Erisictón de Tesalia y Mestra

Grecia clásica

Erisictón, rey de Tesalia, nunca había sentido el más mínimo respeto por los dioses. Es más, los despreciaba en público. Para él sólo existía el mundo de los hombres, y ése era un mundo que conocía bien y dominaba.

         Un día pensó en hacerse un gran salón de banquetes en el cual hacer ostentación de su poder y su dominio, y no sabiendo de dónde obtener vigas lo suficientemente gruesas como para sostener el techo de una estancia tan amplia, a Erisictón se le ocurrió la idea de talar la arboleda sagrada de la diosa Deméter. Las gruesas encinas del bosque de la diosa habían sido plantadas por los pelasgos, un pueblo antiguo y primitivo que había habitado las tierras de Grecia antes de la llegada de los helenos.

         “Sí –pensó Erisictón–, esos viejos árboles me proporcionarán las vigas que necesito.”

         Reunió a una veintena de sus hombres más fornidos, les ordenó que se pertrecharan con hachas y sierras, y partieron hacia el bosque sagrado. Cuando le vieron llegar, las dríadas de la arboleda se alarmaron. Aquellas hachas no parecían traer nada bueno.

         Cada encina estaba al cuidado de una de estas ninfas hamadríadas, y su conexión con el árbol era tan íntima y tan profunda, que la muerte de éste solía traer consigo la muerte de la ninfa que lo cuidaba.

         Erisictón desmontó y se adentró en la arboleda empuñando un hacha, y en ese momento cayó un extraño silencio sobre toda la región, mientras una tenue y misteriosa brisa agitaba las hojas de los árboles. Los hombres del rey de Tesalia se acobardaron ante lo que se les antojó como un mal presagio y no se atrevieron a entrar. Pero Erisictón, al verles temerosos de los dioses, montó en cólera y, lanzando imprecaciones, agarró por sus correajes a los más aguerridos de ellos y les obligó a entrar en el espacio sagrado. Fue entonces, con el alboroto de sus maldiciones, cuando la vieja sacerdotisa de la arboleda, Nicipe, salió al encuentro de Erisictón.

         ―¿A qué estas voces, mi señor? –preguntó Nicipe al reconocer al rey de Tesalia– ¿Acaso queréis ofender a la diosa con vuestros gritos en este lugar sagrado?

         Erisictón se volvió furioso hacia la sacerdotisa.

         ―¿Quién teme a vuestra diosa? –le espetó con el más profundo desprecio, para anunciarle a continuación– Hemos venido a llevarnos los árboles de este inútil santuario, para darles utilidad en el techo de mi nuevo salón de banquetes, de modo que apartaos y no molestéis.

         ―¡No os atreveréis a hacer algo así! –gritó Nicipe, sumida en la confusión–. ¡Ofenderéis a la diosa! ¡Os maldecirá!

         ―¡Con sus maldiciones haremos un estofado para mis invitados el día que inaugure mi salón! –respondió Erisictón con una mueca.

         Y, sin mediar más palabras, se dirigió hacia la encina más antigua y grande de la arboleda y, sin más contemplaciones, le hendió el hacha en lo más grueso del tronco.

         Algo parecido a un alarido se escuchó en toda la región, y los soldados del rey de Tesalia se encogieron atemorizados, pensando que estaban siendo cómplices de un sacrilegio. Pero Erisictón no se arredró ante el misterioso grito. Al contrario, aquello pareció incitarle a extraer el hacha con un tirón salvaje y volver a hendirla aún con más furia.

         Borbotones de sangre comenzaron a brotar de la vieja encina sagrada, mientras Nicipe gritaba horrorizada y el rey volvía sobre sus hombres para obligarles a entrar en el lugar y talar todos los árboles del lugar sagrado.

         ―¡Hombre estúpido! –le increpó finalmente la sacerdotisa, perdiéndole el miedo– ¿Cómo te atreves a hacer esto? ¿Quién te crees que eres? Al lado de la diosa tú no eres más que un alfeñique, un muñeco inerme. Existen reinos que tú desconoces, reinos a los que vas a causar un terrible daño. Pero Deméter no te lo perdonará…

         ―¡Cállate ya! –gritó Erisictón mientras la derribaba en el suelo con un brutal bofetón– ¡Entrad de una vez y comenzad a talar los árboles! –ordenó a sus hombres, loco de furia.

         Y éstos, temiendo la cólera inmediata de su rey más que los malos presagios o una posible maldición futura, se plegaron a su mandato.

         Pocos días después, de la arboleda sagrada de Deméter no quedaba más que unos enormes y dramáticos tocones. De las ninfas, sólo quedaba el dolor de una existencia de siglos súbitamente cercenada.

         Erisictón construyó finalmente su salón de banquetes, y se jactó ante sus invitados de haber talado la arboleda sagrada de Deméter.

