El cuenco de Supriya

Budismo indio

 

Las épocas de carencia y necesidad hacen aflorar lo mejor y lo peor del alma humana, como ocurrió hace mucho, mucho tiempo, en la época en que Buda recorría las tierras de la India. Una hambruna cayó sobre los pueblos de la región. Las lluvias no llegaron, los campos se resecaron bajo el sol y las cosechas se perdieron. Todo el mundo en pueblos y ciudades se afanaba por sobrevivir.

Como tantas veces sucede en tales circunstancias, hay gente que medra, que se enriquece a costa de la miseria y la desdicha de los demás, y así ocurrió también en los tiempos de Buda. Todos los días llegaba a la sangha del maestro algún discípulo comentando lo que había presenciado o lo que le habían contado por el camino.

—Hay mercaderes que se están llevando el grano de sus silos para venderlo en otros lugares donde puedan pagárselo, y el poco que venden aquí lo venden a precio de oro —dijo un discípulo que acababa de llegar de Varanasi.

—A mí me han dicho que hay gente en los campos que se está vendiendo como esclava para poder ser alimentados por sus amos —dijo otro con una profunda expresión de tristeza en los ojos.

—Pues ayer, en la ciudad, los guardas a sueldo de los mercaderes apuñalaron a un hombre que intentó llevarse una bolsa de arroz de sus graneros —dijo otro.

—La mayor tristeza es la de los niños de los suburbios de la ciudad —dijo el Buda—, que están muriendo de hambre en las calles, mientras los ricos acumulan el grano y la leche en sus almacenes.

«Convocad a toda la gente —dijo el Buda de pronto poniéndose en pie—. Tenemos que hacer algo para aliviar el hambre de los más pobres.»

Los discípulos del Señor Buda hicieron lo que éste les había pedido y reunieron a cientos de personas en la gran plaza de la ciudad. Las personas más sencillas y humildes, muchas de ellas famélicas y en extrema necesidad, acudieron en masa, pero también se presentaron muchos mercaderes y personajes ricos de la ciudad, pues todo el mundo respetaba al Buda y querían saber lo que tenía que decir.

—Ciudadanos de estas ricas tierras —dijo Buda desde un soportal elevado que amplificaba el eco de su voz—, la desgracia ha caído ahora sobre la región, pero bien sabéis que, en cuanto lleguen las lluvias, estas tierras os volverán a colmar de bendiciones y darán alimento suficiente para todos.

«Sin embargo, hasta que llegue ese momento —continuó—, la gente tiene que sobrevivir. Seguro que hay suficiente alimento en los almacenes de los más ricos para poder dar de comer a todos en la ciudad. Si los ricos comparten lo que tienen en estos momentos de escasez, todos podréis subsistir hasta que lleguen las lluvias y se renueven las cosechas.”

Los más pobres y hambrientos entre los asistentes se miraron entre sí con un brillo de esperanza en la mirada, pero los ricos fruncieron el ceño, bajaron la cabeza y se removieron incómodos. Algunos de ellos, incluso, abandonaron la asamblea jurándose que no volverían a acudir a ninguna llamada del Buda.

—Yo no tengo suficiente para mi familia y mis sirvientes —se oyó de pronto la voz de uno de los ricos, mintiendo.

—El que es pobre es porque es un holgazán —dijo otro despectivamente—. Aquí cada uno es responsable de su destino, y si ahora no tienen qué comer es porque no trabajaron antes ni se esforzaron por crearse unas reservas, como hicimos nosotros.

—Hay demasiados pobres —añadió otro justificándose—. No podemos ocuparnos de todos. Que busquen ayuda en otra parte.

Y se hizo el silencio en la plaza.

El Buda bajó la mirada. Se le había encogido el corazón al ver la inconsciencia de aquellos hombres. Sintiéndose derrotado al no hallar ni una sola voz entre los ricos ofreciéndose para aliviar las penurias de los más necesitados, el Buda preguntó por última vez en un suspiro:

—¿Acaso no hay nadie aquí que esté dispuesto a donar algo de comida, aunque sólo sea para que no mueran de hambre los niños de los barrios más pobres?

