El toro que ganó una apuesta

Budismo indio

Hace mucho, mucho tiempo, en las tierras de Gandhara, al norte de la India, había una ciudad llamada Takkasila. En aquella ciudad nacería bajo la forma de un toro el que siglos después sería conocido como el Buda y allí realizaría un prodigio que sería recordado hasta nuestros días.

Cuando todavía era un ternero, se lo regalaron a un brahmán pobre a cuenta de una deuda que los anteriores dueños del toro tenían con él. El brahmán, encantado con el regalo, le puso al toro el nombre de Gran Júbilo, y lo trataba como si fuera su propio hijo, dándole de comer incluso gachas y arroz.

Cuando creció, Gran Júbilo se convirtió en un toro formidable, con una estampa poderosa y una fuerza descomunal. Ayudaba al brahmán en las labores del campo, tirando del arado cuando había que labrar o arrancando del suelo rocas o tocones de árboles cuando el brahmán o sus vecinos requerían de su fuerza. Y no necesitaban golpearle los costados o el lomo para que hiciera el trabajo. Bastaba con decirle «¡Tira!» o «¡Para!», y Gran Júbilo sabía de inmediato lo que tenía que hacer.

Pero todo lo que tenía de grande, de fuerte y de inteligente lo tenía también de bondadoso. Los niños jugaban con él y se subían a su lomo sin que hiciera ni el más mínimo gesto de incomodo, y todo el mundo le acariciaba el testuz y el hocico sin apartarse nunca de la mano; todo lo contrario, bajaba su enorme cabeza y parecía regodearse con las caricias.

Un día, estando Gran Júbilo en el establo descansando, pensó para sí, «Mi dueño, siendo tan pobre, me ha dado siempre los mejores alimentos y me ha tratado como a un hijo, y me gustaría compensarle de alguna manera por sus desvelos conmigo». De modo que se puso a elucubrar de qué modo podría mostrarle su gratitud y facilitarle la vida al brahmán.

Pocos días después, mientras se dirigían los dos a la ciudad a una feria de ganado, Gran Júbilo le dijo a su dueño:

—Querido amigo, me gustaría compensarte de alguna manera todas las atenciones que has tenido conmigo desde que era un ternero.

Todavía no había terminado de decir aquello cuando el brahmán, con los ojos desorbitados, había salido disparado hacia el árbol más cercano y se había subido a las ramas más altas a las que había podido trepar.

—Sí, quizás tenía que haberte dicho antes que podía hablar —reconoció Gran Júbilo tranquilamente, mientras observaba a su dueño agazapado entre las ramas—, pero es que nunca nos había hecho falta para comunicarnos, ¿no es cierto?

Cuando el brahmán asimiló la idea y comprendió que el hecho de que su toro hablara no lo iba a hacer más peligroso, bajó del árbol y se acercó a escuchar a su noble amigo.

—Estando la feria de ganado en la ciudad —explicó Gran Júbilo—, habrá sin duda un buen número de mercaderes ricos y con dinero fresco, que muy posiblemente estén dispuestos a divertirse haciendo apuestas. Lo que quiero es que busques a uno de esos mercaderes de bueyes, uno que entienda de animales de tiro, y que apuestes con él mil monedas de plata a que tu toro es capaz de arrastrar cien carros cargados hasta los topes de rocas, piedras y gravilla.

—¡Eso es una locura! —exclamó el brahmán preocupado por su querido amigo— ¡No existe toro ni buey capaz de arrastrar cien carros cargados hasta los topes! No puedo hacer eso, Gran Júbilo. Tú te vas a hacer daño y yo voy a perder el dinero.

—Tú confía en mí —respondió el toro—. ¿Te he fallado alguna vez?

—¡Nunca! —se apresuró a contestar el hombre.

—Pues, entonces, sigue confiando en mí —concluyó Gran Júbilo.

Cuando llegaron al mercado de ganado, el brahmán se acercó a un grupo de mercaderes y granjeros que bebían té al amor de una pequeña hoguera. Tras identificar a un par de objetivos posibles, y tomando como pie el comentario de otro hombre, comenzó a ensalzar la enorme fortaleza de su toro.

—Donde haya un buey que se quite un toro —dijo uno de los mercaderes en los que se había fijado—. Cualquiera de mis bueyes es más fuerte que vuestro toro. ¡Seguro!

La situación se había puesto donde el brahmán quería, de modo que lanzó su órdago.

—Mi toro, Gran Júbilo, es capaz de arrastrar cien carros cargados de rocas, piedras, gravilla y arena —afirmó hinchando el pecho.

—¡Imposible! —exclamó el mercader frunciendo el ceño.

—¿Os apostáis mil monedas de plata?

—¡Por supuesto! —respondió el mercader como ofendido— ¡Quiero ver yo eso! ¿Cuándo y dónde quedamos?

—Tened mañana cien carros cargados en la plaza de la ciudad, a mediodía.

—Allí os espero —dijo desafiante el mercader.

