Gente de paz
Escocia
Había una vez en Escocia una bonita bahía que miraba al mar entre dos cabos rocosos. Tenía una playa de arena fina y, más allá, por encima, una hilera de pequeñas cabañas. Atascados en la arena se hallaban los huesos de un viejo barco, arrastrado lejos de la orilla mucho tiempo atrás, y más allá de la playa se extendían verdes praderas donde pacían las vacas y las ovejas. Al fondo, enmarcando todo ese maravilloso paisaje se levantaban las colinas, pero había, sin embargo, una pequeña colina que, distante de las otras, se elevaba junto a una granja lindante con la playa.
En una de las cabañas vivía un viejo capitán que, en otro tiempo, había surcado los siete mares, pero ahora contemplaba desde casa a los barcos pasar, mar adentro, frente a la bahía. Era un viejo alegre y muy querido en la aldea, al que todos llamaban “el Capitán”.
Un día, mientras el Capitán estaba dando un paseo por la orilla, vio a los trabajadores del granjero cavando en la pequeña colina que se levantaba sobre la playa.
―¿Qué estáis haciendo? –les preguntó.
―Es el granjero –le respondieron–. Quiere despejar el terreno y ampliar así su campo.
―¿Quiere allanar la vieja colina, sólo por un trozo de tierra tan pequeño? –preguntó el Capitán extrañado.
Los hombres bajaron la mirada, avergonzados de la avaricia de su jefe, el granjero.
―Y eso no es todo –añadió el muchacho más joven–. El problema es que esta colina es la colina de la gente menuda. Nada bueno nos espera, si derribamos su hogar.
Y, mirando a su alrededor por ver si había alguien más escuchando, añadió en un susurro:
―Es un montículo de hadas.
―¡Tonterías! –dijeron los otros hombres, y se pusieron a cavar la tierra de nuevo.
Esa noche, después de cenar, cuando el Capitán estaba ante su copita de whisky preparándose una pipa para fumar, alguien llamó a la puerta de su cabaña. Abrió la puerta y miró a un lado y a otro, ya que estaba oscuro, pero no vio a nadie… hasta que miró hacia abajo y vio a un hombrecillo de no más de un metro de alto.
―Buenas noches –dijo el Capitán.
―Buenas noches tenga usted, Capitán –dijo el hombrecillo mirando hacia arriba–, aunque no es una buena noche para nosotros, ya que necesitamos ayuda.
―¿De mí? –dijo el Capitán, preguntándose quién podría ser aquel personaje.
―Sí… bueno… –vaciló el hombrecillo, que tenía una larga barba y una pluma en el sombrero– El roñoso del granjero ha derruido nuestra casa. Necesitamos que alguien nos lleve a la Isla.
―¿Qué Isla? ―preguntó el Capitán.
―La Isla de I, como quizás sepa usted.
El Capitán estaba desconcertado. Aparte de no saber de la existencia de ninguna isla llamada I, tampoco disponía de un barco con el cual navegar hasta tal isla.
―¿Cuánta gente son ustedes? –preguntó el Capitán– Porque podrían descansar aquí si les sirve de ayuda.
El hombrecillo no dijo nada. Se limitó a señalar hacia la playa.
El Capitán aguzó la vista y, a medida que sus ojos se fueron habituando a la oscuridad, comenzó a ver una multitud de gente menuda. Atestaban la playa, portando sobre sus espaldas y cabezas grandes fardos con ollas y sartenes, sábanas y mantas, y todo tipo de objetos. Eran hombres y mujeres menudas, y también había niños y niñas, sombrías y de mal humor. El Capitán no pudo contar cuánta gente podría haber en la playa.
―Sí, ya veo –dijo el Capitán–. Me gustaría ayudarles, pero no dispongo de barco. Me jubilé de los mares.
―Eso no es problema –dijo el hombrecillo–. Si toma usted su chaqueta, por favor.
Y sin mediar más palabras, comenzó a tirar del Capitán de las perneras de su pantalón para llevarlo a la orilla.
