Los dos tejedores y la abuela del demonio

Alemania

Hace mucho tiempo, en una pequeña ciudad montañosa vivieron dos tejedores, y dado que eran los únicos tejedores en muchos kilómetros a la redonda, todo el mundo les compraba a ellos las prendas de ropa con las que protegerse del frío del invierno.

         Uno de los tejedores era un buen hombre, que intentaba ofrecer las mejores prendas de ropa al precio más razonable, cuidando asimismo de sus empleados y tratando lo mejor que podía a sus proveedores. Por su parte, el otro tejedor era un hombre codicioso, que pagaba mal a sus trabajadores y buscaba siempre engañar a proveedores y clientes. Sin embargo, sus tejidos tenían unos colores más vivos que los del tejedor bondadoso, por lo que, poco a poco, le fue ganando terreno comercialmente, arrebatándole poco a poco la clientela. Finalmente, llegó un día en que el tejedor bondadoso tuvo que despedir a sus empleados y, poco después, se vio obligado a cerrar su tejeduría y su tienda.

         Un día, el tejedor codicioso hizo llamar a su antiguo competidor para ofrecerle trabajo como empleado suyo. Pensó que, con ello, no sólo lograría humillarle definitivamente, sino que también haría patente en la ciudad y la comarca quién era el único tejedor competente al que no tendrían más remedio que comprar sus prendas.

         El tejedor pobre estuvo trabajando todo el día con el telar –lanzadera va, lanzadera viene– descansando sólo durante media hora para comer, y luego seguir en el telar –lanzadera va, lanzadera viene– hasta bien entrada la noche. Tanto trabajo para recibir un mísero jornal.

         ―¿Tan poco me vas a pagar? –protestó el tejedor pobre, sabiendo que no le iba a servir de mucho su protesta– Es menos de la mitad de lo que pagaba yo a mis empleados.

         ―¡Y así te ha ido! –le respondió el tejedor codicioso– Si hubieras hecho como yo, no tendrías que estar trabajando para mí ahora.

         El tejedor pobre tuvo que tragarse el orgullo ante la soberbia actitud de su antiguo competidor, y al día siguiente volvió de nuevo al telar –lanzadera va, lanzadera viene. Aquel día vio llegar a uno de los pastores que le proveían de lana a él y, en un momento en que el tejedor codicioso estaba atendiendo a un cliente, aprovecharon para hablar. El pastor le dijo al tejedor pobre que su ahora jefe era un miserable y un avaro, que le compraba sus peores lanas, las de las ovejas más viejas o enfermas, y que luego disimulaba la mala calidad de la lana con aquellos colores tan llamativos que conseguía.

         El tejedor pobre comenzó a comprender cómo su otrora competidor había conseguido arrebatarle su clientela, aprovechándose de todos a su alrededor y utilizando los más abyectos ardides para conseguir el máximo beneficio a costa de los demás. Y, al comprender esto, comenzó a sentirse aliviado en sus sentimientos de fracaso.

         En realidad, él no había fracasado como tejedor. Él había sido un buen tejedor, había hecho prendas de calidad a precios razonables para todo el mundo, y había tratado humanamente a sus trabajadores y a sus proveedores. ¡Él no había fracasado! Simplemente, un desalmado le había arrebatado sus clientes a través del engaño y con un deleznable sentido moral.

         Pero, aquel mismo día, una hora antes de finalizar su jornada, cuando ya había caído el Sol, el tejedor codicioso le hizo llamar a la zona donde se tintaban los tejidos.

         ―¿Ves esa garrafa grande? –le dijo su jefe– Quiero que te la lleves cuando vuelvas a casa y que arrojes su contenido en la laguna.

         ―¿Qué es eso? –preguntó el tejedor pobre.

         El hombre codicioso sonrió maliciosamente, y dijo:

         ―Ésa es una de las cosas con las que te aparté del negocio.

         Y, sin más explicaciones, se fue.

         Uno de los tintoreros, cuando se cercioró de que el jefe ya no podía oírle, le dijo al tejedor pobre:

         ―Es arsénico. Nos hace trabajar con él y con otros productos peligrosos para conseguir tintes más intensos.

