Mangye parte en busca de cereales
Pueblo Buyei – China y Vietnam
Hace mucho, mucho tiempo, el Pueblo Buyei no disponía de cereales con los cuales sustentarse, de manera que se alimentaban sólo con la carne de los animales que cazaban y con determinadas cortezas de árboles.
Sin embargo, una mujer que acababa de dar a luz en una aldea tuvo un sueño muy singular del que dio cuenta a todo el pueblo. En el sueño, un anciano de larga barba le decía que, en el lejano oeste, había una cueva sagrada en la que se ocultaban montañas de semillas de arroz, mijo y trigo. El problema era, según dijo el anciano, que conseguir algunas de aquellas semillas no iba a ser nada fácil. Quien osara ir en su busca tendría que arrostrar grandísimos peligros; peligros que podrían llevarle a la muerte.
Llegó un día en que la caza empezó a escasear, y en la aldea comenzó a circular la idea de que, quizás, alguien tendría que partir en busca de la misteriosa cueva y su maravilloso tesoro de cereales. Los aldeanos barajaban los nombres de aquéllos que consideraban que podrían tener alguna posibilidad de éxito en ese empeño, pero ninguno de ellos parecía estar dispuesto a arriesgar su vida por el bien de su pueblo y de las generaciones futuras.
Fue entonces cuando un joven esbelto y de hermosa apariencia llamado Mangye comentó entre un grupo de aldeanos que él estaba dispuesto a ir en busca de los cereales. En un principio, no le hicieron caso.
—Tú eres muy joven –le decían– y no tienes la complexión ni la robustez de un guerrero. Ni siquiera podrías superar los peligros de tan largo viaje.
Pero Mangye no se dejó convencer por sus argumentos. Quizás no tuviera la envergadura ni la fortaleza de un guerrero, pero disponía de otros recursos y habilidades con las que, estaba seguro, podría compensar la mera fuerza física.
—¡Dejadme ir! –les decía– ¡Puedo hacerlo!
Y tanto insistió día tras día, semana tras semana, que, al final, los aldeanos, reunidos en consejo, dijeron:
—De acuerdo, dejemos que lo intente.
Sin esperar ni un día más, Mangye comenzó con los preparativos del viaje, mientras, a su alrededor, todos en la aldea colaboraban con él. Para transportar las semillas de los cereales, su madre le tejió un resistente saco hecho con fibra de corteza de morera, mientras las familias preparaban un buen suministro de carne de jabalí en conserva, a fin de que dispusiera de comida suficiente para la travesía. Los hombres más jóvenes se entregaron a la búsqueda del mejor caballo posible para tan arriesgada empresa y le buscaron una buena daga con mango de ámbar y cortantes filos, mientras las chicas jóvenes le regalaban lazos de colores y bolsitas de seda. Algunas, incluso, le cantaron alguna canción popular para que no se olvidara de su pueblo ni de su tierra.
Finalmente, llegó el día de la partida, y todos sus vecinos en la aldea le acompañaron por el camino un buen trecho, mientras le ofrecían sus consejos y le susurraban sus mejores deseos. Y, con el sol a su espalda, Mangye montó finalmente sobre su caballo y se despidió de todos, alejándose lentamente en la distancia en dirección a occidente.
Durante los primeros siete días y siete noches, Mangye recorrió noventa y nueve laderas y noventa y nueve cimas, atravesando un sinfín de oscuros e inciertos bosques, poblados por serpientes, tigres, lobos y leopardos. Y Mangye consiguió salir con bien de aquellos bosques. Pero al cabo de catorce días y catorce noches, había terminado con sus provisiones de carne de jabalí, y su caballo comenzaba a mostrar signos de un extremo cansancio.
Con todo, Mangye no se desanimó. Cuando el hambre le acosaba, buscaba frutos silvestres en el bosque, y cuando el caballo parecía flaquear bajo su peso, descabalgaba y recorría el sendero a pie, a su lado.
