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La bolsa de historias

Corea

Hace mucho tiempo, hubo un chico al que le encantaba que le contaran historias. La pasión por las historias se la había inculcado su abuelo, que había sido un gran cuentacuentos y que, desde la más temprana edad, se lo había sentado en las rodillas para contarle un relato tras otro. De este modo, el niño desarrolló tal afición que a cada persona nueva a la que conocía le pedía que le contara una historia. Al final, el muchacho se hizo una bolsa de piel para guardar todas las historias que le contaban, para luego, a solas en su habitación, escucharlas de nuevo.

         Pero el muchacho terminó haciéndose muy avaricioso de sus historias, de manera que no las compartía con nadie. Así, su bolsa se fue llenando más y más de mitos, leyendas y cuentos, hasta el punto que tenía que meter cada nueva historia empujando con fuerza, para luego apretar fuertemente la cinta de la boca de la bolsa con el fin de que ninguna historia se le escapara o perdiera.

         Pasaron los años y el muchacho creció, convirtiéndose en un apuesto joven, de modo que, un día, en una fiesta en una población cercana, se enamoró de una joven menuda. Tras el cortejo y el tiempo correspondiente de noviazgo, los jóvenes se prometieron y, poco después, comenzaron los preparativos de boda.

         Todos en la casa del que iba a ser el nuevo matrimonio se afanaban por poner orden y adecentar las cosas para cuando la pareja llegara, tras la celebración, a tomar posesión de su hogar y celebrar su noche de bodas. Hasta el abuelo del joven quiso participar en los preparativos, y andaba por la cocina viendo en qué podría ayudar cuando, de pronto, escuchó unas voces cuchicheando detrás de la puerta que daba al jardín.

         Prestando atención, se percató de que las voces procedían de una bolsa que colgaba descuidada de un gancho en la pared, tras la puerta. ¡Era la bolsa de las historias de su nieto!

         Acercando el oído, escuchó una voz que decía:

         ―Escuchadme todas. Mañana va a ser la boda de nuestro carcelero que, durante muchos, demasiados años, nos ha tenido aquí encerradas y masificadas, sin darnos la oportunidad de hacer nuestro trabajo en el mundo… Yo ya ni siquiera me acuerdo de cómo me contaban –se lamentó la historia que, saliendo de sus reflexiones, continuó–. La tortura a la que nos ha sometido ha sido inhumana, pero ha llegado ya el momento de nuestra revancha.

         ―Según las costumbres nupciales ―se escuchó la voz de otra historia–, él mañana montará en su caballo y, tras recibir a la novia de manos de su padre y su madre, se casará con ella. Y, tras la boda, la traerá consigo a su nueva casa. ¡Os propongo que le hagamos pasar una boda que no pueda olvidar en su vida! –añadió en un susurro– Yo me convertiré en una suculenta mora al borde del camino, y le atraeré irremisiblemente hacia mí. ¡Pero esta mora le provocará unos terribles retortijones en las tripas, que le tendrán yendo al retrete todo el día!

         El abuelo escuchó unas risitas de complicidad, tras lo cual se escuchó otra voz.

         ―Pues, yo me convertiré en el agua cristalina de una fuente que se halla en la vereda que lleva a la casa de la novia. Le atraeré de tal forma que no podrá resistirse y, cuando me beba, me convertiré en alcohol, de manera que llegará a la casa de la novia completamente borracho.

         Nuevas risitas se escucharon en el interior de la bolsa.

         ―Pues a mí se me ha ocurrido una idea mejor –se escuchó una cuarta voz–. Yo me convertiré en una piedra, y le esperaré en la bolsa de paja que se le pone al novio en la casa de la novia para que baje cómodamente del caballo. Cuando baje del estribo y me pise, se torcerá el tobillo, y tendrá que pasar el día de su boda cojeando como un viejo renqueante.

         Esta vez las risas fueron más sonoras.

         ―Pues nosotras –dijo otra en nombre del resto de los cientos de historias que había en la bolsa– le vamos a dar la noche de bodas más inolvidable que nadie hubiera imaginado. ¡Nos vamos a convertir en pulgas y les vamos a esperar a él y a la novia en el lecho nupcial!

         De la bolsa emergió una estentórea risotada.

         ―¡Shhh! –se oyó de pronto otra voz– ¡Callaos, que nos van a escuchar!

         Pero ya era tarde. El abuelo lo había oído todo y, profundamente preocupado, volvió a casa y se fue a su dormitorio para pensar con detenimiento qué podría hacer para evitarle a su querido nieto tan malos tragos en el día de su boda.

         A la mañana siguiente, cuando el joven se había subido ya a su montura y se disponía a partir con la procesión nupcial en dirección a la casa de la novia, el abuelo apareció de pronto por entre la comitiva de invitados y amigos del novio y le arrebató al joven las riendas del animal.

         ―Deja, querido nieto ―le dijo sin darle opción a quitarle de nuevo las correas–. Yo te llevaré, como correspondería a un príncipe en sus desposorios.

         ―No hace falta, abuelo ―respondió el joven un tanto avergonzado–. Yo soy perfectamente capaz de llevar el caballo. Lo sabes muy bien.

         ―¡De eso nada! –respondió el abuelo tirando ya del noble animal y poniendo en marcha la comitiva– ¡Llegarás a la casa de tu novia como un gran caballero!

         Y así salieron al camino.

         Al cabo de un rato, la comitiva pasó junto a un gran matorral y, aunque no era tiempo de moras, el joven vio una enorme mora casi a la altura de su brazo.

         ―Detente un instante, abuelo –dijo el novio–, que me apetece comerme esa mora. Parece que me esté llamando desde ese arbusto.

