El rey ciervo del baniano

Budismo indio

En una de sus reencarnaciones previas, el Buda encarnó en la forma de un ciervo. Lo hizo en un bosque de las cercanías de Kashi, que posteriormente recibiría el nombre de Varanasi o Benarés, y creció hasta convertirse en un hermoso ciervo dorado. Tenía los ojos resplandecientes como dos luceros, la boca roja como las bayas del bosque, unas pezuñas negras y brillantes como la noche en el desierto del Thar, y una cornamenta que diríase era de plata. Pero además de hermoso, aquel ciervo dorado era compasivo y justo. Tanto, que se convirtió en el rey de un rebaño de 500 ciervos, el Rebaño del Baniano.

         Curiosamente, en el mismo bosque había otro rebaño de ciervos igualmente numeroso, el Rebaño de la Cornamenta, cuyo rey era así mismo un ciervo dorado, noble, hermoso e impresionante.

         Y sucedió que, en aquellos días, coronaron como rey de Kashi a Brahmadatta, un hombre de buen corazón, pero de lamentables gustos y placeres. Brahmadatta gustaba de la caza, cosa que, siendo rey, no era evidentemente por una necesidad de supervivencia, lo cual lo habría llevado a cazar lo justo y necesario para alimentarse. A Brahmadatta le gustaba la caza por el placer que le proporcionaba cazar. Pero, además, le encantaba la carne de venado. Como se puede suponer, esta combinación no presagiaba nada bueno para los rebaños de ciervos de los bosques cercanos a Kashi.

         Brahamadatta salía casi a diario a cazar, para lo cual iba cada vez a un pueblo diferente de los alrededores de los bosques. Las gentes de los pueblos se veían así obligadas a acompañar al rey y a servirle, teniendo que dejar de lado sus campos, sus cosechas y sus negocios con el fin de complacer al rey en sus partidas de caza.

         Pero llegó un día en que las gentes de los pueblos se cansaron de tantas interrupciones. No podían atender bien sus campos, las cosechas se recogían mal y tarde, y los comerciantes no podían atender debidamente sus negocios. De modo que se reunieron y decidieron hacer un gran parque de ciervos para el rey junto a Kashi. Así, pensaron, el rey podría cazar fácilmente en cualquier momento que le apeteciera, y no tendría necesidad de reclutar a los vecinos de los pueblos lindantes con los bosques.

         Dicho y hecho, los campesinos construyeron una alta empalizada en torno a una extensa pradera salpicada de densas arboledas y matorrales, y en su interior hicieron estanques donde los ciervos pudieran beber y bañarse. En la empalizada abrieron una gran puerta y, haciendo uso de palos y pértigas, y provocando un ensordecedor ruido, consiguieron llevar a los ciervos de los bosques al parque. En cuanto entró el último de los ciervos, cerraron la puerta.

         Una vez con los animales a buen recaudo, los representantes de los pueblos fueron a ver al rey y le dijeron:

         —Majestad, como sabéis, siempre hemos estado dispuestos a ayudaros en vuestras partidas de caza, pero nuestros campos y negocios están cada vez más descuidados debido a esto, y tenemos familias que alimentar. Sabemos que sois un rey sabio y que, en consecuencia, sabréis valorar lo que hemos pensado y llevado a cabo. Os hemos hecho un agradable parque de ciervos junto a la ciudad, en el cual hemos congregado dos inmensos rebaños para vuestro disfrute. De este modo, vos podréis ir a cazar toda vez que os venga en gana, sin necesidad de tener que reclutarnos a nosotros con cada partida de caza. Y los días que no salgáis a cazar, siempre podréis disponer de carne de venado fresca, pues vuestros propios cocineros podrán abastecerse allí de cuanta carne necesiten.

         El rey, que como ya se ha dicho no era un mal hombre, comprendió perfectamente el problema que le planteaban los campesinos y comerciantes de los pueblos, y accedió a plegarse a su iniciativa.

         Al día siguiente, Brahmadatta fue al parque y se sintió complacido al ver tantos ciervos deambulando por la pradera, y no tardó mucho en discernir a dos ciervos dorados de impresionante estampa, que supuso serían los reyes de los rebaños. Brahmadatta señaló a su asistente, al jefe de la guardia y a su cocinero a aquellos dos magníficos ejemplares, y les dio orden de que aquellos dos ciervos no debían ser sacrificados bajo ningún concepto.

         Todos los días, Brahmadatta llegaba al parque y mataba a un ciervo, del que se encargaba posteriormente el cocinero para preparar los platos de la mesa del rey. A veces, si el rey estaba muy ocupado, era el propio cocinero el que se encargaba de dar la orden al jefe de la guardia para que le mataran un ciervo y lo llevaran al tajo, donde sería despedazado para su preparación en las cocinas.