Y así pasaron las semanas, sin pista alguna sobre el paradero de la maravillosa cueva de los cereales, hasta que, un día, hambriento y exhausto, se encontró con un melocotonero. Sin pensárselo dos veces, trepó a las ramas del árbol y dejó caer a sus pies cinco enormes melocotones dorados, entregándose a continuación a satisfacer su voraz apetito. Tanto comió que, al final, casi sin darse cuenta, se quedó dormido a los pies del generoso árbol.
En su sueño, se encontró de pronto –quién podría suponerlo– con el anciano de larga barba que otrora se hubiera aparecido en sueños a la madre primeriza de su aldea. Le vio venir caminando desde lejos, llevando de las riendas un hermoso caballo blanco, y acompañado por un perro. Cuando llegó al melocotonero, el anciano le dijo a Mangye:
—Audaz joven, se te ve exhausto, ¿te puedo preguntar adónde vas?
—Señor –respondió Mangye–, voy en busca de una cueva sagrada en el lejano occidente, en la que, según dicen, hay montañas de arroz, mijo y trigo, pues mi pueblo aún no conoce el cultivo del grano, y el hambre nos acucia en ocasiones, cuando escasea la caza.
Y, bajando la cabeza en su agotamiento, añadió casi en un murmullo:
—Lo único que busco, señor, es dar una vida mejor a mi pueblo y a las generaciones que vendrán detrás.
El anciano pareció compadecerse de él.
—Veo que eres osado, y que el amor por tu gente mueve tu alma y tus piernas –le dijo el anciano–. El viaje que has emprendido es muy peligroso. ¿Crees realmente que puedes salir con bien de esta empresa?
—Por muchos peligros que me encuentre en mi sendero –respondió Mangye–, mientras me quede aliento, buscaré la cueva y volveré con el grano a mi aldea.
—Bien –musitó el anciano viendo la determinación del muchacho–, puesto que estás decidido a ayudar a tu pueblo y no hay nada que parezca desviarte de tu propósito, te voy a ayudar.
El anciano se volvió en la dirección por la cual había venido y, señalando al horizonte, le dijo:
—Has de seguir esta dirección durante treinta días, hasta que te encuentres con un árbol grande, un ginkgo. En él verás un nido de tórtola y, en el nido, encontrarás un huevo. Casca el huevo y encontrarás en él una llave, que deberás llevar contigo a la cueva. Después, a los pies del ginkgo, encontrarás un agujero. Deberás meter la mano en él, sin miedo, hasta que topes con la empuñadura de una espada. Sácala de allí y llévala contigo, pues con ella podrás defenderte de todo tipo de monstruos, bestias y demonios.
»Con la llave y la espada a buen recaudo, deberás continuar tu camino durante otros treinta días, hasta que llegues a las orillas del Río Rojo. En ese río hay un dragón que levanta grandes olas para impedir que nadie cruce sus aguas. Pero verás que, no lejos de la orilla, hay un buey de piedra. Arranca un manojo de jazmín serpiente[1] y pónselo delante de la boca; y, cuando veas que el buey de piedra abre la boca para comerse el jazmín, mete la mano por sus fauces y hallarás en su vientre un arco y un carcaj de flechas. Sácalo y dispara una flecha al río. El dragón no tendrá más remedio que dormirse y calmar las aguas.
»Una vez cruces el río con tu llave, tu espada, tu arco y tus flechas –prosiguió el anciano–, tendrás que viajar otros treinta días más, hasta que te encuentres con la Montaña de Fuego. Pero no te asustes. Frente a la montaña se eleva una roca de color rojo. En ella verás una gran grieta que la atraviesa. Mete la mano en la grieta y encontrarás un abanico. Y luego, dirígete hacia la montaña y agita el abanico delante de ti. Verás que se abre un sendero por mitad de la montaña, por el cual podrás cruzarla a salvo. Una vez hayas llegado al otro lado de la Montaña de Fuego, te encontrarás con la cueva sagrada de los cereales.»
El anciano guardó silencio por unos instantes y, mirando compasivamente al joven, añadió:
—¡Venga! ¡Vamos! Intercambiemos nuestros caballos, pues el mío es capaz de recorrer quinientas millas en un día. Y te llevarás también a mi perra –añadió–. Te será muy útil llegado el momento.