         «¡Arsénico! –exclamó para sí el tejedor pobre– ¡Con eso consigue el tinte verde! Cuando yo he estado utilizando espinacas para obtener colores verdes.»

         Entonces, lo comprendió todo. Su actual jefe, en su codicia, había recurrido a tintes poco naturales, incluso peligrosos, con el fin de disimular la mala calidad de sus lanas y hacer más atractivas sus prendas. No había reparado en nada que le impidiera salirse con la suya y lograr sus objetivos. ¿Cuántos más secretos tendría que descubrir aun trabajando para él?

         ―Pero… esto es un peligro –le dijo finalmente al tintorero, alarmado–. No podemos echarlo en la laguna, ni en ninguna parte. ¡Es muy venenoso!

         El tintorero se encogió de hombros, como diciendo «Si dices algo te quedas sin trabajo».

         Pero el tejedor pobre no estaba dispuesto a traicionarse a sí mismo. Había asumido el fracaso y había aceptado la humillación de tener que trabajar para quien le había arruinado, pero no iba a traicionar su honradez por un mísero plato de lentejas.

         Quitándose el delantal con el que trabajaba en el telar –lanzadera va, lanzadera viene–, se fue directo al tejedor codicioso y le dijo:

         ―No pienso arrojar arsénico en la laguna. Eres un embaucador y una mala persona, y no te voy a dar el placer de convertirme en alguien como tú. Ahora ya sé cómo me sacaste del negocio.

         ―¡Eres un inútil y un fracasado! –le gritó el malvado– Ya sabía yo que no iba a sacar de ti nada bueno. ¡Estás despedido! ¡Y por mí puedes irte al infierno y no volver!

         El tejedor bondadoso no quiso discutir ni alargar más su estancia en aquel lugar. Sólo quería perder de vista al estafador que había arruinado su vida, aunque no supiera dónde ir ni que hacer.

         Regresó a su casa, se preparó un hatillo con unas pocas pertenencias, guardó algo de comida en una bolsa y, tomando un bonito chal que él mismo había hecho con sus manos, partió en la oscuridad de la noche, sin rumbo fijo ni sabiendo qué hacer con su vida a partir de ahí.

         Y, mientras caminaba, en su ofuscación y su angustia, pensó que quizás siguiera el consejo del malvado tejedor.

         ―Sí, me iré al infierno –se dijo completamente decidido–. Al fin y al cabo, aquí ya nada tengo que hacer.

         Y, sin saber cómo, caminó y caminó hasta llegar a las puertas del infierno. Llamó con los nudillos, golpeando la chamuscada madera y, pocos segundos después, le abrió la puerta una adorable ancianita, con las gafas en la punta de la nariz y las agujas de calceta en una mano. Eso sí, dos pequeños cuernecillos asomaban tímidamente por debajo del pañuelo que llevaba en la cabeza.

         ―¿Qué haces aquí? –le preguntó la ancianita– Aquí nadie viene por voluntad propia. ¿O es que te has perdido?

         ―No, no me he perdido –dijo el tejedor–. He venido por voluntad propia. Mi antiguo colega, y ahora jefe, me mandó aquí, y pensé que quizás no fuera una mala idea, a la vista de cómo me ha tratado la vida en el otro lado.

         »Llevo toda la noche caminando y he cogido un poco de frío –continuó– ¿No me dejaría usted entrar para calentarme un poco en los fuegos del infierno?»

         La ancianita abrió los ojos sorprendida. Nunca antes en su ya muy larga vida había venido nadie por allí voluntariamente y había hecho un comentario como aquél.

         ―Sí, claro, pasa –le dijo al fin–, pero no sé qué voy a hacer contigo, porque pareces demasiado bueno para estar aquí. Caliéntate un poco por ahí. Pero luego, antes del amanecer, tendré que esconderte, pues será cuando vuelvan los demonios de mi nieto. Se pasan la noche atormentando a la gente en el mundo, y luego vienen con hambre y un poco desquiciados. Y si te ven no sé lo que harán contigo.