El silencio lastimaba los oídos.

Pero, de pronto, se escuchó una vocecilla entre la multitud.

—Yo estoy dispuesta, Señor Buda.

Una niña, que no tendría más de siete años, se asomó por entre los ropajes de los más ricos. Era la hija de un mercader, que había intentado en vano detenerla en cuanto la oyó levantar la voz.

—Me llamo Supriya —dijo la niña—, y tengo un cuenco en el que puedo recoger comida para los que tienen hambre.

El rostro de Buda se iluminó de gozo.

—¡Oh, pequeña! Tu gesto me ha devuelto la esperanza en el corazón humano. Pero, ¿cómo vas a hacer esto tú sola?

—¡Oh, no, Señor Buda, no estoy sola! —respondió la niña— Seguro que mi padre, mi madre y mis hermanos me ayudan. Yo iré de casa en casa con mi cuenco pidiendo comida para los pobres, y seguro que nadie me cierra la puerta.

La incomodidad entre los más ricos de la ciudad se hizo patente. Aquella niña pequeña, con su generosidad y su compromiso, los había puesto en evidencia. Muchos de ellos se sentían avergonzados.

—Creo que tengo un par de sacos de arroz en mi almacén —levantó la voz el padre de la niña sin atreverse a levantar la mirada.

—Ahora me acuerdo de que en un cobertizo aparte dejé una vez unas provisiones de legumbres secas para casos como éste —se oyó la voz de otro hombre, de la casta más elevada.

—Siento haber sido tan mezquino —dijo otro sincerándose—, y más cuando mi padre también pasó hambre. Supriya, cuenta conmigo para ayudarte.

Aquella misma tarde comenzó Supriya a recorrer los barrios más ricos, de casa en casa, ofreciendo su cuenco para que se lo llenaran de alimentos. Y, tras correrse la voz de lo sucedido en la plaza, nadie se pudo negar a darle arroz, leche, frutas o legumbres. Al día siguiente, otros muchos niños de los barrios ricos se unieron a Supriya con sus propios cuencos para, junto con los discípulos de Buda y el propio Buda, formar un pequeño ejército de la compasión.

Durante muchas semanas estuvo Supriya recogiendo comida en los barrios ricos para llevarla después a los más hambrientos de los suburbios, caminando incansablemente de un lado a otro de la ciudad. De vez en cuando, rendida por el esfuerzo de tantos días, la niña se quedaba dormida bajo el gran baniano que se levantaba junto al templo, y cuando se despertaba se encontraba con que alguien le había llenado el cuenco, y le había dejado otras provisiones en sacos y tinajas para repartirlas entre los pobres.

—A veces, un corazón tierno es capaz de reblandecer a miles, a millones de corazones duros —comentó el Buda a sus discípulos—, y ese corazón tierno puede hallarse escondido en cualquier lugar.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2018).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Esta historia está basada en la adaptación de Sapp (2006), que a su vez se basó en la adaptación de Krishnaswami (1999). No he encontrado más versiones ni adaptaciones de este relato budista.

 

Fuentes

  • Krishnaswami, U. (1999). Shower of Gold: Women and Girls in the Stories of India. North Haven, CT: Linnet Books.
  • Sapp, J. (2006). Supriya’s bowl. In Rhinos & Raspberries: Tolerance Tales for the Early Grades, pp. 29-30. Retrieved from http://www.jeffsapp.com/r_r.pdf.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 10a: Promover la distribución equitativa de la riqueza dentro de las naciones y entre ellas.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Preámbulo: La situación actual.- Los beneficios del desarrollo no se comparten equitativamente y la brecha entre ricos y pobres se está ensanchando. La injusticia, la pobreza, la ignorancia y los conflictos violentos se manifiestan por doquier y son la causa de grandes sufrimientos.