—Allí estaremos todos —dijeron algunos de los presentes.

A pesar de la seguridad que había mostrado ante aquel grupo de hombres, el brahmán no pudo dormir aquella noche. ¿De verdad que Gran Júbilo iba a poder arrastrar cien carros? ¿En qué locura se había metido con aquel toro parlante? Y, sin embargo, era cierto que nunca le había fallado. ¿Por qué Gran Júbilo iba a arriesgarse a algo así si no estuviera convencido de poder hacerlo?

Cuando salió el sol, el brahmán se dirigió al establo y bañó a Gran Júbilo, para después cepillarlo a conciencia. Luego, le dio de comer arroz perfumado y, finalmente, le puso la guarnición y le colgó una guirnalda de flores en su poderoso cuello.

—Ha llegado el momento, Gran Júbilo. ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?

Y el toro afirmó serenamente con la cabeza. No necesitaba hablar para eso.

Cuando llegaron a la plaza de la ciudad, una multitud se agolpaba en todo su perímetro. Se habían hecho multitud de apuestas, y los corredores de éstas le indicaron al brahmán las expectativas de la gente. Y allí, en el centro de la plaza, los cien carros, cargados hasta los topes, esperaban a que aquel soberbio toro hiciera la gran proeza o se cubriera de ridículo junto con su dueño.

El mercader recibió al brahmán con una sonrisa insolente, mirando despectivamente al toro que, supuestamente, tenía que arrastrar aquella formidable carga. El brahmán sujetó fuertemente a Gran Júbilo al asta del primer carro y, a continuación, se subió al pescante. Aunque pobre, pertenecía a la casta social más elevada, y ante tanta gente como había en la plaza no quería pasar por un villano a quien su situación le hubiera traído a un lance descabellado.

Por su parte, Gran Júbilo miraba tranquilamente a aquella masa expectante, lejos de las preocupaciones, ansiedades y angustias de su dueño. Él sabía de lo que era capaz, y no entendía por qué la gente le daba tanta importancia a aquello.

De pronto, restalló un azote en el aire, y escuchó a su dueño decir:

—¡Vamos, desgraciado! ¡Mueve el trasero, estúpido animal! ¡Empieza a tirar y demuéstrale a toda esta gente tu poderío!

Y Gran Júbilo ni siquiera movió un músculo para espantar una mosca en su piel. Al cabo de unos instantes de inmovilidad, giró la cabeza lentamente para mirar a su dueño, que estaba expectante. Gran Júbilo parecía preguntarle «¿A quién has llamado ‘desgraciado’ y ‘estúpido’?» Finalmente, ante la mudez de su dueño, el toro se cuadró de patas y no se movió del sitio.

Una estruendosa carcajada brotó de la multitud congregada en la plaza, mientras el mercader de bueyes se acercaba al brahmán riéndose de él de forma humillante, extendiendo la mano para cobrar sus mil monedas de plata.

En el camino de vuelta a casa, ninguno de los dos dijo nada y, cuando llegaron, el brahmán se metió en la cama, profundamente angustiado y deprimido. Gran Júbilo metió la cabeza por la ventana del dormitorio y le preguntó:

—¿Estás durmiendo?

—¿Cómo voy a estar durmiendo? —se revolvió el brahmán enfurecido— ¡Me has hecho perder mil monedas de plata! ¡Y encima me has dejado en ridículo delante de toda la ciudad!

—Amigo mío —dijo el toro serenamente, como intentando razonar con él—, ¿acaso alguna vez he roto un arado, he pisoteado o aplastado las cosechas, he desordenado el establo, me he metido donde no debía, le he hecho daño a algún niño, o me he comportado como un «estúpido» de algún modo?

El brahmán guardó silencio, pensativo, hasta que, bajando la cabeza, respondió débilmente, con los ojos empañados:

—¡Nunca, hijo mío! Tú has sido siempre un gozo para mí.

—Entonces, ¿por qué me dijiste «desgraciado» y «estúpido»? ¿Y por qué hiciste restallar un azote sobre mí, cuando siempre te he obedecido con una simple palabra? ¿De verdad crees que soy el culpable de tu desgracia?

—No, no eres tú el culpable —admitió finalmente el brahmán, sollozando—. No es culpa tuya, Gran Júbilo. He sido yo, que he antepuesto mi miedo al «qué dirán» a nuestra amistad. Tú no me has dejado en la estacada. He sido yo el que te ha fallado a ti. Lo siento.

—Vamos a hacer una cosa —dijo Gran Júbilo—. Vuelve a la ciudad y apuesta esta vez dos mil monedas de plata con el mismo mercader, y convoca a todo el mundo para mañana en la plaza de la ciudad.

—¡Oh, amigo mío! —exclamó el brahmán aliviado al ver que Gran Júbilo no le guardaba rencor por su insensatez— Ahora mismo voy a la ciudad a buscar a ese mercader de bueyes, volveré a apostar con él, y te aseguro que esta vez no te fallaré.

