El dilema de Lot

Palestina

Antes de morir, Abraham le había llevado a su sobrino Lot tres retoños de los tamariscos que había plantado junto a su pozo en Berseba, y le había pedido que plantara éstos en Jerusalén, y que los cuidara, para que el trabajo vivo de sus manos perviviera en la ciudad santa a través de ellos. Sin dudarlo ni un instante, Lot cumplió con los deseos de su tío que, no mucho después, fue a reunirse con su Señor sin su carne mortal.

         Los tamariscos se habituaron al terreno y al clima de Jerusalén, más amable que el del desierto del Néguev, pero les costaba crecer. Al cabo de un tiempo, y viendo que ni crecían ni morían, Lot dejó poco a poco de cuidarse de los arbolitos.

         Un día, siendo Lot ya viejo y sintiéndose cerca de la muerte, un ángel del Señor se le apareció y le dijo:

         ―Lot, te has olvidado de los árboles que tu tío, Abraham, te pidió que cuidaras. De hecho, hace mucho tiempo que no los riegas.

         Lot reconoció para sus adentros que lo que decía el ángel era cierto.

         ―Oh, bueno… –respondió incómodo– Tienes razón. Hace tiempo que no me ocupo de ellos. Pero el tamarisco es un árbol del desierto, capaz de sobrevivir con muy poca agua –se justificó.

         El ángel no dijo nada. Simplemente, se le quedó mirando en silencio, con una media sonrisa en su resplandeciente rostro.

         Lot bajó la cabeza y pensó que, ciertamente, se había terminado olvidando de aquellos árboles, y que quizás ésa fuera la razón última por la que no crecían. “Y lo cierto –reflexionó para sí– es que me gustaría que esos árboles los vieran, y que disfrutaran de su sombra, los hijos de mis nietos, y las generaciones de descendientes míos y de mí tío que vengan detrás.”

         Sabiendo que Lot había comprendido el mensaje, el ángel le habló de nuevo:

         ―Si quieres que los árboles crezcan y den sombra a los hijos de tus nietos y a toda tu descendencia detrás, para que te recuerden y bendigan, riégalos con agua del Jordán.

         Y así, siguiendo de buen grado las indicaciones del ángel, Lot tomó un odre de agua, lo vació de su contenido a los pies del jazmín que crecía junto a la puerta de su casa y partió en dirección al Jordán.

         A su regreso del río, cargado con la preciosa agua, no había llegado aún a Jerusalén cuando un peregrino le abordó y le pidió de beber. Lot miró al hombre y constató que, ciertamente, debía estar muy sediento, pues tenía los labios agrietados y resecos tras largas horas de caminata. Sintiendo compasión por él, le tendió el odre con su bendición, y el peregrino se bebió con fruición todo el contenido del cuero.

         ―Realmente, estabas sediento –le dijo Lot al hombre que, con una sonrisa de agradecimiento, prosiguió su camino hacia la ciudad santa con nuevos bríos.

         Lot le vio marchar con una profunda sensación de paz en su corazón y, sin darle más vueltas al asunto, dio media vuelta y desanduvo todo su camino hasta el río de nuevo.

         Cargado otra vez con la preciosa agua del Jordán, en el camino de vuelta a Jerusalén dio en encontrarse en esta ocasión con un labrador que, habiendo cargado en exceso a su asna, se lamentaba ahora entre lágrimas al verla caída y despatarrada en mitad del camino. Lot sintió una profunda pena por el animal y, mientras su dueño lo descargaba rápidamente para aliviar sus maltrechos huesos, le acercó a la boca su mano ahuecada, sobre la que iba dejando caer la milagrosa agua del Jordán.

         No mucho después, la asna recuperaba el brillo en los ojos y se levantaba sobre sus patas como si nada hubiese pasado, y el labrador le daba las gracias a Lot elevando sus alabanzas a los Cielos por la bendición de su llegada.

         Cuando el hombre prosiguió su camino junto a la burra, compartiendo ahora el peso de la carga con el animal, Lot constató que el odre volvía a estar vacío. Y de pronto se sintió cansado, muy cansado.

         Sintió que las fuerzas se les escapaban y que no iba a poder hacer un tercer viaje al Jordán.

         ―No voy a poder regar los tamariscos de mi tío Abraham –se dijo en un murmullo, mientras se dejaba caer en el suelo absolutamente exhausto, sabiendo, ahora ya sí, que la muerte había venido a su encuentro.

         En ese momento se le volvió a aparecer el ángel del Señor.

         ―No voy a poder regar los árboles con el agua del Jordán, tal como me indicaste ―le dijo Lot apesadumbrado.

         ―No te preocupes, Lot ―respondió el ángel con una sonrisa de paz que inundó el alma del anciano–. A cambio de tus actos de amor, con el peregrino primero y con el asno y su dueño después, yo me ocuparé, personalmente, de regar durante doscientos años los tamariscos que Abraham puso a tu cargo, y crecerán tanto como para dar sombra a tus descendientes por siete generaciones, y más allá.

         Al escuchar esto, Lot cerró los ojos en paz, y al salir de su envoltura carnal entendió de pronto, en el fulgor de su nueva consciencia, por qué tenía que cuidar de todos y de todo: porque todo formaba parte de él mismo, de su propio ser.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2019).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

El tamarisco se le tiene, entre otras cosas, como un símbolo de la hospitalidad y, de ahí, del cuidado y las atenciones. Por otra parte, al conmemorar la alianza con Abimélek, rey de Gerar, de los filisteos, sobre el pozo de Berseba, apunta también a los derechos del agua (Umbarger, 2012).

 

Fuentes

  • Arab Educational Institute (1999). Moral Stories from Palestine. Bethlehem: Culture Palestine Series.
    Umbarger, M. (2012). Abraham’s tamarisk. Journal for the Evangelical Study of the Old Testament 1.2 (2012), 189-200. Retrieved from http://jesot.org/wp-content/uploads/2012/12/JESOT-1.2-Umbarger.pdf.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 9a: Garantizar el derecho al agua potable, al aire limpio, a la seguridad alimenticia, a la tierra no contaminada, a una vivienda y a un saneamiento seguro, asignando los recursos nacionales e internacionales requeridos.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Principio 5e: Manejar el uso de recursos renovables como el agua, la tierra, los productos forestales y la vida marina, de manera que no se excedan las posibilidades de regeneración y se proteja la salud de los ecosistemas.