         ―La diosa, si es que existe, no se atreverá a tocarme –les dijo mientras levantaba su copa de vino–, pues ya sabe que quien manda en Tesalia soy yo.

         Y lo cierto es que, por muy furiosa que estuviera, Deméter no podía hacer caer sobre él la maldición que, según ella, merecía por su sacrílego acto. Deméter pensó en castigarle con un hambre inextinguible a cuenta de su salón de banquetes, pero ella era la diosa que cuidaba de dar alimentos a los seres humanos, y no debía ni podía hacer algo contrario a su propia naturaleza.

         Sin embargo, la soberbia de Erisictón no había pasado desapercibida entre la comunidad de los dioses y las diosas, y la esquelética Limos, daimon del hambre y las hambrunas, y engendro de Eris, la discordia, acudió en ayuda de Deméter. Limos se introdujo una noche en la alcoba de Erisictón, y se metió en el vientre del rey de Tesalia mientras dormía.

         Finalmente, la maldición había caído sobre Erisictón, quien, a partir de entonces, jamás volvería a sentirse saciado, por mucho que comiera.

         Aquella misma noche, Erisictón se despertó hambriento y bajó a las cocinas de su palacio para atiborrarse con lo primero que encontrara. Pero cuanto más comía más hambre sentía. Así, su vida se convirtió en una pesadilla por intentar aplacar el hambre, y su ansia por engullir todo cuanto caía en sus manos le llevaría, con el transcurso del tiempo, a dilapidar su fortuna y perder la corona.

         Al final, aquella hambre insaciable que le corroía las entrañas y le había llevado a la miseria y la desesperación le llevó a vender a su propia hija, Mestra, como esclava, sólo para poder disponer de algo más de dinero con el cual comprar comida.

         La joven, mientras se hallaba a la espera de embarcar rumbo a un lejano mercado de esclavos, invocó al dios Poseidón, señor de los mares, rogándole que la liberará de su triste destino. El dios marino se apiadó de ella y, ondulando las olas junto al muelle, le indicó que le concedía el poder de cambiar de forma a voluntad, para que así pudiera escabullirse del comerciante de esclavos.

         Ya se dirigía éste hacia el grupo de esclavos donde se hallaba Mestra para obligarles a subir al barco cuando la joven pensó en transformarse en un estibador del puerto… y su pensamiento se convirtió en realidad. Mestra sintió como su carne se volvía tirante y su piel se resecaba, mientras su mirada, ahora dura, buscaba algún fardo que cargar en las cercanías. Y así, portando sobre sus fuertes hombros una bala de lana, se escabulló del muelle y del puerto sin que el comerciante de esclavos acertara a discernir qué había pasado con la hermosa muchacha.

         Regresó a la humilde choza donde vivía ahora su padre, apiadándose de él en su desgraciado sino, pero el maldito Erisictón sólo vio en ella la posibilidad de obtener más dinero, volviendo a venderla como esclava. De este modo, Mestra estuvo yendo y viniendo entre distintos mercaderes de esclavos y su padre durante meses, transformándose con el fin de escapar cada vez en un ser distinto … en una becerra, en un ciervo, en un ave… Mestra, compadeciéndose siempre del hombre que le había dado la vida, regresaba una y otra vez a su lado para ser vendida de nuevo por éste a otro mercader de seres humanos.

         Finalmente, hastiada de tanto ir y venir entre su padre y los comerciantes de esclavos, regresó un día con su padre bajo un aspecto irreconocible para él, sólo para encontrárselo agonizando. Erisictón, en el paroxismo de su maldición, había terminado por devorarse a sí mismo.

         Mestra lo hizo enterrar de la forma más digna que pudo, tras haber perdido el trono y su fortuna; y, sobre todo, tras haber perdido el respeto de todos en la ciudad. Pero la tristeza por la muerte de su padre dio paso a una profunda sensación de libertad. Ahora podía hacer lo que quisiera, libre del compromiso filial que la había tenido esclavizada.

         Harta del mundo y de sus gentes, decidió adoptar la forma de una cierva y sumergirse en los bosques. Una manada de ciervos la acogió, y Mestra pasó los mejores años de su vida viviendo la vida sencilla de cualquier ser del mundo natural.

         Así pasó el tiempo hasta que, un día, la diosa Artemisa, deidad de los animales salvajes y los parajes puros donde ningún humano osaba posar sus pies, se presentó en el territorio de su manada. Artemisa se dio cuenta de inmediato de que aquella cierva no era una cierva normal, por lo que Mestra se vio obligada a abandonar el artificio que le otorgara Poseidón y presentarse ante la diosa bajo su verdadera forma. Mestra le confesó que era la hija de Erisictón, el que había arrasado el bosque sagrado de Deméter, le habló de la maldición que había caído sobre él y de cómo ella había sufrido las consecuencias de aquel sacrilegio.

