El príncipe rosa

Rumanía

En un tiempo en que los prodigios eran creíbles, y por tanto posibles, creció un rosal al filo de una floresta que daba unas rosas grandes y fragantes como nunca se habían visto en la región. Pero, un día, de aquel rosal surgió un capullo más hermoso y aromático que ningún otro; y, cuando el capullo se abrió, un niño de todo punto humano emergió de él. El rosal había engendrado a un hijo.

         Aquel día dio en pasar por las cercanías la reina Rhoda que, alarmada al escuchar el llanto de un niño, pidió a sus damas y su séquito que se desviaran del camino y la acompañaran a averiguar qué sucedía. ¡Cuál no sería su sorpresa al ver al bebé envuelto en los pétalos de la enorme rosa! Sin dudarlo ni un instante, tomó al bebé entre sus brazos, lo envolvió en sus propios ropajes y se lo llevó al palacio.

         Pocos días después llegó el rey Laurin, que venía de otra de sus innumerables batallas en el extremo norte del país, y encontró a la reina meciendo al bebé en los jardines del palacio. En cuanto vio al niño, el corazón se le ablandó.

         Laurin y Rhoda habían tenido siete hijos, y Laurin había disfrutado mucho de los pequeños, hasta que se hicieron hombres y quisieron acompañarle al campo de batalla. Uno tras otro habían sido abatidos en la interminable guerra que aún rugía en el norte. El motivo de la guerra casi se había olvidado, pero Laurin continuaba adelante con ella para vengar la muerte de sus siete hijos.

         La llegada de aquel bebé, cuando Rhoda ya no podía engendrar, suponía un motivo de gozo para ambos, por lo que decidieron criarlo y educarlo como si de su octavo hijo se tratara.

         Pasaron los años, y el Príncipe Rosa creció en fuerza y en inteligencia. También creció en sensibilidad. Mientras su padre le instruía en el arte de la caballería y de las armas, su madre le enseñaba a cantar, a tocar el laúd, a escribir poesía, y a escuchar y comprender el canto de los pájaros.

         Y así, finalmente, le llegó al príncipe la edad para ser nombrado caballero. Y la noche antes, mientras estaba velando sus armas, su madre vino y le contó la verdad acerca de su origen: que él no era del todo humano, que su madre había sido un rosal en los lindes de la floresta.

         Cuando llegó la aurora, el príncipe fue ordenado caballero y, acto seguido, le rogó a su padre, el rey, enderezar los entuertos que habían llevado a la muerte de sus siete hermanos mayores. De modo que, tras despedirse de la reina, partió con su padre hacia la lejana frontera norte, donde seguía bramando aquella guerra cuyos orígenes ya todos habían olvidado.

         Y llegó la batalla, y los gritos de cólera se mezclaron con los gritos de agonía de los soldados, y el olor de la sangre se le introdujo al príncipe hasta lo más profundo de sus fosas nasales. Ese olor dulzón, metálico… Y el príncipe se sintió mal. Aquello no era lo que él había pensado que sería. La guerra no era noble ni heroica; era salvaje, cruel, horrible, despiadada…

         De repente, vio a su padre el rey caer del caballo de un lanzazo. Horrorizado, aún escuchó sus últimas palabras, pidiéndole que vengara su muerte.

         Con la visión enrojecida por la cólera, el Príncipe Rosa fue en pos del hombre que había derribado a su padre. Le persiguió hasta una floresta donde, finalmente, le dio alcance, derribándolo de su caballo y partiendo en dos su lanza. Bajando rápidamente de su corcel, el príncipe le puso la punta de la espada en la garganta al aterrorizado caballero; y, cuando iba a hundir la hoja en su cuello, de pronto vio un arbusto de rosas silvestres entre los árboles de la floresta.

         ¡Había gotas de sangre en los pétalos de las rosas!

         Volvió a mirar al hombre sometido en el suelo y, de pronto, sintió que el odio que ofuscaba su mente se desvanecía misteriosamente.

         ―¡Huye! –le dijo al enemigo vencido levantando su espada– ¡Huye mientras aún estoy en mi recto juicio!

         El atónito caballero se levantó y desapareció corriendo entre los árboles, mientras el príncipe bajaba la cabeza en silencio, la enrojecida espada vencida en su mano. Instantes después, se juraba a sí mismo que iba a terminar con aquella absurda y estúpida carnicería.

         Volvió a la batalla y, cruzando el campo de un lado a otro, sin ser misteriosamente atacado por nadie, recogió los estandartes caídos de ambos bandos y, montando de nuevo en su caballo, los levantó sobre su cabeza gritando:

         ―¡Detened el combate! ¡Os ordeno que detengáis el combate!

         Soldados y caballeros, uno tras otro, dejaron de luchar y se quedaron mirando al noble y joven príncipe con los estandartes en alto.

         Y el Príncipe Rosa se dirigió a todos, de uno y otro bando, hablándoles del absurdo de la guerra, hablándoles de perdón y reconciliación. Y los soldados, hartos de tanta lucha, de tantos años de odios y miedo, de tantas imágenes horrendas en sus retinas, arrojaron sus armas, se despojaron de sus armaduras y, poco a poco, se marcharon del campo de batalla para no volver jamás.

         Mientras los hasta entonces guerreros se marchaban, el príncipe regresó a la floresta, se sumergió en sus profundidades y gritó:

         ―Soy uno de los vuestros. ¿Dónde está el rosal que daba tan enormes flores?

         Y un ruiseñor le contestó:

         ―Ese rosal murió hace años. ¿Sabes? ¡Engendró a un príncipe en una de sus flores!

         ―¡Yo soy ese príncipe! –respondió él entre lágrimas– Por mis venas corre la sangre de las rosas… Deseo volver a esta vida, a una vida de belleza, serenidad y fragancia. No quiero seguir siendo humano.

         Y el ruiseñor le dijo:

         ―Querido príncipe, me quedaré contigo y te cantaré una canción especial, una canción que te devolverá a tu forma original.

         Y, cuando cayó la noche, el ruiseñor se puso a cantar como nunca nadie antes le había oído, y su melodía disipó de la mente del príncipe todo recuerdo de lo que había sido su vida como hombre. Y el príncipe se hundió en el musgo del bosque, y sus piernas echaron raíces en la tierra. Y, cuando llegó la aurora, en la floresta había un nuevo rosal, un rosal sin espinas, que florecía con las más fragantes y aromáticas rosas que el mundo hubiera aspirado.

         Mientras duró la vida de aquel hermoso rosal, la paz reinó inmaculada sobre aquellas tierras.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2019).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Existe otro relato titulado igualmente “El príncipe rosa”, original de Bram Stoker, autor de “Drácula”, pero en realidad no guardan relación alguna entre sí. Son historias ciertamente distintas, a pesar de llevar el mismo título.

 

Fuentes

  • MacDonald, M. R. (2005). The rose prince. In Peace Tales: World Folktales to Talk About (pp. 94-96). Little Rock: August House.
  • Stoker, B. (2016). The rose prince. In Under the Sunset (pp. 14-37). Auckland, New Zealand: The Floating Press.
  • Stoker, B. (s.d.). The rose prince. Retrieved from http://www.bramstoker.org/pdf/stories/01sunset/02prince.pdf.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 16c: Desmilitarizar los sistemas nacionales de seguridad al nivel de una postura de defensa no provocativa y emplear los recursos militares para fines pacíficos, incluyendo la restauración ecológica.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Principio 16f: Reconocer que la paz es la integridad creada por relaciones correctas con uno mismo, otras personas, otras culturas, otras formas de vida, la Tierra y con el todo más grande, del cual somos parte.