Aina-Kizz y el bai de la negra barba

Uzbekistán y Asia Central

 

Había una vez una niña, que vivía con su madre en una casa medio en ruinas de las afueras de Samarcanda. El padre había muerto poco después de nacer la niña, y la madre había luchado indeciblemente para sacar adelante a su hija en un mundo que estaba construido a la medida de los hombres.

         La mujer salía a diario de la ciudad y se adentraba en los campos de la región en busca de leña, que luego intentaba vender en la ciudad. Por fortuna, contaba para estos menesteres con un viejo caballo y una mula, sin los cuales no habría podido ganarse la vida y dar de comer a su hija.

         Por su parte, la niña, que se llamaba Aina-Kizz, era increíblemente lista, y su ingenio no había pasado desapercibido entre los habitantes de la zona. De hecho, muchas mujeres, sobre todo viudas, iban a ver a la niña en busca de consejo cuando tenían que hacer algún trato con hombres de pocos escrúpulos.

         Un día, la madre se alejó más de la ciudad y regresó con el caballo y la mula cargados con abundante de leña.

         ―Mañana por la mañana iré al bazar del Chorsu –le dijo a la niña– e intentaré vender toda esta leña. Quizás consiga allí un precio mejor por la carga. Y, cuando vuelva, te traeré un pequeño regalo, hija.

         ―Gracias, madre –respondió la niña–. Pero ten cuidado, por favor. No olvides que, en el mercado, lo que una persona gana lo pierde otra.

         A la mañana siguiente, muy temprano, la mujer cargó de nuevo al caballo y partió hacia el Chorsu, el bazar del centro de Samarcanda, cercano al Registán. Se acomodó en los alrededores del bazar con su caballo y esperó a que alguien quisiera comprarle la leña. Bien avanzada la mañana, se acercó por fin un rico bai, atusándose la negra barba y haciendo gala de una rica toga de seda.

         ―Mujer, ¿cuánto quieres por esa leña? –dijo despreocupadamente, sin siquiera mirarla a la cara.

         ―Sólo un tanka, señor –respondió la mujer.

         ―¿Me venderías la leña exactamente tal cual está? –preguntó entonces el bai mirando de arriba abajo al caballo.

         La mujer asintió con la cabeza sin entender muy bien qué querría decir aquel hombre.

         ―Pues aquí tienes tu moneda, mujer –dijo el bai extendiendo la mano, y añadió–. Pero tendrás que seguirme para dejar tu mercancía.

         El bai llevó a la mujer con su caballo a través de algunas calles de la zona rica de la ciudad, hasta llegar a una lujosa mansión. Tras entrar en los establos, la mujer se puso a desatar las cuerdas que sujetaban la leña al caballo cuando, de repente, el bai de la barba negra le gritó al oído:

         ―¡Alto! Te he comprado la leña «exactamente tal cual está», y eso quiere decir que el caballo también me pertenece, porque la leña está sobre él.

         ―Pero… esto… esto es un abuso –levantó la voz la mujer al verse engañada.

         ―Si no te gusta el acuerdo, podemos ir a ver al juez –replicó con dureza el bai.

         Y, efectivamente, fueron ambos a ver al juez que, frunciendo el entrecejo, observó fugazmente la fina toga de seda del bai y dio su veredicto: la mujer había recibido exactamente lo que, según el acuerdo, había pedido, fue la conclusión del juez. No había lugar a reclamación alguna.

         El rico bai miró a la mujer por encima del hombro con un gesto de desprecio, y ésta regresó a casa con el rostro bañado en lágrimas.

         ―¿Qué ha pasado, madre? –preguntó Aina-Kizz.

         La mujer le contó lo sucedido, lamentándose de haber perdido el caballo, algo tan valioso para ellas en una situación de precariedad tan dura como la que vivían.

         ―No te preocupes, madre –dijo la niña–. Mañana iré yo al Chorsu con la mula y la leña que trajiste ayer sobre ella. A lo mejor recupero algo de lo perdido.

         Al día siguiente, al amanecer, Aina-Kizz cargó la mula con la leña y partió hacia el Chorsu. Una vez allí, se apostó en un lugar bien visible y esperó a que algún posible comprador se acercara.

