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El pueblo que abrazaba los árboles

Comunidad Bishnoi – Hinduismo

Hace muchos años, en una aldea del norte de la India, en el Rajastán, vivió una joven llamada Amrita Devi que adoraba a los árboles. Su aldea se hallaba en las orillas del desierto del Tar, pero estaba protegida de los rigores del desierto por un pequeño bosque que rodeaba las casas y custodiaba un pequeño pozo del que bebía toda la comunidad.

         Siendo niña, sus mayores le habían enseñado que los árboles eran esenciales para la supervivencia del pueblo, que ellos protegían a la aldea de las tormentas de arena, refrescaban el ambiente y proporcionaban alimento, tanto para el ganado como para las personas. Así, Amrita creció contemplando a los árboles como una parte de ella, sin la cual no podría vivir. De hecho, cada mañana se dirigía al árbol más grande del bosque, el que ella consideraba que era la madre de todos, y, abrazándose a su rugoso tronco, le decía:

         ―¡Madre árbol, eres tan alta y tan hermosa! ¿Cómo podríamos vivir sin ti y sin tus hermanos y hermanas? Vosotras nos protegéis, nos alimentáis, nos dais el aliento de la vida. Madre árbol, enséñame a tener tu fuerza para que pueda protegeros.

         Y, cada vez que Amrita se sentía escuchada por el árbol, una brisa de aire agitaba sus hojas como reconociendo sus palabras.

         Pasó el tiempo, y Amrita se casó y tuvo hijos. Y, cuando fueron lo suficientemente mayores como para comprender sus palabras, se los llevó al bosque para instruirles en lo que ella sabía.

         ―Todas éstas son vuestras hermanas y hermanos –les dijo extendiendo su mano en círculo alrededor–. Ellos nos dan sombra y refrescan la aldea, nos protegen de las tormentas de arena y nos dan de comer. Mientras ellos estén a nuestro alrededor, no nos faltará el agua.

         Y, a continuación, les enseñó a abrazarse a los árboles, a sentir el pulso de su vida, a sentir el amor con que le transmitían su fuerza.

         Pero un día llegó un contingente de soldados pertrechados con hachas y se adentraron en el bosque. Amrita les vio llegar cuando estaba con su árbol y le preguntó al jefe de la tropa:

         ―¿Os puedo preguntar, señor, dónde vais? ¿Necesitáis agua para vuestros soldados o para vuestras cabalgaduras? Yo os puedo llevar al pozo de mi aldea.

         Pero el capitán de las tropas, en tono despectivo, le respondió:

         ―No necesitamos nada de vosotras –para añadir a continuación dirigiéndose a sus soldados–. Talad todos los árboles que encontréis. El Maharajah se pondrá contento si le llevamos una buena provisión de leña, para hacer cal para la construcción del nuevo palacio.

         Amrita sintió que el corazón se le comprimía, como si una zarpa de acero hubiera hecho presa en él.

         ―¡No, señor, no podéis hacer eso! –respondió sin preocuparle lo que su reacción podría acarrearle–. ¡Sin el bosque, nuestro pueblo morirá! ¡Nos quedaremos sin agua! ¡Las tormentas de arena nos cubrirán! ¡Nuestros animales no tendrán qué comer, ni nosotras tampoco!

         Pero el capitán ignoró sus súplicas. Pasando con su caballo por delante de ella, apuntó con su espada al árbol madre y gritó:

         ―¡Comenzad con ese árbol!

         ―¡No cortéis ese árbol! ―gritó Amrita con los ojos desorbitados, y se precipitó sobre el tronco para cubrirlo con su cuerpo del hacha del soldado que ya se dirigía hacia él.

         ―¡Lárgate de aquí! ―le gritó el soldado amenazador.

         ―Por favor, señor –dijo suplicante al capitán–. No cortéis este árbol. Es la madre de todos los árboles de este bosque. Antes de matarla a ella, matadme a mí.

