Las aves de Axing
Pueblo Shui – China
Axing era una xiannü, una mujer inmortal, residente del Cielo, que tenía a su cargo el cuidado de las multicolores aves celestiales.
Un día, siguiendo el rastro de uno de sus pájaros, que hacía días que no veía, descendió a la Tierra, yendo a dar con ella en un camino pedregoso. El ave estaba comiendo plácidamente en mitad del camino, pues, incomprensiblemente para Axing, había en él muchas semillas desperdigadas.
De repente, el chirriar de las ruedas de un carro la sobresaltó y, volviéndose, se encontró con un joven de agradable semblante, de pie sobre un carro cargado de cereales y tirado por dos caballos.
El joven jaló las riendas y, levantando la voz, ordenó a los caballos detenerse. Al verla de cerca, comprendió de inmediato que tenía delante de él a un hada, a una mujer del Cielo. Su belleza…
—¿Cómo es que hay tantas semillas esparcidas por el suelo en el camino? –preguntó ella sin siquiera dar tiempo a que el joven se presentase.
—Bueno… –dijo él titubeando, pues no esperaba iniciar así una conversación con una habitante del Cielo– pues… las traviesas de madera de la caja del carro… no encajan a la perfección… de modo que siempre se pierden semillas por entre las rendijas… cuando pasamos por los caminos con el grano de la cosecha.
Escuchándole hablar fue cuando Axing se percató de que le gustaba aquel joven mortal.
—Pues… –continuó ella, ahora un tanto azorada por sus repentinos sentimientos– es una lástima que se pierdan inútilmente esas semillas… ¿no te parece?
El joven se encogió de hombros y sonrió, sintiendo, también él, una fuerza invisible que le atraía hacia ella.
—Pues… sí –dijo él un tanto turbado por la situación– …supongo que sí.
—Estaba pensando… –continuó ella frunciendo el ceño…
Lo que dijo después se comprenderá enseguida. Lo importante para cerrar esta parte de la historia es que ambos supieron en ese momento que su destino estaba sellado.
Pocos días más tarde, Axing comenzó a traer desde el Cielo a todas las aves a su cargo, para que se alimentaran de las semillas desperdigadas que, de otro modo, se habrían echado a perder. Y cada uno de sus viajes entre el Cielo y la Tierra los aprovechaba para ver al joven campesino, con la excusa de explicarle las singularidades de aquellas aves, por si algún día surgiera algún contratiempo y no estuviera ella presente.
Con el tiempo, el joven campesino y la bella inmortal se confesaron sus sentimientos y, a pesar del abismo entre sus orígenes y su devenir futuro en la vida, decidieron casarse y vivir en la Tierra.
Por su parte, con el transcurso de los meses, las aves de Axing se sintieron cómodas en la Tierra. Disponían de abundante alimento y de árboles donde acomodarse por las noches, cosa que no había en el Cielo, y los aldeanos no las molestaban; al contrario, las contemplaban encantados al pasar con sus mulas y sus carros por los caminos, donde acudían ellas a recoger los granos que caían. Tanto les fascinaban las aves que, finalmente, una comisión de aldeanos se presentó ante Axing con la petición de que compartiera con ellos sus hermosas aves, prometiéndole que cuidarían de ellas.
—Sí, las compartiré con vosotros –respondió ella con una celestial sonrisa–, pero con una condición: que no las encerréis en jaulas ni las recluyáis en gallineros ni entre cuatro muros. Deberán estar siempre libres.
Y los aldeanos aceptaron.
Y así, Axing fue de casa en casa repartiendo parejas de gallos y gallinas, de patos, gansos y todo tipo de aves, de todas las formas y colores, explicándoles los cuidados que debían ofrecer a las aves celestes, aunque no fuera necesario darles alimento, por cuanto lo tenían a su disposición por todas partes.
Las aves se aposentaron en los árboles cercanos a las casas de los aldeanos. Durante el día se dispersaban por los caminos y los campos en busca de grano y lombrices, y con la caída del sol regresaban a los árboles. Y, con el transcurso de las semanas, fueron creciendo en tamaño y belleza, con sus magníficas plumas de colores y sus exuberantes cantos matinales.