Y, sin mediar más palabra, el anciano se desvaneció en el sueño de Mangye y, cuando éste abrió los ojos, se quedó atónito al ver que su caballo ya no estaba y que, en su lugar, estaba el caballo blanco del anciano y su perra.
Cerrando los ojos por un instante para no olvidar nada de las indicaciones que le hubiera dado el anciano de la larga barba, Mangye sintió recobrar su fuerza y se levantó dispuesto a proseguir la búsqueda.
Al cabo de treinta días se encontró con un enorme ginkgo que mecía sus ramas sobre un despeñadero. Siguiendo las indicaciones del anciano, trepó al árbol hasta encontrar el nido de la tórtola y, en él, un huevo. Cascó el huevo y, en su interior, halló la llave anunciada.
«Ya tengo la llave de la cueva», dijo para sí.
Guardándola en una de las bolsitas de seda que las jóvenes de la aldea le habían tejido, descendió del árbol y, sin dudarlo un instante, metió la mano en un hueco que se abría a los pies del ginkgo. No tardó en acariciar el puño de cuero de una espada y, extrayéndola del hueco, la acomodó en su cinto para proseguir el viaje.
Durante los treinta días que siguieron, Mangye tuvo que atravesar densos y oscuros bosques, poblados por todo tipo de fieras, de las que se tuvo que defender con su prodigiosa espada, hasta que, finalmente, llegó a las orillas de un río de aguas rojizas. Cuando estaba a punto de introducir el pie en sus aguas, una ola gigantesca a punto estuvo de arrebatarlo de la orilla y llevárselo al fondo del río.
—Éste debe ser el Río Rojo del que habló el anciano –dijo para sí.
Y, recordando las indicaciones del viejo, buscó en la ribera el buey de piedra que le permitiría superar el nuevo obstáculo. No tardó en encontrarlo y, arrancando un matojo de jazmín serpiente, se dirigió hacia él decidido.
Al mostrarle el manojo de jazmín, el buey de piedra recobró de pronto la vida y abrió la boca para engullir el sabroso bocado. Y, en ese momento, con la velocidad de una serpiente, Mangye introdujo el brazo y sacó de su vientre el arco y el carcaj con las flechas. Dándole al buey el manojo de jazmín como recompensa, Mangye se dirigió hacia el río de nuevo y disparó una flecha con su arco. En cuanto la flecha tocó las aguas, éstas se calmaron como por arte de magia, de modo que montando de nuevo su caballo y con la perra en brazos, cruzó el Río Rojo sano y salvo.
Durante los siguientes treinta días, Mangye sintió que el calor se iba haciendo cada vez más agobiante, hasta que se encontró con la causa de aquel extraño aumento de temperatura al salir de una húmeda y asfixiante selva, al encontrarse de pronto con la Montaña de Fuego.
Tomando conciencia de que se hallaba muy cerca del objetivo de su viaje, localizó la roca roja frente a la montaña de la que le había hablado el anciano en el sueño y se dirigió hacia ella; e, introduciendo la mano en la enorme grieta que la cruzaba de un extremo a otro, encontró un abanico de color blanco. Montando de nuevo su caballo y con la perra de nuevo en brazos, se dirigió hacia la montaña agitando el abanico delante de él, y, para su sorpresa, un largo y sinuoso sendero libre de fuego se abrió ante ellos.
Al llegar al extremo del sendero, al otro lado de la montaña, Mangye encontró por fin la cueva sagrada del lejano occidente. Había llegado al destino tantas veces anhelado. Pero, tras descender del caballo, cuando se aproximaba a la entrada de la cueva buscando la llave en la bolsita de seda, dos grandes dioses de las cavernas le salieron al paso desde ambos lados. Uno, con la cara roja, llevaba dos enormes hachas en las manos. El otro, con la cara negra, blandía una gigantesca espada.
—¿Dónde crees que vas, infeliz mortal? –le espetó el dios de la cara negra.
Mangye no se amilanó ante los dos enormes dioses, pero tampoco era su intención desafiarlos. Serenamente, con toda la cortesía de la que pudo hacer acopio en una situación tan tensa, contestó a los dos dioses:
—Vengo en nombre de mi pueblo en busca de grano, de arroz, mijo y trigo, para saciar el hambre de mi gente cuando la caza escasea en la región. Les ruego, señores, que me permitan llevarme unos cuantos puñados de esos cereales, y no les volveré a molestar con mi presencia.