         Y Amrita se abrazó al árbol madre con toda su alma y cerró los ojos ante la posibilidad de recibir un golpe fatídico. Pero el soldado, no queriendo derramar la sangre de una hermosa joven, la apartó de un empujón, balanceó el hacha y hundió su hoja profundamente en el tronco.

         ―¡Nooooo! –gritó horrorizada Amrita llevándose las manos a la cabeza.

         Poco después, el árbol de Amrita yacía en el suelo agonizando, mientras ella se abrazaba a su tronco con los ojos arrasados en lágrimas, gritando desesperada.

         ―¡No he sabido protegerte! –decía entre lágrimas– ¡Perdóname! ¡No he sabido protegerte!

         Pero sus gritos se habían escuchado en la aldea y, poco después, mujeres, hombres, niñas, niños y ancianos fueron llegando al lugar. Y, al tomar conciencia de lo que estaba sucediendo, uno tras otro se fueron abrazando a los árboles. Cada vez que el capitán señalaba a un árbol, dos o tres aldeanas se precipitaban rápidamente para cubrir el tronco con sus cuerpos.

         El capitán, viendo que seguir adelante con su misión podría suponer una masacre, cosa que quizás el Maharajah le reprochara a su vuelta, dijo:

         ―¡Muy bien! Habéis ganado… pero sólo momentáneamente, pues el Maharajah se enterará de vuestra insurrección.

         Y, enfundando su espada, levantó la voz para ordenar a sus hombres:

         ―Guardad las hachas y montad. Nos vamos… por ahora –añadió mirando con dureza a las gentes de la aldea.

         Cuando el Maharajah se enteró de lo sucedido, montó en cólera. Ordenó a la tropa que no desmontaran, mandó que le trajeran su caballo y su espada de batalla y partió a la cabeza de aquel pequeño ejército de leñadores soldados.

         Cuando llegó a la aldea, se encontró a todo el pueblo congregado en torno al pozo. Todos tenían miedo, pero sabían que no podían retroceder ante la amenazadora presencia de aquellos hombres, por mucho que fuera el propio Maharajah quien los encabezara.

         ―¿Cómo os habéis atrevido a desafiar mis mandatos? –gritó el Maharajah mirando a las humildes gentes con unos ojos como de acero.

         Nadie se atrevió a hablar, no fuera que el furioso noble le segara la cabeza de un tajo. Pero Amrita, todavía con los ojos arrasados en lágrimas, dio un paso al frente.

         ―Señor, no ha sido culpa de mis vecinas y vecinos –dijo mirándole a los ojos, tras la liberación que había sentido al superar el miedo a cualquier consecuencia que pudiera depararle el destino–. He sido yo la que les ha forzado a hacerlo, al oír mis gritos.

         El Maharajah miró admirado a la joven. Su valor y su talante sereno, aunque triste, le sorprendió sobremanera.

         ―Gran señor –continuó Amrita―. Estos árboles que nos rodean son los que nos permiten vivir. Sin ellos, nos quedaremos sin agua en el pozo, sin alimento para nuestros ganados y para nosotras mismas. Sin su sombra, el calor se nos hará insoportable en la aldea, y sin la pantalla de sus ramas y hojas, las tormentas de arena cubrirán nuestras casas y nos enterrarán en vida.

         Y, bajando la voz y la mirada, sabiendo que eso podría suponer que su cabeza rodara por la arena, añadió:

         ―¿Es eso lo que queréis para vuestro pueblo?

         El Maharajah guardó silencio por unos instantes, sabiendo que lo que decía aquella joven era verdad. Sin duda, aquella aldea no podría existir si talaban los árboles del bosque que la rodeaba. Pero, por otra parte, no podía ahora dar marcha atrás delante de su capitán y de sus tropas. Pensó que no podía dar muestras de debilidad ante hombres tan aguerridos e, incluso, violentos.