         No mucho después, el mismo bai de la barba negra se acercó a la niña.

         ―Niña, ¿cuánto quieres por esa leña? –preguntó el malvado bai.

         ―Dos tankas ―respondió Aina-Kizz.

         ―¿Y me venderías la leña exactamente tal cual está?

         ―¡Claro! –dijo la niña– …si usted me da las monedas exactamente tal cual están.

         ―¡Por supuesto, niña! –exclamó el bai con una sonrisa ladina, mostrándole las dos monedas de oro en la palma de su mano– Pero tendrás que seguirme.

         Tras llegar a los establos del rico bai, éste le ofreció a Aina-Kizz las dos monedas de oro, pero la niña no las tomó.

         ―Señor –dijo la niña–, usted ha comprado la leña «exactamente tal cual está», y por lo tanto es ahora dueño tanto de la leña como de la mula. Pero usted me ha dicho que me entregaría las monedas exactamente tal cual están, de modo que quiero que me entregue también su brazo… por favor.

         El bai abrió los ojos como si hubiera visto un cadáver levantándose de entre los muertos, dio un paso atrás y, tras hacer unos extraños gestos con el rostro como si no le vinieran las palabras, terminó lanzando un rosario de exabruptos y maldiciones sobre la niña.

         ―Si no os gusta el acuerdo, podemos ir a ver al juez –dijo Aina-Kizz sin dejarse incomodar por los insultos.

         Y, efectivamente, fueron a ver al juez, que, en esta ocasión, no pudo ayudar al bai, como había hecho en la anterior ocasión. Como juez, no podía desdecirse en un veredicto que, además, había dado sólo un día antes. Y así, el juez dictaminó que el bai de la negra barba debía pagar dos tankas de oro por la leña ¡y otros cincuenta tankas más por su brazo!

         El bai, fuera de sí, se negaba a dejarse vencer por una simple niña, de modo que, delante del juez, le dijo a Aina Kizz:

         ―Te has aprovechado de mí, mocosa, pero ¿dónde va a compararse un gorrión con un halcón? Apuesto a que no puedes contar una mentira más grande que la que cuente yo. Me apuesto quinientos tankas de oro, y tú te apuestas los cincuenta que me has ganado tan arteramente. El juez dictaminará quién ha dicho la mentira más grande. ¿Aceptas la apuesta?

         ―¡Hecho! ―respondió Aina-Kizz.

         El bai le guiñó un ojo al juez y, con una sonrisa malévola, inició su relato.

         ―Un día, antes de que yo naciera, me encontré en el bolsillo con tres espigas de trigo y las arrojé por la ventana. A la mañana siguiente, el patio de mi casa se había convertido en un campo de trigo tan extenso, tan espeso y tan alto que a los jinetes les llevaba diez días abrirse camino a través de él. Poco después, una caravana completa, con un cargamento de ricas sedas, se perdió en el campo de trigo y, por mucho que la buscamos, no pudimos dar con ella. Se desvanecieron todos, mercaderes, viajeros, camellos y cargamentos sin dejar rastro.

         “A finales del verano, cuando el trigo estuvo maduro, mis jornaleros segaron el patio y recogieron la cosecha, se molió el grano y, con la harina, se hicieron hogazas de pan. No pudiendo resistir la tentación del pan recién horneado me comí una hogaza yo solo y, ¿qué crees que pasó? Pues que de mi boca salió entera la caravana perdida, con sus mercaderes y viajeros, con sus camellos y con su cargamento de seda. Todos bien alimentados y contentos.”

         El bai de la negra barba guardó finalmente silencio, exhibiendo una sonrisa de insoportable suficiencia, mientras el juez era incapaz de cerrar la boca, sorprendido con la cadena de mentiras que el bai había enlazado. Pero Aina-Kizz no mostraba sorpresa alguna.

         ―Señor, no me extraña que seáis capaz de contar mentiras tan grandes, habida cuenta de lo que hicisteis ayer con mi madre –dijo la niña–, pero ahora me toca a mí contar mi historia.