         Pero, en cuanto los ciervos veían los arcos y las flechas, se sumían en el pánico. Corrían de aquí para allí de forma tumultuosa, desquiciados, se estrellaban contra los árboles y chocaban brutalmente entre ellos, enganchándose de las cornamentas e hiriéndose con ellas, torciéndose las patas y fracturándose huesos con las caídas. Otros más resultaban heridos por las flechas perdidas.

         El rey del Rebaño del Baniano estaba muy triste con todo aquello, de modo que fue a ver al rey del Rebaño de la Cornamenta y le propuso reunir a los dos rebaños para discutir juntos de qué modo podrían minimizar el sufrimiento.

         —Es claro que no podemos salir de aquí, al menos de momento —dijo el Ciervo del Baniano—, y vamos a tener que afrontar esta desgraciada situación durante un tiempo. Pero podríamos, al menos, reducir el sufrimiento de todos en la medida de lo posible, porque no sólo nos matan a uno de entre nosotros todos los días, sino que, además, muchos resultan lastimados y mueren posteriormente por causa de las heridas.

         —Yo estoy de acuerdo —dijo el Ciervo de la Cornamenta—. También he estado dándole vueltas a esto, pero no se me ocurre qué podemos hacer.

         —Bien —dijo el Ciervo del Baniano—, a mí se me ha ocurrido algo que, aunque va a ser muy duro de aceptar, podría limitar al menos los daños en el resto de los dos rebaños. Dado que el rey sólo necesita la carne de un ciervo al día, se podría elegir a suertes a uno de nosotros cada día, y el ciervo elegido deberá ir directamente a dejarse matar por el rey Brahmadatta, o bien al tajo para ser sacrificado por el cocinero. Un día se elegiría a uno de nuestro rebaño, y al día siguiente a un ciervo del vuestro. De este modo evitaríamos los tumultos y las carreras enloquecidas que tantas heridas y lesiones provocan.

         —Yo estoy de acuerdo con tu propuesta —dijo el Ciervo de la Cornamenta—. ¿Qué decís los demás?

         Tras unos largos minutos de debate, los miembros de ambos rebaños se mostraron unánimes en seguir la propuesta del Ciervo del Baniano.

         Al día siguiente, cuando el rey y sus hombres llegaron a la empalizada del parque, se encontraron con que un único ciervo se les ofrecía allí abajo. Estaba temblando de miedo, pero mantenía erguida su cornamenta con orgullo. El rey se detuvo por unos instantes, pensativo. Intuyó lo que había ocurrido, que los reyes de ambos rebaños, aquellos magníficos ciervos dorados, habían llevado a sus rebaños a alcanzar un acuerdo para que se sacrificara uno de ellos cada día con el fin de evitar los daños en el resto.

         Brahmadatta se sumió en una profunda tristeza al ver la nobleza de aquellos animales. Al cabo de un rato de reflexión, que extrañó sobremanera a sus hombres, les dijo a éstos:

         —A partir de ahora no cazaréis entre los rebaños. Mataréis únicamente al ciervo que se os ofrezca cada día aquí abajo para el sacrificio.

         Y, desmontando su arco, bajó de la empalizada y volvió cabalgando en silencio hasta su palacio, ensimismado en sus tristes pensamientos. Aquella noche tuvo un sueño muy inquieto, en el que un resplandeciente ciervo le miraba tristemente mientras se acercaba.

         Así pues, durante un tiempo, un ciervo era elegido a suertes, por turnos entre ambos rebaños, y era enviado al tajo del cocinero del rey de Kashi. Las lesiones y heridas de los días previos se evitaron de este modo y, a pesar de su lúgubre destino y de la profunda tristeza de ver partir cada día a uno de ellos, los ciervos de ambos rebaños pudieron mantener una relativa tranquilidad en medio de tanta angustia.

         Sin embargo, a pesar de haber conseguido mejorar un poco la situación, al Ciervo del Baniano se le rompía el alma cada día, cuando veía salir mansamente a uno de los suyos o del rebaño vecino en dirección al sacrificio. Y un día tras otro intentaba animar a los ciervos y ciervas de su rebaño para que no perdieran la esperanza.

         —Intentad no pensar más que en el presente —les decía mientras el sol iluminaba sus resplandecientes ojos—. Disfrutad del aire puro que respiráis y de la cómoda hierba que os acoge al descansar. Dejaos calentar por la luz del sol. No os rindáis. Mientras sigamos vivos habrá una esperanza. Encontraré la manera de salir de aquí.