         ―Tu amor filial y tu compasión por tu padre te precian –le dijo la diosa finalmente–. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras en los bosques, pero sé consciente de que esto no es más que una huida. Algún día deberás regresar al mundo que te es propio, el mundo de los mortales humanos, y tendrás que reconciliarte con lo que hizo tu padre.

         Con todo, Mestra pasó aún largo tiempo en los bosques, conviviendo con las dríadas de los árboles, como aquéllas a las que su padre había dado muerte al talar sus árboles sagrados. Incluso hizo amistad con tres hermosos lobos, con los cuales recorría las montañas y cantaba a la luna en las noches estivales.

         Pero, al final, Mestra sintió que había llegado el tiempo de volver al mundo de los humanos, y sus pasos la llevaron, precisamente, al lugar donde había comenzado todo, a la que otrora fuera la arboleda sagrada de Deméter.

         Los tocones de los antiguos árboles estaban ahora medio ocultos entre los matorrales y, a pesar de los años transcurridos, una atmósfera de profunda tristeza gravitaba pesadamente sobre el lugar. Mestra se arrodilló ante el tocón del que hubiera sido el árbol más grande del santuario, aquél que su padre hiciera sangrar salvajemente, y se puso a cantar una canción triste y quejumbrosa. En su interior lloró los estragos que había provocado su padre, lloró el triste destino que le había traído su maldición y lloró por tantos años de voluntaria penitencia lejos de los mortales humanos, por ser hija de aquél que había profanado la sacralidad de la Tierra. Y, finalmente, le pidió a Deméter una vía para la reconciliación de su estirpe con el mundo, con la Tierra y con la Vida.

         En ese momento escuchó unas pisadas detrás de ella. Era Nicipe, ya muy envejecida, que no había querido alejarse del lugar en el que en otro tiempo había habitado la diosa. Mestra le dijo quién era, que era la hija del hombre que había traído la muerte y la destrucción a aquel lugar, y Nicipe le explicó que ella había intentado detener a su padre, pero que había fracasado, y se había sentido culpable desde entonces por no haber sabido aplacar a aquel hombre enloquecido.

         Las dos mujeres compartieron sus sentimientos y se consolaron mutuamente, y Mestra decidió finalmente quedarse a vivir en la que en otro tiempo había sido la arboleda sagrada, para ayudar a Nicipe en sus últimos años de vida y para aprender los caminos de Deméter.

         Juntas plantarían nuevos retoños de encinas en el bosque y la sagrada arboleda, y cuidarían de ellos mientras les veían crecer, lentamente, bajo las bendiciones de la diosa.

         No muchos años después, Nicipe abandonó este mundo para ir a reunirse con Deméter en su luminosa esfera, y Mestra pasó a convertirse en la sacerdotisa de la arboleda sagrada, cerrando así el círculo y conjurando definitivamente la maldición que había caído sobre su linaje a través de su padre. Invitó a las dríadas a que habitaran las nuevas encinas, y éstas aceptaron gustosas su oferta.

         Los árboles crecieron, y Mestra envejeció cuidando de ellos en compañía de las dríadas, hasta que, por fin, un día, la diosa volvió a habitar su arboleda sagrada. El daño que había provocado su padre había quedado finalmente restaurado. El sacrilegio del hombre, destrozando lo más sagrado de la naturaleza nutricia, había quedado cubierto, como si su transgresión jamás hubiera tenido lugar.

         Mestra supo entonces que su padre ya podía reposar en paz.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2019).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Esta adaptación del mito de Erisictón y su hija Mestra se inspira en algunos aspectos en la maravillosa adaptación que hizo de la historia Mary Oak O’Kane, en la que Mestra –Metra en la versión de O’Kane– cuenta la historia en primera persona.

En realidad, era la versión de O’Kane la que nos hubiera gustado ofrecer en la Colección, dado que nos parece una adaptación magistral que, además, es idónea para su representación en entornos tradicionales de narración de historias o en representaciones artísticas. Sin embargo, por mucho que lo intentamos, no pudimos ponernos en contacto con Mary Oak O’Kane para pedir los consiguientes permisos, motivo por el cual tuvimos que recurrir en el último momento a esta adaptación personal.

 

Fuentes

  • O’Kane, M.O. (2012). Of Greed and Measure. Spirit of Trees: Educational resources website. Recuperado de: http://spiritoftrees.org/of-greed-and-measure.
  • Ovidio (2014). Las metamorfosis, Libro 8. Barcelona: Editorial Juventud.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 5: Proteger y restaurar la integridad de los sistemas ecológicos de la Tierra, con especial preocupación por la diversidad biológica y los procesos naturales que sustentan la vida.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Preámbulo: La Tierra, nuestro hogar.- La protección de la vitalidad, la diversidad y la belleza de la Tierra es un deber sagrado.

 

Principio 12d: Proteger y restaurar lugares de importancia que tengan un significado cultural y espiritual.