Ya en la playa, el Capitán se quedó atónito con lo que vio. En medio de la gente menuda, los huesos, el esqueleto de aquél viejo barco naufragado mucho tiempo atrás, crecían y se reajustaban. El forro de madera de los costados volvió a cubrir las cuadernas y los tablones de la cubierta se extendieron desde delante hacia atrás, para emerger entre ellos nuevamente el mástil, cruzado por vergas desde las cuales colgar las velas. Y, mientras contemplaba aquel milagro, las mujeres menudas agitaban sus paños de cocina, que se convertían en velas y se animaban de inmediato con la brisa.
―¡Todos a bordo! –gritó el hombrecillo, mientras la multitud de gente menuda elevaba el casco del barco entre sus hombros y lo portaban al mar– ¡Rápido, todos a bordo! ¡El Capitán está listo para zarpar!
Y, cuando el Capitán tomó entre sus manos la rueda del timón, toda la gente menuda se apresuró a subir por la borda, hasta que el barco se balanceo sobre las aguas. El Capitán se sintió complacido. Se sentía orgulloso de estar a cargo de un barco nuevamente, mientras salía de la bahía y daba la vuelta al timón para dirigirse a mar abierto.
―¿Dónde está la Isla de I? –preguntó el Capitán al hombrecillo de barba larga y el tocado con la pluma.
―No se preocupe, Capitán –respondió el hombre menudo–, el barco ya conoce el camino. Simplemente, sujete firme la rueda del timón. La gente de la tierra no disponemos de esa habilidad.
Y sin más ni más, el barco viró en dirección nornoroeste y el viento hinchó las velas, que eran como un patchwork de múltiples colores, y el barco no tardó en volar en la oscuridad como un alcatraz regresando a casa.
Y, al observar las estrellas, el Capitán se percató entonces del rumbo que habían tomado, y recordó que I era el antiguo nombre de la isla de San Columba: la Isla de Iona, en el mar occidental.
Pero, en el mismo instante en que pasó esta idea por la cabeza del Capitán, en un abrir y cerrar de ojos, el barco se zambulló en una hermosa bahía, que se abría entre dos puntas rocosas. Había una bonita playa de arena fina y, un poco más allá, unas colinas. Pero había también dos pequeños montículos que se alzaban a escasa distancia de la playa, uno a la derecha y otro a la izquierda.
El Capitán encalló suavemente el barco en la arena y, mientras la gente menuda iba bajando del velero, descubrió para su asombro que otra multitud de gente menuda venía corriendo por la playa para alejar a los recién llegados de todo daño que pudiera acecharles en los rompientes de las olas.
―¡Oh, amigos, amigas, el granjero echó abajo nuestra bonita casa! No tenemos ya colina que habitar –gritaba la gente del barco, mientras lloraban y se enjugaban las lágrimas con los paños de cocina.
―No os preocupéis, quedaos con nosotros. Tenemos dos casas –dijo la gente menuda de Iona señalando a los dos montículos de la playa.
¡Qué barullo y conmoción se desató cuando se mezcló la gente menuda del barco con la gente menuda de I! Se abrazaron, bailaron y cantaron y, después, poco a poco, se calmaron y comenzaron a cargar sus fardos, con ollas y sartenes, sábanas, mantas y paños de cocina, para llevarlos a su nuevo hogar.
―Tendré que volver a casa –dijo el Capitán, que observaba complacido cuanto sucedía, orgulloso por su contribución a aquel final feliz.
―Sí, Capitán –dijo el hombrecillo de la barba larga y la pluma en el sombrero–. No se preocupe, que el barco le llevará a su casa sano y salvo. Por favor, a cambio de las molestias ocasionadas, quédese con esta cajita, pero no la abra hasta que llegue a su hogar.
―No necesito ninguna recompensa por prestar ayuda –dijo el Capitán, aceptando aun así la pequeña caja–. Para mí ha sido un placer.
―No es más que un pequeño recuerdo de sus amigos –dijo sonriendo el hombre menudo–, una bendición de la gente de paz.
Y así, el Capitán dio la vuelta al timón y se alejó de la Isla de I, mientras la gente menuda le despedía desde la orilla. En un abrir y cerrar de ojos estuvo de vuelta en su bahía, con la hilera de cabañas sobre la playa. El barco encalló y volvió a enterrarse por sí solo en la arena, hasta convertirse de nuevo en el esqueleto de madera podrida que todos conocían en la zona.