         ―Talad los árboles –ordenó finalmente, pero sin convicción en su voz.

         Amrita y todas las gentes de la aldea repitieron lo que habían hecho horas antes. Se precipitaron hacia el bosque y cubrieron los troncos de los árboles con sus cuerpos, mientras el capitán de la tropa ordenaba:

         ―¡Si es necesario, talad los árboles a través de sus cuerpos!

         El pánico se apoderó del corazón de aquellas humildes gentes, pero ninguna de ellas se apartó para dejar que talaran el árbol que habían elegido proteger.

         Y de pronto se hizo un silencio extraño en toda la región, y un rumor lejano hizo aguzar sus sentidos a todos en el lugar, tanto a los soldados como a los aldeanos. Las hojas se agitaron en los árboles, como advirtiendo a los humanos que se protegieran, que se ocultaran; e, instantes después, una muralla de arena más alta que el palacio del Maharajah se abatía sobre el bosque y el pueblo con un rugido ensordecedor, sumiendo en el pánico a los aguerridos soldados con sus hachas.

         Era como si aquella tormenta de arena fuera un ser vivo, un monstruo fabuloso, rugiendo en los oídos de todos para hacerles ver su insignificancia ante el poder de la naturaleza. Durante unos minutos que se hicieron eternos, ancianas, mujeres, hombres, soldados, niñas y niños, se cubrieron como mejor pudieron del azote inmisericorde de la arena; los aldeanos, protegidos por los troncos de los árboles que intentaban proteger; los soldados, utilizando a sus caballos tumbados como parapetos. Todos con el corazón encogido por el miedo, rezando a sus dioses ante la furia de aquella tormenta que parecía tener vida y parecía señalar con su dedo de arena acusador a las tropas.

         Cuando el viento amainó, la arena llegaba hasta las rodillas de los aldeanos abrazados a sus árboles, mientras los soldados y sus caballos emergían de los montones de arena en que se habían convertido. Había ramas de árboles desgajadas por todas partes. Un silencio incómodo, penetrante, se apoderó del bosque. Los soldados rehuían ahora la mirada de los aldeanos, mientras el Maharajah emergía por detrás del pozo con el rostro desencajado, descompuesto.

         Poco a poco, todos, aldeanos y soldados, fueron confluyendo en torno al pozo, sin saber qué hacer, sin saber qué pensar de lo que había sucedido. Y, de pronto, Amrita volvió a situarse ante el señor de aquellas tierras, como preguntándole con los ojos nuevamente “¿Es eso lo que queréis para vuestro pueblo?”.

         El Maharajah no pudo aguantarle la mirada. Hasta que, finalmente, levantando los ojos y dirigiéndose a toda la aldea, dijo:

         ―No he sido un digno señor. Mis decisiones no han estado a la altura de vuestro coraje y vuestra sabiduría, al proteger a estos árboles que nos han salvado la vida a todos.

         Y, recorriendo a sus soldados, que parecían confirmar sus pensamientos, añadió dirigiéndose a los aldeanos:

         ―Os ruego humildemente que nos perdonéis, que perdonéis nuestra arrogancia y todo el daño que os hayamos podido causar.

         Y, cuando regresó a su palacio, promulgó una orden por la cual los habitantes de aquella aldea no deberían pagar nunca más impuestos, y que su bosque y toda la vida en él serían respetados por siempre.

         Se dice que Amrita Devi todavía hoy recorre el bosque para abrazar sus árboles, y hay personas incluso que dicen haberla oído decir en el silencio profundo de sus sombras, “¡Árboles, sois tan altos y tan hermosos! ¿Cómo podríamos vivir sin vosotros? Vosotros nos protegéis, nos alimentáis, nos dais el aliento de la vida”.

         Y, después, una brisa de aire agita las hojas, como reconociendo sus palabras.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2019).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Tras este relato, basado principalmente en la adaptación de Deborah Lee Rose, se esconde la historia real de una mujer llamada Amrita Devi y de su aldea, Khejarli; una historia que, a diferencia de este relato, no tuvo un final feliz.