         “En cierta ocasión planté una semilla de algodón en mi huerto y, al día siguiente, una planta de algodón había crecido hasta llegar al cielo. Hacían falta tres días de viaje para recorrer la sombra que aquella planta arrojaba sobre las arenas del desierto. Cuando el algodón estuvo maduro, lo recogí y lo lavé, y luego fui a venderlo al bazar. Y con el dinero que gané me compré cuarenta camellos, los cargué de ricas sedas y le pedí a mi hermano que llevara la caravana a Bujará, y luego a Jiva.

         “Cuando mi hermano partió, llevaba puesta su mejor toga de seda, pero durante tres años no supe nada de él, hasta que alguien me dijo que un bai de barba negra le había asaltado y robado, dándole muerte después. Pasado el tiempo, yo había perdido ya la esperanza de encontrar al malvado, pero hoy, por casualidad, le he descubierto.

         “¡Y es que el asesino sois vos, bai, pues no sólo la boca os ha delatado al decir que la caravana cargada de ricas sedas salía de vuestras entrañas, sino que, además, lleváis la fina toga de seda que llevaba mi hermano el día que partió de Samarcanda¡”

         La sonrisa se le congeló en el rostro al bai, mientras el juez, que había conseguido finalmente cerrar la boca, dejaba caer la mandíbula de nuevo como si se le hubiera desencajado de la cara.

         ¿Qué podía hacer el juez?

         Si decía que la historia de la niña era una gigantesca mentira, el bai tendría que darle a la niña quinientos tankas de oro. Pero, si decía que la niña contaba la verdad, la situación sería incluso peor, pues la niña podría pedir una indemnización por su hermano, además del precio de los cuarenta camellos y el cargamento de seda desaparecido.

         El rostro del bai enrojeció como si le fuera a estallar la cabeza.

         ―¡Tú mientes, maldita embustera! ¡Mientes! –gritaba fuera de sí– ¡Es la mayor mentira que haya oído jamás! ¡Toma, llévate mis quinientos tankas, y llévate también mi toga, y el caballo, la mula y la leña! ¡Lárgate, lárgate de una vez! ¡No quiero verte! ¡Déjame en paz! ¡Desaparece de mi vista!

         Con una relajada sonrisa, Aina-Kizz contó las monedas de oro que el bai le había entregado, las envolvió en la toga de seda del malvado y emprendió el camino de regreso a casa.

         Cuando la niña le mostró a su madre todo lo que traía y le contó lo sucedido, la mujer se volvió loca de alegría, dando gracias al cielo por el ingenio y la inteligencia de su hija.

         Y aquí termina la historia de Aina-Kizz, que nos enseña que, mientras los ricos tienen su fortuna, las gentes pobres tienen su ingenio. Y que más vale la agudeza mental de una niña que la bolsa llena de monedas de oro de un hombre.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2019).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Según el test Bechdel, que es una medida de la representación de las mujeres en las obras de ficción, una obra de ficción debe reflejar al menos a dos mujeres hablando entre ellas de cualquier otra cosa que no sea un hombre.

         Tratándose de una historia dirigida a ilustrar un punto de la Carta de la Tierra relacionado con la igualdad de género, la doctora Alette Willis, asesora de edición de La Colección de Historias de la Tierra, nos sugirió seguir esta norma en la adaptación de las narrativas de la Colección, y eso es lo que hemos intentado hacer con este magnífico relato de James Riordan. Por ello, el personaje del padre de Aina-Kizz en el relato de Riordan se ha sustituido por el de la madre. Con este escueto cambio no sólo cumplimos con la norma citada arriba del test Bechdel, sino que creemos haber dado también un sentido más profundo a la historia, al reflejar el abuso de poder que los sistemas sociales patriarcales han ejercido durante siglos sobre las mujeres.

 

Fuentes

  • Riordan, J. (1984). The Woman in the Moon, and Other Tales of Forgotten Heroines, pp. 42-46. New York: Dial Books for Young Readers.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 11b: Promover la participación activa de las mujeres en todos los aspectos de la vida económica, política, cívica, social y cultural, como socias plenas e iguales en la toma de decisiones, como líderes y como beneficiarias.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Principio 11: Afirmar la igualdad y equidad de género como prerrequisitos para el desarrollo sostenible y asegurar el acceso universal a la educación, el cuidado de la salud y la oportunidad económica.