—Nuestros cereales no son para los mortales –le dijo con desdén el dios de la cara roja–. Ya te estás largando o, de lo contrario, te mataremos.
Mangye insistió humildemente en que le dejaran llevarse unos puñados de cereal para su pueblo, pero los dos dioses no parecían atender a razones, mostrándose cada vez más molestos y comenzando a blandir amenazadoramente sus armas.
Finalmente, cuando Mangye insistía por tercera vez en que le permitieran llevarse un poco de grano, el dios de la cara negra se abalanzó brutalmente sobre él con su enorme y afilada hoja, y Mangye sólo tuvo tiempo para sacar su espada del cinto y detener el fatal golpe que se precipitaba sobre su cabeza. La espada del ginkgo le salvó la vida, pero se quebró con el demoledor golpe del dios. Arrojando el arma destrozada, Mangye pensó en defenderse con el arco y las flechas, pero se los había dejado en su montura, hacia la cual le cerraba el paso el dios de la cara roja con sus hachas.
Esgrimiendo la daga con la empuñadura de ámbar que le habían conseguido sus vecinos en la aldea, Mangye intentó defenderse como pudo de los dos enormes dioses. Esquivando sus tajos y acometidas, Mangye tuvo que recurrir a su gran agilidad y velocidad de movimientos, escabulléndose entre ellos y, en ocasiones, incluso por entre sus piernas. Hasta que, finalmente, se sintió perdido, con un dios a cada lado a punto de lanzar sus golpes definitivos sobre él.
Mangye, sin darse por vencido, esperó a que los dos dioses lanzaran sus tajos, que no buscaban otra cosa que separarle la cabeza de los hombros. Y, cuando ambos dioses proyectaron sus armas con una sonrisa triunfadora, Mangye se dejó caer sobre las rodillas, al tiempo que la perra del anciano de la larga barba se abalanzaba sobre la nuca del dios de la cara roja, haciéndole derrumbarse hacia delante.
Y así, mientras el filo de la espada de uno y el del hacha del otro pasaban sobre Mangye, los dos dioses se desgarraban el vientre mutuamente de un tajo. Un segundo más tarde, Mangye, acurrucado en el suelo, veía de reojo cómo los dos dioses caían muertos a ambos lados de él.
Aliviado al verse aún con vida, Mangye ni siquiera se detuvo a celebrar su buena suerte, sino que se apresuró a entrar en la cueva. De pronto, se encontró con una segunda puerta y, antes siquiera de poner la mano en el pomo, un tigre se abalanzó sobre él desde una roca elevada derribándolo en el suelo. Pero por fortuna, antes siquiera de tomar conciencia de lo que había ocurrido, la perra del anciano llegó de nuevo en su ayuda. Trabó sus fuertes mandíbulas sobre la garganta del felino, y éste, por mucho que intentó zafarse de la fatal mordedura, no tardó en yacer inerte en el suelo.
Tras pasar la segunda puerta y adentrarse aún más en la cueva, Mangye y la perra se encontraron aún con una tercera puerta. En esta ocasión, la inmensa puerta de piedra estaba custodiada por un ave divina gigante que, viendo a la perra enseñarle los dientes y gruñir ferozmente, ni siquiera se atrevió a descender de su atalaya.
Mangye empujó la puerta para continuar la búsqueda de los cereales, pero la puerta de piedra no se movió de su sitio. Entonces, se acordó de la llave y, buscándola entre las bolsitas de seda, la sacó y la introdujo por el ojo de la cerradura…
¡Y la puerta se abrió… y ante ellos se mostró una escena espectacular! Montañas y montañas de cereales, de arroz, mijo y trigo, se elevaban por doquier en la inmensa gruta. Los propios cereales parecían iluminar la caverna con un suave resplandor dorado. Sin pararse a pensar en el prodigio, Mangye sacó la bolsa de fibras de corteza de morera que le había tejido su madre y se metió en la sala seguido por la perra, dispuesto a llenar la bolsa con todo el grano que pudiera caber en ella. Pero cuando la hubo llenado y se disponía a salir de la cueva, el sonido de un aleteo tras la puerta le hizo temer que algo terrible pudiera suceder. Efectivamente, un segundo después, la inmensa puerta de piedra se cerraba ante él y la perra, haciéndoles prisioneros en la gruta de los cereales.
