, las ropas de gala, las danzas y las celebraciones se convirtieron en una vía de reconexión con el pasado y con las propias raíces de este pueblo; y, más concretamente, con los mitos y rituales en los que se originó esta cultura. Aquí se inserta el mito de la creación iñupiat del regalo del canto y la danza que la Gran Madre Águila le hizo a la humanidad. Y con él, la recuperación de una manera distinta de ver el mundo, distinta a la visión del mundo occidental que nos ha sumergido en la actual crisis climática y de extinción, como señala el filósofo francés Bruno Latour. Latour afirma que es necesario recuperar las culturas milenarias que no fueron modernizadas, señalando que existen «más de 250 millones de seres humanos aborígenes que la modernización ha intentado aniquilar, pero no lo ha conseguido» (Latour y Pita, 2019). Es ahí donde celebraciones y rituales como el que dio origen el mito iñupiat que hemos incluido aquí, adquieren su pleno sentido.
La Fiesta del Mensajero sigue siendo elusivo, efímero, irracional, subjetivo, contradictorio y, en consecuencia, ajeno al marco de la interpretación artística y la erudición histórica occidentales. (Riccio, 1993, p. 119)
Fuentes
- Latour, B. (1993). We Have Never Been Modern. Cambridge, MA: Harvard University Press.
- Latour, B. y Pita, E. (2019 Feb 19). Bruno Latour: “La modernidad está acabada”. El Mundo. Disponible en https://www.elmundo.es/cultura/laesferadepapel/2019/02/19/5c653bb6fc6c8374038b45dc.html
- Rasmussen, K. (1927). Across Arctic America: Narrative of the Fifth Thule Expedition. Nueva York: G. P. Putnam’s Sons.
- Rasmussen, K. (1932). The Blessed Gift of Joy is Bestowed upon Man. In The Eagle’s Gift: Alaska Eskimo Tales (pp. 9-16). Garden City, NY: Doubleday, Doran & Co. Inc.
- Riccio, T. (1993). A message from Eagle Mother: The Messenger’s Feast of the Inupiat Eskimo. The Drama Review, 37(1), 115-146.
Texto asociado de la Carta de la Tierra
El camino hacia adelante: … y por la alegre celebración de la vida.
Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar
Preámbulo: La Tierra, nuestro hogar.- La Tierra, nuestro hogar, está viva con una comunidad singular de vida. Las fuerzas de la naturaleza promueven a que la existencia sea una aventura exigente e incierta, pero la Tierra ha brindado las condiciones esenciales para la evolución de la vida.
Principio 1a: Reconocer que todos los seres son interdependientes y que toda forma de vida tiene valor, independientemente de su utilidad para los seres humanos.