         Un día, el trágico sorteo de quién sería destinado al sacrificio cayó sobre una cierva preñada del Rebaño de la Cornamenta. La cierva se fue a ver a su rey y le dijo:

         —Estoy dispuesta a asumir mi destino, pero no antes de que mi cervato haya nacido. Entendedlo —insistió suplicante—, seríamos dos los que moriríamos si voy ahora. No os pido que se me perdone la vida. No pido por mí misma, sino por mi cervatillo que pronto nacerá. Dejad que nazca mi pequeño, y juro que al día siguiente ocuparé mi sitio en el tajo.

         Pero el Ciervo de la Cornamenta respondió tristemente:

         —La ley es la ley. No puedo cambiar las reglas ahora y, por tanto, no puedo dispensarte de tu destino. No puedo mostrar preferencias por nadie dentro del rebaño. ¿No lo entiendes? El azar te ha elegido a ti, y no hay excepciones. Tendrás que ir.

         Desesperada, la cierva acudió entonces al Rey Ciervo del Baniano. Doblando las patas delanteras, se arrodilló ante él y le rogó que hiciera algo. El Ciervo del Baniano la observó en silencio, dulcemente, conmovido en lo más profundo de su corazón.

         —Levántate, hermana —dijo finalmente el rey ciervo—. Por una vez cambiaremos las reglas. No te preocupes. Tranquilízate y descansa. No vas a ser sacrificada. Yo me ocuparé de todo.

         La cierva le devolvió una mirada de alivio y gratitud, aunque no de alegría, pues sabía que, hiciera lo que hiciera el Ciervo del Baniano, algún otro ciervo tendría que ocupar su lugar.

         El Ciervo del Baniano bajó la cabeza y cerró los ojos, y supo que había llegado el momento de comportarse como un verdadero rey. Luego, irguió la cabeza y exhibió ante el cielo su magnífica cornamenta plateada.

         «Yo ocuparé su lugar —pensó para sí—. Mi posición de rey y líder me obliga a asumir lo que nadie más puede asumir.»

         Y partió en dirección a la puerta de la empalizada, caminando despacio, dignamente, mientras los miembros de su rebaño le veían pasar. Sabían lo que iba a hacer. Le conocían demasiado bien, y sabían que no iba a permitir una injusticia como aquélla, aunque eso le costara la vida.

         Reinaba un silencio profundo en todo el parque cuando el Rey Ciervo del Baniano llegó a la puerta de la empalizada. Cuando el cocinero lo vio, dijo a los soldados:

         —No disparéis. Los dos ciervos dorados no deben morir. Así nos lo ordenó el rey.

         Y mandó de inmediato un mensajero al rey dándole cuenta de lo sucedido. Al poco, Brahmadatta apareció en lo alto de la empalizada. El rey de los ciervos y el rey humano encontraron sus miradas, y el rey de Kashi comprendió de pronto que aquél era el ciervo de su sueño.

         —Rey Ciervo de los Banianos —dijo al fin Brahmadatta—, te conozco, pues has estado visitándome en sueños. ¿Por qué estás aquí? Yo te liberé de este compromiso, a ti y al rey del otro rebaño. ¿Por qué te ofreces para el sacrificio, cuando yo no deseo tu muerte?

         —¡Oh, rey de los hombres! —respondió el Ciervo del Baniano— El turno del sacrificio le tocó hoy a una cierva preñada, que me suplicó que hiciera algo para dispensarla, al menos, hasta que naciera su cervato. Y no he podido hacer otra cosa que ocupar yo su lugar, pues, ¿cómo iba a condenar a otro de los nuestros a morir cuando la suerte le había sido propicia? No podía forzar la pena de muerte sobre alguien a quien el destino no le había llamado, de modo que no podía ser otro, sino yo, quien ocupara su puesto.

         Y, tras bajar la cabeza y tragar saliva, el Rey Ciervo del Baniano volvió a levantar su hermosa cornamenta al cielo y dijo:

         —Así pues, disparad vuestras flechas de una vez.

         Los soldados miraron a su rey esperando una orden, pero Brahmadatta ni siquiera podía hablar. Profundamente conmovido, dos gruesas lágrimas caían por sus mejillas. ¿Cómo podía haber sido tan ciego, tan insensible a los sentimientos de aquellos nobles animales?, se preguntaba. En verdad, se sentía avergonzado del sufrimiento causado a unos seres tan sensibles al dolor y a la angustia de la muerte como cualquier ser humano.

         —¡Oh, gran rey de los ciervos! —dijo al fin Brahmadatta— Tienes razón, un rey tiene que cuidar y responsabilizarse hasta del último de sus súbditos, pero nunca lo he visto hacer entre los reyes de este mundo. Ni siquiera entre los seres humanos he podido ver tanta nobleza como la tuya, tanta compasión y generosidad. Te ruego que me perdones por no haber sido consciente de vuestro dolor y vuestro sufrimiento.