         Y así, el tejedor se calentó un poco en los fuegos del infierno y, cuando vio aparecer la primera luz del alba, volvió con la ancianita y se dejó hacer. La mujer le ocultó en su propio dormitorio, pues sabía que allí no entraría nadie; y, luego, cuando llegaron los demonios, les dio de comer y, al cabo de un rato, estaban todos roncando a pierna suelta.

         Entonces, hizo salir al tejedor de su dormitorio y le dijo:

         ―Será mejor que te vayas, pues éste no es sitio para ti. Si alguno de estos brutos se despierta no te dejarán salir de aquí nunca.

         Y, el tejedor, conmovido por la bondad de la anciana, se quitó el chal que tanto se estimaba y se lo dio:

         ―Acepte, por favor, este chal –le dijo–. Lo hice con mis propias manos, y me lo estimo mucho, pero sé que usted le va a dar un buen uso y va a valorar el trabajo del tejido.

         La anciana tomó el chal y, con los ojos empañados en lágrimas, le dijo:

         ―Nadie me había hecho nunca un regalo. Y sí, es muy bonito. Además, hay días en que los fuegos del infierno no son suficientes para quitarme el frío que se me mete en los huesos.

         Y, cuando el tejedor estaba a punto de salir por las puertas del infierno, la anciana le detuvo y le dijo:

         ―Espera, quiero que te lleves algo.

         No tuvo que esperar mucho, pues al momento volvió la ancianita con una cajita alargada.

         ―No sé lo que te habrá pasado en el otro lado –dijo la anciana–, aunque supongo que te habrás encontrado con algún bruto como éstos que viven aquí. Toma, llévate esto y tu vida cambiará por completo.

         »Es un pelo del bigote de mi nieto, el demonio, pero te va a traer mucha suerte. Vuelve a casa y ya verás, todo lo que hagas te va a salir bien, y ya nunca más volverás a sufrir penalidades. Llévatelo como un recuerdo mío, y no lo pierdas por nada del mundo.»

         Tras darle las gracias por aquella cajita que olía a azufre, el tejedor emprendió el camino de vuelta. A medida que avanzaba, sentía como si el hatillo, donde había puesto la cajita con el pelo del bigote del demonio, pesara cada vez más.

         Finalmente, llegó a casa y tras abrir el hatillo encima de la mesa, se encontró con que la cajita de la anciana se había convertido en un lingote de oro. Había allí más oro del que hubiera necesitado para vivir el resto de su vida.

         Y así fue como, con el dinero que le dieron por el oro, abrió de nuevo su tejeduría para volver a tejer prendas de calidad –lanzadera va, lanzadera viene–, con buena lana y tintes saludables. Y tampoco ahora quiso aprovecharse de trabajadores ni proveedores, tampoco de sus clientes, pagando a aquéllos una recompensa justa por su trabajo, y pidiendo a éstos un precio justo por sus prendas.

         Pero esta vez todas las decisiones que tomaba, aunque eran iguales a las que había tomado en su anterior vida, traían misteriosamente ganancias y buena fortuna por doquier. No tardó en encontrar una esposa igual de bondadosa y sumamente avispada, que se convirtió en una pieza fundamental de la tejeduría –lanzadera va, lanzadera viene–, y no mucho después tuvieron su primer hijo, y todo en la vida les sonreía.

         Pero eso era, precisamente, lo que más le molestaba a su antiguo jefe. Éste, aunque quería seguir compitiendo con él, se encontraba con que su antiguo empleado no le ofrecía competencia ni oposición en ámbito alguno. Finalmente, viendo que no podía someterle como había hecho antiguamente, y viendo que estaba perdiendo clientes a pesar de que el bondadoso tejedor no pretendía competir con él, el tejedor codicioso decidió averiguar el motivo de la buena suerte de su «enemigo».

         A través de un familiar del buen tejedor, un hombre poco discreto, se enteró de lo sucedido en el infierno, y decidió que él también debía tener un pelo del bigote del demonio. Así que, ni corto ni perezoso, el malévolo comerciante se fue al infierno cargado no sólo con chales, sino también con mantas y tejidos finos. Pensaba que, si el otro había conseguido tanto a cambio de un chal, él recibiría muchos más talismanes de la suerte de manos del propio señor de los infiernos.