El 12 de septiembre de 1731, Ajit Singh, Maharajah de Marwar, en Jodhpur, Rajastán, envió a sus tropas a los límites del desierto del Tar en busca de leña para hacer cal, con la cual emprender la construcción de un nuevo palacio. Entre las poblaciones visitadas por los soldados se encontraba la aldea de Khejarli, habitada por los miembros de una secta del hinduismo, los bishnoi.

Esta secta, fundada por el Gurú Jambheshwar en 1485, incluye entre sus 29 principios o mandamientos de su fe los de proteger los árboles y la vida silvestre, lo cual les ha llevado a proteger de generación en generación los bosques y las florestas junto a las cuales habitan.

Cuando los hombres del Maharajah llegaron el 12 de septiembre de 1731 a la aldea de Amrita Devi, que era una anciana, ésta les advirtió que la tala de árboles iba contra su fe, e intentó disuadirles de llevar a cabo sus propósitos diciéndoles que su aldea no podría sobrevivir sin aquellos árboles, por las mismas razones que se esgrimen en la narración. Pero, a diferencia de ésta, los soldados no sólo talaron el árbol al que se abrazó Amrita a través de su cuerpo, sino también otros cientos de árboles a través de los cuerpos de 363 aldeanos y aldeanas de Khejarli que acudieron a proteger su bosque de los leñadores abrazándose a los árboles.

Cuando el Maharajah se enteró de lo que había ocurrido, se horrorizó por lo que habían hecho sus soldados, y promulgó una orden permanente para que nunca más se talaran árboles ni se abatieran animales en aquella región, y para que los habitantes de la zona quedaran exentos del pago de impuestos.

En 1988, el gobierno de la India conmemoró el suceso nombrando a la aldea bishnoi de Khejarli como el primer National Environment Memorial.

El nombre de la aldea, Khejarli, proviene del árbol khejri (Prosopis cineraria), abundante en la zona y que ya entonces se tenía por sagrado entre los bishnoi.

 

Fuentes

  • Albert, D. H. (2003). Gaura Devi saves the threes. In Cox, A.M. y Albert, D. (eds.), The Healing Heart: Communities Storytelling to Build Strong and Healthy Communities (pp. 172-180). Gabriola Island, BC: New Society Publishers.
  • Anonymous (s.d.). The people who hugged the trees – Chipko story. Retrieved from http://ecobooks.pbworks.com/f/Chipko+story.doc.
  • Rose, D. L. (2009). The people who hugged the trees. In Interactive Read Aloud Anthology with Plays – Grade 3 (pp. 79-83). New York: Macmillan/MacGraw-Hill.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 7: Adoptar patrones de producción, consumo y reproducción que salvaguarden las capacidades regenerativas de la Tierra, los derechos humanos y el bienestar comunitario.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Preámbulo: En torno a este fin, es imperativo que nosotros, los pueblos de la Tierra, declaremos nuestra responsabilidad unos hacia otros, hacia la gran comunidad de la vida y hacia las generaciones futuras.

 

Preámbulo: Responsabilidad universal.- Todos compartimos una responsabilidad hacia el bienestar presente y futuro de la familia humana y del mundo viviente en su amplitud. El espíritu de solidaridad humana y de afinidad con toda la vida se fortalece cuando vivimos con reverencia ante el misterio del ser, con gratitud por el regalo de la vida y con humildad con respecto al lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza.

 

Principio 2: Cuidar la comunidad de la vida con entendimiento, compasión y amor.

 

El camino hacia adelante: … sin embargo, se debe buscar la manera de armonizar la diversidad con la unidad; el ejercicio de la libertad con el bien común; los objetivos de corto plazo con las metas a largo plazo. Todo individuo, familia, organización y comunidad, tiene un papel vital que cumplir.