Mangye intentó abrir la puerta en vano. Ni siquiera con la llave podía abrirla desde dentro. Hasta que, súbitamente, una intuición fugaz pasó por su cabeza: «¿Y si giro la llave en la dirección contraria?»
Pensado y hecho, Mangye logró finalmente abrir la puerta y salir, y también pudo abrir del mismo modo las otras dos puertas hasta hallarse de nuevo al aire libre, con su preciado tesoro y acompañado por la valiosa y querida perra del anciano. Montando de nuevo a lomos del caballo blanco, Mangye emprendió el camino de regreso al hogar.
Pero los contratiempos no habían terminado para ellos.
La Montaña de Fuego parecía estar enfurecida, arrojando llamas y grandes rocas desde sus vertientes, y haciendo que la magia del abanico se resintiera grandemente. De hecho, les llevó todo un día y una noche atravesar aquella montaña ardiente. Y algo parecido ocurrió cuando llegaron al Río Rojo, pues el dragón parecía asimismo enfurecido y el río estaba más turbulento aún que en la anterior ocasión. Mangye disparó la flecha, pero no consiguió apaciguar al dragón. Lanzó una segunda flecha y tampoco tuvo efecto. Sólo al lanzar la tercera flecha el dragón se durmió y se apaciguaron las aguas, pero por desgracia el arco se quebró.
Con todo, logró llegar hasta el altísimo ginkgo, y después hasta el melocotonero donde se había encontrado en sueños con el anciano, y durante semanas logró evadir los peligros de los bosques oscuros, con sus fieras y sus contratiempos.
Sin embargo, cuando le faltaban sólo nueve días y nueve noches para llegar a la aldea, Mangye sintió que sus fuerzas y las de su caballo habían tocado a su fin.
Con un último esfuerzo, colgó la bolsa con las semillas del cuello de la perra, viendo que ésta aún disponía de fuerzas para seguir el camino. Colgó también de su cuello los lazos y las bolsitas de seda que le habían regalado las jóvenes de la aldea y, dándole una leve y desfallecida palmada en el lomo, le encomendó que entregara los cereales en su nombre.
En cuanto la perra desapareció por el horizonte en dirección al este, Mangye se desplomó en el suelo, junto a su caballo. El audaz joven no lograría regresar a su hogar, junto a su madre y sus vecinos, junto a las jóvenes que le habían cantado sus canciones.
Tras nueve días y nueve noches sorteando peligros, esquivando serpientes y fieras salvajes, encontrando su camino en la oscuridad de los bosques, la perra llegó finalmente a la aldea con su preciado tesoro. Al principio, los aldeanos se sintieron felices; pero, cuando vieron las cintas y las bolsitas de seda colgadas del cuello del animal, comenzaron a preocuparse.
Enviaron una partida de hombres en busca de Mangye, pero, cuando lo encontraron, tanto él como su caballo estaban ya muertos. Llevaron su cadáver hasta la aldea y, en su funeral, realizaron la ceremonia de la «apertura del camino», acompañando su cuerpo hasta la tumba con música de tambores y cuernos.
Mangye había dado su vida por el bienestar y la felicidad de su pueblo y de las generaciones futuras de su pueblo, y es por ello que, hasta el día de hoy, se le recuerda por su extraordinario sacrificio. Y también se recuerda a la valerosa perra del anciano; pues, cuando el Pueblo Buyei cosecha el arroz durante los meses de julio y agosto, ofrecen las primicias de la cosecha a sus perros en señal de agradecimiento.
[1] Rhinacanthus nasutus.
Adaptación de Grian A. Cutanda y Xueping Luo (2022).
Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.