         «Por ello, tú y todos los ciervos prisioneros en este parque quedáis libres para volver a vuestros bosques y pacer libremente en mis tierras. Nadie os volverá a cazar de nuevo. Id y vivid en paz.»

         —Señor, vuestra bondad me conmueve —respondió el Rey Ciervo del Baniano—. Pero, ¿qué será del resto de animales, de aves y peces, que sufren igual que nosotros, e igual que vos? ¿Daréis caza a ellos, ahora que a nosotros nos liberáis del sufrimiento?

         —¡Noble rey —respondió Brahmadatta con los ojos inundados en lágrimas—, nunca hubiera pensado que podría llegar a ver las cosas con tanta claridad como las estoy viendo ahora! Pero sí, te doy mi palabra de que, mientras estén en mi reino, no habrá animal, ave ni pez que sea muerto por mano de hombre.

         «Así pues —prosiguió—, escuchadme todos, cortesanos y asistentes aquí presentes. Decreto, y os insto a que lo anunciéis en todo el país, que, a partir del día de hoy, todos los seres en mi reino se tendrán por súbditos míos. Por lo cual, no deberán ser cazados ni asesinados, y todos nosotros tendremos que proveer para que esto se cumpla.

         «Y ahora dime, compasivo rey de los ciervos —dijo Brahmadatta dirigiéndose al Ciervo del Baniano—, ¿queda tu corazón en paz conmigo?»

         —¡Sí, gran rey Brahmadatta —respondió el ciervo dorado— mi corazón está ya en paz!

         Y, aunque sorprendidas en un principio, todas las gentes del reino acataron la orden real, y los animales dejaron de ser cazados y masacrados en aquellas tierras. Y como quiera que el reino pasó a depender así de las cosechas de los campos, los agricultores y sus tierras pasaron a ser también más respetados.

         En cuanto al Rey Ciervo del Baniano y a los dos rebaños que otrora estuvieron presos en el parque, regresaron a las profundidades de los bosques, donde llevaron una vida libre de las angustias de la ocultación y la huida.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2018).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Este relato pertenece a los denominados Cuentos Jãtaka, que forman parte de la literatura sagrada budista. Los Jãtaka son una colección de 547 cuentos que tratan de anécdotas, leyendas y fábulas sobre las encarnaciones del Buda previas a su existencia como tal, entre 563 y 483 a.e.c. Los cuentos Jãtaka están fechados entre el 300 a.e.c. y el 400 e.c.; es decir, fueron compuestos a lo largo de siete siglos.

El cuento del Rey Ciervo del Baniano es el Jãtaka nº 12, y su título original es el Nigrodhamiga-Jãtaka, aunque para esta adaptación me haya basado principalmente en las adaptaciones de Rafe Martin (1999), Todd Anderson (1995) y K. R. Vidhyaa (2014).

 

Fuentes

  • Anderson, T. (1995). King Banyan Deer. In Buddhist Tales for Young & Old (Volume 1), pp. 60-65. New York: Buddhist Literature Society Inc. Retrieved from https://www.buddhanet.net/e-learning/e-books/jataka01.zip.
  • Cowell, E. B. (ed.)(1895). The Jataka or Stories of the Buddha’s Former Births, Vol. I. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 36-42.
  • Martin, R. (1999). The banyan deer- A Jataka tale. In The Hungry Tigress: Buddhist Myths, Legends and Jataka Tales, pp. 97-102. Cambridge, MA: Yellow Moon Press.
  • Vidhyaa, K. R. (2014, November 12). A tale from the Jatakas – The tale of the Banyan Deer. Storybuzz (blog). Retrieved from http://storibuzz.in/a-tale-from-the-jatakas-the-tale-of-the-banyan-deer/.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 12: Defender el derecho de todos, sin discriminación, a un entorno natural y social que apoye la dignidad humana, la salud física y el bienestar espiritual, con especial atención a los derechos de los pueblos indígenas y las minorías.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Principio 2: Cuidar la comunidad de la vida con entendimiento, compasión y amor.

 

Principio 2b: Afirmar, que a mayor libertad, conocimiento y poder, se presenta una correspondiente responsabilidad por promover el bien común.

 

Principio 15: Tratar a todos los seres vivientes con respeto y consideración.

 

Principio 15a: Prevenir la crueldad contra los animales que se mantengan en las sociedades humanas y protegerlos del sufrimiento.

 

Principio 15b: Proteger a los animales salvajes de métodos de caza, trampa y pesca, que les causen un sufrimiento extremo, prolongado o evitable.