No mucho después comenzaron a poner huevos. Pero, como no vivían en jaulas ni en gallineros, los huevos los ponían en los árboles, donde, por algún extraño artificio, se quedaban aferrados a las ramas. A la postre, los aldeanos comenzaron a ver que los prodigiosos huevos adquirían también hermosos colores. Unos, que en principio eran blancos, se tornaban rojos; y otros, que en principio eran verdes, se tornaban amarillos, o púrpuras.
Un día, uno de los aldeanos se aproximó a los extraños huevos y percibió una embriagadora fragancia. ¡Olían a frutas! Y, sin pensárselo dos veces, tomó uno de los huevos del árbol y le hincó el diente.
¡Efectivamente, era una fruta deliciosa, como nunca antes había saboreado!
Corrió la voz, y los aldeanos comenzaron a comerse los huevos de las aves de Axing, pues no habían comido nunca algo tan crujiente y tan dulce. Y, sin pararse a pensar en las consecuencias que sus decisiones pudieran tener –no sólo para ellos, sino también para sus hijos y los hijos de sus hijos hasta siete generaciones–, terminaron por convertir los huevos-frutas de las aves de Axing en el principal alimento de su dieta.
Cuando llegó la época de la siembra, muchos aldeanos decidieron no sembrar los campos. ¿Para qué, si con los huevos de las aves de Axing tenían suficiente para subsistir, y además estaban más buenos que los alimentos que producían sus campos? Y, poco a poco, los campos comenzaron a cubrirse de hierbas y abrojos, y en los caminos comenzó a escasear el grano perdido por las carretas, pues, uno tras otro, todos los campesinos dejaron de sembrar, de cuidar los campos y recoger las cosechas.
Sin embargo, sin granos perdidos en los caminos y en los campos, las aves de Axing comenzaron a pasar hambre… ¡y dejaron de poner huevos! Al final, incluso, muchas aves comenzaron a irse de las casas para buscar comida y crear nuevos nidos en las montañas, convirtiéndose así en aves silvestres. Y de manera lenta, pero insidiosa, los aldeanos también empezaron a pasar hambre.
Cuando Axing se enteró de lo que estaba sucediendo se puso muy triste. ¿Cómo no habían caído en la cuenta de que, si dejaban de cultivar los campos, las aves no tendrían ya qué comer? Y, además, si la gente se comía todos los huevos, ¿cómo se reproducirían las aves que ella tan generosamente había compartido con los mortales?
Lo comentó con su amado mortal y valoraron juntos qué podrían hacer, y finalmente decidieron ir a visitar a todos los aldeanos en sus casas, puerta por puerta, para convencerles de que debían volver a sembrar los campos y debían volver a basar su dieta en los cereales, las verduras y las legumbres, y en el pescado que recogían en los ríos, lagos y estanques. Y así lo hicieron.
—Volved a los campos a sembrar arroz –les decían con rostros preocupados–, pues, sin cereales en los campos y en los caminos, las aves no tendrán qué comer, dejarán de poner huevos y, con el tiempo, desaparecerán y os quedaréis sin nada. Las aves tienen que incubar los huevos para reproducirse, y no debéis abusar de ellos, sino comerlos sólo en ocasiones especiales, no como alimento básico de vuestra dieta.
Poco a poco, la gente, en principio reacia a escuchar, terminó comprendiendo que lo que decían tenía sentido, y reanudaron sus labores en los campos y las granjas. Y, poco antes del invierno, tras recoger la segunda cosecha, Axing habló con sus aves y les dijo que debían bajar de los árboles para convivir con los humanos, que ellos les darían de comer y las cuidarían. Y así lo hicieron.
No mucho después, alimentadas de nuevo con las semillas, las aves comenzaron a poner huevos de nuevo. Pero, ahora, al no quedarse aferrados a las ramas de los árboles, dejaron de tener el carácter de las frutas.
Desde entonces, los aldeanos tienen que hervir los huevos primero para poder comérselos.
Adaptación de Grian A. Cutanda y Xueping Luo (2023).
Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.
Comentarios
Este cuento fue narrado por Meng Jiankang y Pan Yousheng, y fue grabado y editado por Zu Dainian y Cai Zhongyun en la década de 1980.