Al brahmán no le costó nada convencer al mercader para que hiciera una nueva apuesta, pues dudaba ya de su cordura y pensaba que aquél sería de nuevo un dinero fácil de ganar.

—Ya que estáis dispuesto a regalarme más monedas de plata, ¿por qué no? —le dijo con aquella sonrisa prepotente— Al fin y al cabo, ni siquiera he hecho descargar aún los cien carros.

Quedaron para el día siguiente, en la misma plaza, una vez más a mediodía.

De nuevo se volvió a reunir la multitud, aunque en esta ocasión, a medida que el brahmán y Gran Júbilo atravesaban la plaza entre la multitud, muchos les iban recibiendo con sonrisas burlonas y comentarios hirientes. Pero esta vez, el brahmán estaba tan sereno como su toro, y todas aquellas burlas ni siquiera le afectaban.

Al igual que el día anterior, el mercader les recibió con la misma actitud insolente y el brahmán sujetó a Gran Júbilo fuertemente al asta del primer carro. Pero, a diferencia del día anterior, esta vez el brahmán no se subió al pescante, sino que se quedó al lado del formidable toro. Acercando su boca a la oreja del animal, el brahmán le dijo en un susurro:

—Ha llegado el momento, mi poderoso amigo. ¡Demuestra quién eres a toda esta gente desconsiderada! ¡Tira! ¡Empuja con toda tu alma y asombra al mundo con tu inmenso poderío!

Y al escuchar aquellas palabras de afecto, Gran Júbilo clavó sus pezuñas en el suelo y tensó todos los músculos de su cuerpo en una acometida brutal que hizo crujir los tableros de los cien carros de la hilera. Un silencio espeso de asombro se hizo de pronto en la plaza, mientras la gente abría los ojos incrédula. Los ejes de los carros comenzaron a chirriar y todo el tren de carros cargados de rocas, piedras, gravilla y arena comenzó a moverse en torno a la plaza, mientras las voces de estupor y un nuevo griterío de entusiasmo se levantaba hasta el cielo de la ciudad. Cuando el último carro llegó a la posición que había ocupado el primero, el brahmán le indicó a Gran Júbilo que el trabajo estaba hecho, mientras el mercader, con el rostro lívido y la mandíbula colgando, seguía sin asimilar lo que había ocurrido.

—¡Gran Júbilo, hijo mío, lo has conseguido! —exclamó el brahmán abrazándose al inmenso cuello del toro.

Y Gran Júbilo no dijo nada. Bajó la cabeza humildemente y, desde su profunda serenidad, se sintió agradecido de haber podido ayudar a su dueño y amigo.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2018).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Es éste el cuento Jãtaka nº 28, el Nandivisãla-Jãtaka, donde Nandi-Visãla significa, precisamente, Gran Júbilo.

Existe una historia similar, también un relato Jãtaka, el nº 29, el Kaņha-Jãtaka (Cowell, 1895, pp. 73-74), en el que un toro, alimentado y cuidado por una anciana pobre, arrastra 500 carros con la intención de obtener una buena suma de dinero para aliviar de algún modo su pobreza.

En el Avataṃsaka Sūtra, un importante texto del budismo mahãyãna, aparece el término Gran Júbilo asociado a la primera etapa (o sendero de la apercepción) del sendero del Bodhisattva. De esta etapa se dice que «estando cerca de la iluminación y viendo su beneficio para todos los seres sintientes, uno alcanza un gran júbilo, de ahí el nombre. En este bhumi (sendero de apercepción), los bodhisattvas practican todas las perfecciones (…) pero inciden especialmente en la generosidad”  (Bodhisattva, n.d.).

Esta adaptación se ha basado en la traducción de los Jãtakas originales realizada por Robert Chalmers, y en las adaptaciones de Martin (1999) y Anderson (1995).

 

Fuentes

  • Anderson, T. (1995). The bull called Delightful. In Buddhist Tales for Young and Old, Vol. 1, pp. 128-132. Tullera, Australia: Buddha Dharma Education Association Inc.
  • Bodhisattva (n.d.). In Wikipedia. Retrieved 18 August, 2018, from https://en.wikipedia.org/wiki/Bodhisattva.
  • Cowell, E. B. (ed.) (1895). The Jataka or Stories of the Buddha’s Former Births, Vol. I (trad. Robert Chalmers). Cambridge: Cambridge University Press, pp. 73-74.
  • Martin, R. (1999). Great Joy, the ox. In The Hungry Tigress: Buddhist Myths, Legends and Jataka Tales, pp. 79-86. Cambridge, MA: Yellow Moon Press.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 15a: Prevenir la crueldad contra los animales que se mantengan en las sociedades humanas y protegerlos del sufrimiento.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Principio 2: Cuidar la comunidad de la vida con entendimiento, compasión y amor.

 

Principio 15: Tratar a todos los seres vivientes con respeto y consideración.