El viento en el pino

Japón

Hace mucho, mucho tiempo, tanto que ni siquiera la Grulla Blanca lo recuerda, en la Tierra de las Espigas Nuevas del Arroz, la Tierra de las Llanuras de Juncos, crecía un pino al arrullo de las olas del mar. Se hizo grande, tanto que no había otro más grande que él en todo el país. Tenía un tronco rosáceo, y a sus pies se extendía una alfombra parda de agujas de pino secas.

         En las dulces noches del estío, las Hijas Feéricas del Bosque venían de la mano bajo la luz de la Luna, para deslizar sus oscuros pies sobre el musgo y danzar sobre las agujas secas de los pinos, echando hacia atrás sus verdes melenas. Y venían también las Hijas Feéricas del Agua, y un rocío de gotas caía de las yemas de sus dedos. Los Hijos Feéricos del Aire descansaban en las ramas del pino y cantaban toda la noche, en un murmullo, su dulce melodía.

         Y del mar venían los Maravillosos Hijos de las Olas, trepando, trepando por la arena amarilla. Y los Amantes, deambulando por la playa, escuchaban el dulce suspiro sobre sus cabezas.

         ―Gozo de mi corazón –se decían uno a otro–, ¿escuchas el Viento en el Pino?

         Entonces llegó la Doncella. Era alta y esbelta, delicada y encantadora. Durante el día se sentaba a la sombra del Pino para tejer con la rueca o la lanzadera, mientras escuchaba el Viento en sus ramas. De vez en cuando, su mirada se extendía sobre el mar, y se enderezaba como quien espera y observa. Con frecuencia cantaba, y su voz era como el canto de los pájaros. La música de sus palabras, mística y dulce, flotaba sobre las olas.

         ¿Y qué decir del Joven? Él vivía lejos, muy lejos de la Doncella. Durante el día trabajaba en los verdes campos de arroz. Un día, se detuvo a contemplar el valle y los ríos. Miró al cielo, y vio encima de él a la gran Grulla Blanca trazando círculos en el azul.

         ―¡Escucho la llamada! –dijo–. ¡No puedo demorarme! ¡Voz en mi corazón, escucho y obedezco!

         Y, sin más, se despidió de su madre y de su padre, de sus hermanas, hermanos y amigos; y subiendo a su barca, se adentró raudo en el mar. La Grulla Blanca volaba tras la barca, y cuando el Viento no soplaba, ella impulsaba su vela con sus poderosas alas.

         Y, al fin, una tarde, cuando el Sol se ponía por el horizonte, el Joven escuchó un dulce canto. Se puso en pie en su barca, y la Grulla Blanca, batiendo sus alas, la dirigió hacia la arena amarilla. Y, cuando el Joven salto a la orilla, las palabras dulces y místicas de aquel canto le llegaron a los oídos.

¿Acaso viene el Amante con un regalo para su Doncella?

¡Joyas de Jade en un cordel de seda!

¡Joyas bien talladas!

¡Joyas bien redondeadas!

¡Verdes como la hierba!

Todas ellas en un cordel de seda.

¡Oh, la fuerza de ese cordel de seda!

 

         Y así encontró a la Doncella, sentada a la sombra del Pino, tejiendo y cantando. Se plantó delante de ella y esperó.

         ―¿De dónde vienes? –dijo ella.

         ―He cruzado el camino del mar. Vengo de lejos.

         ―¿Y por qué has venido? –dijo ella.

         ―¡Oh Voz en mi corazón, fue tu voz que cantaba!

         ―¿Me has traído un regalo? –dijo ella.

         ―Te he traído el regalo, joyas de Jade en un cordel de seda.

         ―Ven –dijo ella, y, tomándole de la mano, le llevó a la casa de su padre.

         De modo que bebieron «las Tres Veces Tres» y se casaron, y vivieron una vida tranquila y dulce durante muchos, muchos años.

         Al final, el Joven y la Doncella que fueron, envejecieron, y sus cabellos se hicieron canos.

         ―¡Bello Amor –dijo el anciano–, cuán cansado estoy! Es triste ser viejo.

         ―No digas eso, Querido Deleite-de-mi-Corazón –respondió la anciana–, no digas eso, que lo mejor aún está por llegar.

         ―Mi Amada –dijo el anciano–, desearía ver el gran Pino una vez más antes de morir, y escuchar el Viento en sus ramas.

         ―Ven, entonces –dijo ella.

         Y ella se puso en pie y le tomó de la mano, y juntos recorrieron la costa y se sentaron sobre la alfombra parda bajo el Pino, y escucharon el Viento en sus ramas.

         El anciano cerró los ojos y, cuando los abrió de nuevo, ¡he aquí que su esposa ya no era anciana, sino alta y esbelta, delicada y encantadora! ¡Volvían a ser el Joven y la Doncella! Él tocó la mano de ella y, suavemente, abandonaron el suelo. Con la música del Viento, se mecieron, flotaron y se elevaron en el aire. Se elevaron más y más, hasta que las ramas del Pino les recibieron y se cerraron en torno a ellos, y nunca más se les volvió a ver.

         Pero aun, en las dulces noches del estío, las Hijas Feéricas del Bosque vienen de la mano bajo la luz de la Luna, para deslizar sus oscuros pies sobre el musgo y danzar sobre las agujas secas de los pinos, echando hacia atrás sus verdes melenas.

         Y vienen también las Hijas Feéricas del Agua, y un rocío de gotas cae de las yemas de sus dedos. Los Hijos Feéricos del Aire descansan en las ramas del pino y cantan toda la noche, en un murmullo, su dulce melodía.

         Y del mar vienen los Maravillosos Hijos de las Olas, trepando, trepando por la arena amarilla. Y los Amantes, deambulan por la playa, mientras escuchan el dulce canto sobre sus cabezas.

         ―Gozo de mi corazón –se dicen uno a otro–, ¿escuchas el Viento en el Pino… el Viento, el Viento en el Pino?

 

Adaptación de Frances Jenkins Olcott (1919).

Dominio Público.

 

Comentarios

Belleza…

         Éste es uno de los escogidos relatos que, durante mi investigación, alcanzaron lo más profundo de mi alma. ¿Por qué? No dispongo de palabras ni de pensamientos racionales que lo justifiquen. Simplemente, son relatos que transmiten directamente, de forma «mágica», si se quiere, el Misterio del Ser. Es éste un misterio que, siempre que nos alcanza, nos sobrecoge, nos hace sentirnos minúsculos e insignificantes, nos hace desear la dulce disolución en su seno.

         Y no podía ser de otro modo que, en este relato japonés, se nos transmita ese Misterio a través de sus dos máximas expresiones: la Naturaleza y el Amor.

         Silencio… Callen las palabras… Dejen de estorbar en la percepción pura y directa del Gran Misterio… cuando se hace presente.

 

Fuentes

  • Olcott, F. J. (1919). The Wind in the Pine. En The Wonder Garden: Nature Myths and Tales from All the World Over (pp. 326-330). Boston y Nueva York: Houghton Mifflin Company.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Preámbulo: Responsabilidad Universal.- El espíritu de solidaridad humana y de afinidad con toda la vida se fortalece cuando vivimos con reverencia ante el misterio del ser, con gratitud por el regalo de la vida y con humildad con respecto al lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

El Camino Hacia Adelante.- Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por el aceleramiento en la lucha por la justicia y la paz y por la alegre celebración de la vida.