Según una antiquísima tradición, los shui son los descendientes de las tribus Luoyue y Lingnan (Baiyue), que, hace 1.700 años, vivían a lo largo de la costa sudoriental de China. Y dice la tradición que, en torno al final del Imperio Han (220 e.c.) estas tribus fueron forzadas a trasladarse hacia el norte. Casi mil kilómetros recorrieron en dirección noroeste, hasta instalarse en los valles de la provincia de Guizhou, en la zona alta de los ríos Longjiang y Duliu, al sur de las montañas Miaoling. Y lo cierto es que su lengua es muy distinta a las del resto de pueblos de la región e, incluso, muchos aspectos de su estilo de vida son muy parecidos a los de los pueblos de la costa. Curiosamente, adoptaron su actual nombre, Shui, que significa «agua», hacia el final de la Dinastía Ming (c. 1640 e.c.), entre otras cosas por su predilección de vivir junto a ríos, lagos y estanques, pero también porque todas sus costumbres, su culto y su folklore giran en torno al agua.
La etnia shui está compuesta por alrededor de medio millón de personas, tienen su propia lengua y un sistema de escritura con más de 2.000 años de antigüedad, a base de pictografías y símbolos parecidos a los caracteres chinos, pero que utilizan sólo con fines rituales, de tal modo que la mayor parte de la población no sabe cómo escribir la lengua que habla.
Como podría sugerirnos el relato de «Las aves de Axing» no sienten especial predilección por la agricultura, aunque cultivan arroz y otros cereales, y prefieren dedicar sus esfuerzos de subsistencia a la pesca y a la cría de aves de corral, de cerdos y vacas, conformando el arroz y el pescado su dieta habitual. De hecho, el pescado adquiere para ellos un valor simbólico que podría traslucir remembranzas inconscientes de su pasado costero, pues para los shui simboliza a sus antepasados, además de la prosperidad del colectivo.
Los shui funcionan socialmente según una jerarquía de clanes, donde todos obedecen las normas del grupo, y viven una realidad mediada por rituales chamánicos para congraciarse o aplacar a cientos de espíritus bondadosos o malvados, y por el culto a los antepasados, que adquiere en ellos un poder inusitado. De hecho, los intentos de los misioneros cristianos por extender sus creencias entre los shui acabaron en fracaso una y otra vez, pues los shui siempre se negaron a aceptar nuevas creencias ante la mera contemplación de la idea de poder decepcionar a sus antecesores.
El Pueblo Shui alardea de tener un gran legado poético, así como de relatos tradicionales, de leyendas, fábulas y cuentos de hadas, uno de cuyos ejemplares hemos ofrecido arriba.
Fuentes
- Facts & Details (2019). Shui minority. Disponible en https://factsanddetails.com/china/cat5/sub30/entry-4371.html
- Yao, B. (ed.). (2014). 中国各民族神话 (Mitos de grupos étnicos chinos). Editorial Shuhai.
Texto asociado de la Carta de la Tierra
Principio 5a: Adoptar, a todo nivel, planes de desarrollo sostenible y regulaciones que permitan incluir la conservación y la rehabilitación ambientales, como parte integral de todas las iniciativas de desarrollo.
Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar
Principio 5: Proteger y restaurar la integridad de los sistemas ecológicos de la Tierra, con especial preocupación por la diversidad biológica y los procesos naturales que sustentan la vida.
Principio 5c: Promover la recuperación de especies y ecosistemas en peligro.
Principio 6b: Imponer las pruebas respectivas y hacer que las partes responsables asuman las consecuencias de reparar el daño ambiental, principalmente para quienes argumenten que una actividad propuesta no causará ningún daño significativo.
Principio 6c: Asegurar que la toma de decisiones contemple las consecuencias acumulativas, a largo término, indirectas, de larga distancia y globales de las actividades humanas.
Principio 7: Adoptar patrones de producción, consumo y reproducción que salvaguarden las capacidades regenerativas de la Tierra, los derechos humanos y el bienestar comunitario.
Principio 7f: Adoptar formas de vida que pongan énfasis en la calidad de vida y en la suficiencia material en un mundo finito.