El Capitán cayó rendido en su cama y, a la mañana siguiente, al levantarse, salió de la cabaña a tomar el aire. Todo parecía igual que el día anterior, incluso aquella fea herida en la tierra, justo en el punto donde había estado el montículo sobre la playa.
Era como si lo sucedido la noche anterior hubiera sido no más que el sueño de un viejo marinero. Pero, entonces, el Capitán sintió de pronto la cajita que había guardado en un bolsillo de su chaqueta de marinero. La sacó y abrió la tapa con el dedo meñique. ¡La caja estaba llena de monedas de oro, como aquéllas que pudieran encontrarse en el fondo del mar por un naufragio largo tiempo olvidado!
El Capitán fue feliz durante el resto de sus días, mientras que el roñoso granjero no hizo más que lamentarse, puesto que el pequeño trozo de tierra que obtuvo al allanar el montículo no le dio otra cosa que espinas y cardos, día tras día.
Hasta donde yo sé, la gente menuda de paz todavía vive en la Isla de Iona, en esos hogares dos veces dichosos. Y sí, esas gentes dan su bendición a todas aquellas personas que protegen de todo daño a los extraños y que acogen a los oprimidos. Y que así sea con la gente mortal.
Ésta es mi historia, que doy por terminada hasta otro momento, otro lugar.
Adaptación de Donald Smith (2019).
Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.
Comentarios
La Carta de la Tierra se redactó en los años previos a las tremendas oleadas de emigrantes y refugiados que, desde los países del sur planetario, están llegando a las puertas de los países ricos del norte. Quizás por ello no habla directamente de los derechos de los emigrantes y refugiados, aunque de todos modos los contempla en su Principio 9c, donde habla de los ignorados, los vulnerables, los que sufren.
Sin duda, esta historia, incluida en esta primera entrega de The Earth Stories Collection justo en el último momento por gentileza de Donald Smith, era posiblemente la historia más necesaria para los tiempos que estamos viviendo, cuando en Estados Unidos se separa de sus familias a los hijos e hijas pequeñas de los emigrantes, cuando Europa contempla impasible el fallecimiento documentado de 35.597 emigrantes y refugiados desde 1993 hasta septiembre de 2018, la mayoría de ellos ahogados en el Mediterráneo (United, 2018).
Por último, era una historia escocesa totalmente necesaria –y acertada de un modo ciertamente asombroso– en una investigación y un trabajo llevados a cabo por un emigrante español, que halló en Escocia el cobijo y el apoyo que no le dio su propio país en sus momentos más difíciles; un español que llevó a cabo en Escocia la investigación que ha dado lugar a The Earth Stories Collection.
Fuentes
Tomado directamente de la tradición oral escocesa, concretamente de un relato contado por el storyteller Ewan McVicar, plasmado por escrito y adaptado por Donald Smith.
- United (30 septiembre 2018). Lista de 35.597 muertes documentadas de personas refugiadas y migrantes, consecuencia de las políticas restrictivas de la “Europa Fortaleza”. El Periódico. Recuperado de https://estaticos.elperiodico.com/resources/pdf/2/6/1549639591362.pdf.
Texto asociado de la Carta de la Tierra
Principio 9c: Reconocer a los ignorados, proteger a los vulnerables, servir a aquellos que sufren y posibilitar el desarrollo de sus capacidades y perseguir sus aspiraciones.
Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar
Principio 12: Defender el derecho de todos, sin discriminación, a un entorno natural y social que apoye la dignidad humana, la salud física y el bienestar espiritual, con especial atención a los derechos de los pueblos indígenas y las minorías.
Principio 12b: Afirmar el derecho de los pueblos indígenas a su espiritualidad, conocimientos, tierras y recursos y a sus prácticas vinculadas a un modo de vida sostenible.
Principio 13a: Sostener el derecho de todos a recibir información clara y oportuna sobre asuntos ambientales, al igual que sobre todos los planes y actividades de desarrollo que los pueda afectar o en los que tengan interés.