         ―¡Olvídate de ella! –respondió rápidamente el anciano– Adonde vamos vas a poder saborear manjares mucho más sabrosos que esa humilde baya del bosque.

         En cuanto se alejaron un par de metros de la mora, al joven se le apagó el anhelo de comerla.

         Poco después, cuando se adentraban en la vereda que llevaba a la casa de la novia, el agua borboteante de una fuente llamó la atención del joven.

         ―Abuelo, detente un momento –dijo de inmediato el nieto–, que quiero beber un poco de agua. No sé por qué, pero me ha entrado una sed atroz.

         ―Esa agua no te va a quitar la sed –dijo el abuelo acelerando el paso del caballo–. Es un agua salina, y de todos modos vas a poder saborear dentro de un rato los dulces caldos del banquete nupcial. Seguro que puedes esperar un poco.

         No habían pasado ni diez segundos cuando el joven había dejado de tener sed.

         Finalmente entraron por el pórtico de la casa de la novia y se dirigieron al lugar donde el padre y la madre de su prometida le esperaban con el cojín de paja en el suelo. Cuando el joven, sonriente, estaba descabalgando y estaba a punto de posar el pie en el cojín, el abuelo tiró de las bridas del caballo y el brusco movimiento hizo que el joven errara el blanco y cayera todo lo largo que era al suelo.

         Por unos instantes, el novio deseó que se lo tragara la tierra, pero el abuelo pensó que aquella caída iba a ser, al fin y al cabo, un mal menor en un día que, de otro modo, hubiera sido una pesadilla.

         Finalmente, el joven se levantó y, no queriendo hacer una escena con su abuelo delante de sus futuros suegros, volvió a sonreír y continuó con el protocolo.

         Y, así, el novio se llevó a la novia con la bendición de sus progenitores, y ambos jóvenes se desposaron ante la alegría de las dos familias y de los muchos amigos y amigas que habían venido a festejarles… mientras el abuelo se estaba preparando ya para su último desafío.

         Terminada la boda y la celebración, los recién casados fueron conducidos a su casa para disfrutar por fin de su mutua compañía. Los jóvenes creían estar solos en toda la casa, pero no sabían que el abuelo del novio estaba al acecho en la veranda a la que se abría la puerta de su dormitorio.

         Cuando los novios entraron en la habitación y se disponían a meterse en la cama, el abuelo apareció de pronto, para sorpresa de su nieto.

         ―¡Salid de aquí de inmediato! ―dijo el anciano― No hay tiempo para explicar nada. Simplemente, toma a tu esposa y volved al salón. Yo os avisaré cuando el peligro haya pasado.

         Y el abuelo se quedó a solas con cientos, quizás miles, de historias con ganas de revancha convertidas en pulgas. Pero, habiendo sido toda su vida un narrador de historias, no le costó mucho entablar un diálogo pacífico con ellas.

         Al cabo de un rato de diálogo, las historias le reconocieron que habían perdido la cabeza después de tantos años de confinamiento y ostracismo, pero se justificaron alegando que lo que su nieto había hecho con ellas iba contra su naturaleza. Le dijeron que las historias habían nacido para ser contadas y transmitidas de persona en persona, de generación en generación, y que en su esencia estaba el anhelo de viajar para llegar hasta los confines del mundo. Sin embargo, la avaricia de su nieto con ellas las había llevado a un encierro y una tortura difícilmente comprensible para un ser humano. Sólo otra historia podría comprender el inmenso sufrimiento que ellas habían padecido.

         El abuelo, que nunca había perdido ocasión de contar las historias que conocía, pudo vislumbrar al menos hasta dónde había llegado el sufrimiento de sus amigas, pues a muchas de ellas las conocía casi de toda la vida, de cuando las había escuchado siendo niño y de cuando se las había contado a su nieto.

         Cuando las historias lograron aliviar un poco su dolor, el abuelo salió de la habitación y le explicó a su nieto lo que había ocurrido.

         ―¡Qué necio he sido! –comentó el joven sinceramente arrepentido– ¿Cómo he podido hacer esto con ellas, que tantos momentos de dicha y de ilusión me han hecho vivir?

         Aquella misma noche, el joven se metió en la cocina, tomó la bolsa de historias y desató el fuerte nudo con que la tenía cerrada, y las historias pudieron salir al fin, libres de su prisión, para buscar unos labios, unas manos y unos ojos que pudieran darles vida de nuevo frente al fuego del hogar o en torno a una hoguera en el bosque.

         Y el joven prometió que nunca más encerraría sus historias en la bolsa, que les dejaría siempre el cordel de cuero ligeramente suelto para que ellas fueran y vinieran a su antojo, y se comprometió con su abuelo en que, a partir de aquel día, él también sería un cuentacuentos, un narrador de historias, con las que obsequiaría no sólo a su esposa y a sus futuros hijos, sino también a toda la comunidad, y a cualquier persona nueva a la que acabar de conocer y estuviera deseosa de escuchar una historia.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2019).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Las adaptaciones que he podido encontrar de esta historia son bastante similares entre sí, pero contienen elementos que podrían calificarse como de crueles o, al menos, violentos. Es por ello que esta adaptación se ha variado para eliminar esos elementos duros y dotar al relato de una atmósfera más inocente y desenfadada.

 

Fuentes

  • Gordh, B. (2006). Stories in Action. Westport, CT: Unlimited, pp. 56-57.
  • Keding, D. (2008). Elder Tales: Stories of Wisdom and Courage from Around the World. Wesport, CT: Libraries Unlimited, pp. 47-49
  • So-un, K. (1955). The Story-Bag: A Collection of Korean Folk Tales. Rutland, VT: Charles E. Tuttle Co, pp. 3-10.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

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