Comentarios
El Pueblo Buyei, cuyo número no alcanza a los tres millones de personas, se distribuye principalmente en la Meseta de Yunnan-Guizhou, en China, y da la impresión de que son los pobladores originales de estas regiones, por cuanto existen evidencias de su presencia allí de hace más de dos mil años.
Los estudios indican que los Pueblos Zhuang y Buyei tienen un origen común en el antiguo Pueblo Louyue, y ya durante la Dinastía Tang (618-907) se consideraba que los Zhuang y los Buyei eran un único pueblo, siendo calificados como los «bárbaros extranjeros». Sería con posterioridad a esa fecha cuando lo que ahora conocemos como Pueblo Zhuang se establecería en una región distinta y ambas culturas tomarían derroteros diferentes, si bien ambas pertenecen lingüística y culturalmente a los Pueblos Tai, de los cuales los buyei son el pueblo más septentrional.
La cultura buyei es una cultura eminentemente oral. De hecho, su alfabetización ha sido bastante tardía, por lo que su tradición oral es de una gran riqueza y profundidad. Destacan en ella no sólo sus relatos tradicionales, cuentos de hadas y fábulas, sino también sus proverbios y sus canciones, donde utilizan igualmente analogías, metáforas, rimas, imágenes y aliteraciones (Snyder, 1998). De la sabiduría tradicional de sus cientos de proverbios, quizás podríamos destacar tres de ellos que resultan ciertamente llamativos, como «Comer bien no es tan bueno como vivir bien» (ibíd., p. 66), con el cual se transmite la sabia idea de que la felicidad y el hedonismo no tienen por qué ir de la mano; «Tú no comes cerdo, pero ves pasar a los cerdos» (ibíd., p. 67), o, dicho de otro modo, solo porque no hayas hecho algo antes eso no significa que no puedas ver lo que hace falta hacer y lo hagas; y «Sólo cuando el río tiene agua, los peces se quedan y crean un hogar; sólo cuando el bosque tiene árboles, los pájaros se quedan y hacen sus nidos» (ibid., p. 79), un proverbio de sabiduría ecológica que transmite la idea, de generación en generación, de que la supervivencia solo puede tener lugar dentro de un sistema de apoyo.
Los buyei son famosos por sus canciones tradicionales, que utilizan con ocasión de celebraciones o de situaciones sociales, de modo que podemos encontrar canciones de bienvenida a los huéspedes, canciones de duelo, de trabajo, de boda, o canciones de despedida, como la que ofrecen las jóvenes a Mangye en la historia. Por ejemplo, durante las bodas, se invita a los jóvenes asistentes de ambos sexos a entonar unas antífonas muy peculiares, mientras que en las montañas de Biandan se invita a las ancianas a cantar cantos de bendición junto al fuego, cantos que pueden alargarse durante días y noches hasta una semana, sin repetir las letras de sus cantos (China Internet Information Center, 2006).
Fuentes
- China Internet Information Center (2006). The Buyei ethnic minority. China.org.cn. Disponible en http://www.china.org.cn/e-groups/shaoshu/shao-2-buyei.htm
- Snyder, D. (1998). Folk wisdom in Buyei proverbs and songs. En Proceedings of the International Conference on Tai studies (29-31 Jul. 1998), pp. 61-87. Disponible en http://sealang.net/sala/archives/pdf8/snyder1998folk.pdf
- Yao, B. (ed.). (2014). 中国各民族神话 (Mitos de grupos étnicos chinos). Editorial Shuhai.
Texto asociado de la Carta de la Tierra
Preámbulo: En torno a este fin, es imperativo que nosotros, los pueblos de la Tierra, declaremos nuestra responsabilidad unos hacia otros, hacia la gran comunidad de la vida y hacia las generaciones futuras.
Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar
Preámbulo: Responsabilidad universal.- Todos compartimos una responsabilidad hacia el bienestar presente y futuro de la familia humana y del mundo viviente en su amplitud.
Principio 9c: Reconocer a los ignorados, proteger a los vulnerables, servir a aquellos que sufren y posibilitar el desarrollo de sus capacidades y perseguir sus aspiraciones.
El camino hacia adelante: Todo individuo, familia, organización y comunidad, tiene un papel vital que cumplir.