         Así pues, llegó a las puertas del infierno con su cargamento y llamó a la puerta y, al igual que había ocurrido anteriormente, salió la ancianita para preguntar que quería. Pero el impresentable tejedor se metió directamente en el infierno pidiendo ver al propio demonio.

         ―He traído todo un surtido de tejidos y prendas para obsequiar al señor del infierno. Dime, abuela, por dónde tengo que ir.

         ―¿Y no le vas a dejar a una vieja ancianita un simple chal con el cual calentarse cuando se le mete el frío en los huesos? –preguntó la anciana.

         ―Date por satisfecha con lo que el señor del infierno quiera darte, porque, por lo que a mí respecta, no te voy a dar nada.

         Y añadió despectivamente:

         ―Ve a seguir haciendo calceta.

         ―Como quieras –dijo la anciana cerrando la puerta–. Mi nieto y sus amigotes no tardarán en regresar. Entretente mientras tanto por ahí con los fuegos.

         Nadie sabe qué le ocurrió al tejedor codicioso, por cuanto no se supo nunca más de él. Algunos dicen que se lo comieron los demonios y que luego estuvieron eructando y haciendo señales de humo con sus prendas y tejidos. Otros dicen que el propio demonio, el nieto de la ancianita, lo tiene de reposapiés delante de su trono, atado con una gruesa cadena por el cuello.

         Sea como sea, lo bien cierto es que nadie en la pequeña ciudad le echó de menos, pues trabajadores y proveedores pasaron a trabajar con el bondadoso tejedor.

         Tampoco le echaron de menos los insectos y los animales de la región, y mucho menos los peces de la laguna.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2020).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Hemos tenido que adaptar este relato alemán al contexto del siglo xxi, pues, en el relato tradicional, los tejedores eran en realidad carniceros, y el chal que le regala el tejedor bondadoso a la abuelita del demonio era en realidad una salchicha. Esperemos que el maravilloso pueblo alemán no se ofenda por esto.

         Por otra parte, hemos añadido al relato el agravio medioambiental al agravio laboral para hacer encajar mejor la historia con el principio de la Carta de la Tierra que pretende ilustrar.

 

Fuentes

  • Keding, D. (2008). The Devil’s Grandmother and the Two Butchers in Hell. En Keding, D. (ed.), Elder Tales: Stories of Wisdom and Courage from Around the World (pp. 91-93). Westport, CT: Libraries Unlimited.

  • Malý, M. (1988). Dragons, Ogres & Wicked Witches. Nueva York: Gallery Books.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 10c: Asegurar que todo comercio apoye el uso sostenible de los recursos, la protección ambiental y las normas laborales progresivas.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Principio 6d: Prevenir la contaminación de cualquier parte del medio ambiente y no permitir la acumulación de sustancias radioactivas, tóxicas u otras sustancias peligrosas.

Principio 7: Adoptar patrones de producción, consumo y reproducción que salvaguarden las capacidades regenerativas de la Tierra, los derechos humanos y el bienestar comunitario.

Principio 7d: Internalizar los costos ambientales y sociales totales de bienes y servicios en su precio de venta y posibilitar que los consumidores puedan identificar productos que cumplan con las más altas normas sociales y ambientales.

Principio 9a: Garantizar el derecho al agua potable, al aire limpio, a la seguridad alimenticia, a la tierra no contaminada, a una vivienda y a un saneamiento seguro, asignando los recursos nacionales e internacionales requeridos.

Principio 10: Asegurar que las actividades e instituciones económicas, a todo nivel, promuevan el desarrollo humano de forma equitativa y sostenible.

Principio 10a: Promover la distribución equitativa de la riqueza dentro de las naciones y entre ellas.

Principio 10d: Involucrar e informar a las corporaciones multinacionales y a los organismos financieros internacionales para que actúen transparentemente por el bien público y exigirles responsabilidad por las consecuencias de sus actividades.