La bolsa de la grulla

Rusia

 

Hace mucho tiempo, en una fría región del norte, vivieron una vez una anciana y un anciano en una desvencijada cabaña a las afueras de una aldea. Eran muy pobres, y tampoco disponían ya de muchas fuerzas para cultivar el escaso terreno que tenían alrededor de la casa, por lo que comenzaban a dudar si podrían sobrevivir al siguiente invierno.

         Pero dio en suceder que el anciano se encontró en el camino con un pequeño saco de cebada, caído, al parecer, de alguna carreta de las que iban a la ciudad. De modo que, tras mostrarle el preciado regalo caído del cielo a su esposa, ambos se ocuparon en plantar las semillas poco a poco, con mucho cuidado, y conforme sus fuerzas se lo permitían.

         Quizás, esa futura cosecha de cebada les permitiera no morir de hambre en el invierno.

         La cebada fue creciendo poco a poco para alivio de los dos ancianos, que no veían llegado el momento de la siega al final del verano, no fuera que cualquier inclemencia atmosférica echara a perder sus esperanzas.

         Pero he aquí que, un día, poco antes del fin del verano, la anciana vio por la ventana de su cabaña a una enorme grulla comiéndose los granos de cebada y, lo que es peor, aplastando con sus patazas los tallos de los cereales.

         La mujer, sin siquiera avisar a su marido, se precipitó hacia la puerta de la cabaña y se dirigió hacia la grulla con la intención de espantarla y que no volviera a acercarse a su campo. Pero, para su sorpresa, la grulla no se asustó, ni siquiera viéndola venir dando voces; de tal modo que, cuando llegó hasta ella, la mujer ni siquiera se atrevió a empujarla.

         Era una grulla enorme, más alta que ella misma, y parecía mirarla con una mezcla de compasión y dulzura.

         Y, entonces, ante sus propios ojos y los de su marido, que, para entonces, había salido a la puerta a ver qué sucedía, la grulla se transformó en un apuesto caballero, de porte elegante y rostro sonriente.

         «¡Debe ser un mago!», pensó la anciana, que, al igual que su marido, más atrás, no daba crédito a lo que veían sus ojos.

         ―¡Buenos días, mi buena señora! –dijo el mago grulla con una afabilidad exquisita– ¿Es esta cebada vuestra y de vuestro marido, por un casual?

         La anciana no reaccionaba, de hecho, todavía estaba con la boca abierta, de modo que fue el marido quien, aproximándose poco a poco, y con una mirada enloquecida, respondió:

         ―Sí, señor. Esta cebada es nuestra.

         ―Es que la he probado y me gusta mucho –dijo el mago grulla–. ¿Cuánto querrían ustedes por su cosecha de cebada?

         ―Lo que… su señoría… quiera darnos –respondió la anciana, cuando por fin pudo articular la mandíbula.

         ―Pues, por favor, sigan ustedes el sendero verde que cruza la sedosa pradera y allí encontrarán un gran castillo –dijo el mago grulla–. Suban la escalinata y, cuando salga el guardia a preguntarles qué quieren, díganle que están buscando a la grulla, y les dejará pasar.

         Y, tras despedirse de ellos inclinando graciosamente la cabeza, se volvió a transformar en grulla y levantó el vuelo, alejándose sobre las copas de los árboles hasta perderse de vista.

         Los dos ancianos se quedaron mirándose atónitos, como preguntándose mutuamente si existiría algún tipo de chifladura que aquejara a las parejas, a dos personas a la vez, en lugar de a una sola persona.

         ―Hemos visto lo mismo, ¿verdad? –dijo ella.

         ―Sí –respondió él–. Por la cara que se te ha quedado, debes haber visto lo mismo que yo.

         ―¿Qué hacemos?

         ―¿Que qué vamos a hacer? –respondió él– Ver adónde nos lleva esta locura. ¡De perdidos, al río!

         Y, cuando se dieron la vuelta, vieron que, más allá de su pequeño campo de cebada, se abría ahora un sendero verde, donde una hora antes no lo había. De modo que, tomándose de la mano, los dos ancianos se pusieron a caminar por el sendero, adentrándose en el bosque y recorriendo un buen trecho por entre los árboles, hasta que el cansancio comenzó a hacer mella en ambos.

         Cuando estaban a punto de darse por vencidos y renunciar a aquella locura –«¿A quién se le ocurre seguir las indicaciones de una grulla gigante que habla?»–, el sendero se abrió a una pradera de hierba con aspecto sedoso. Y allí, en medio de la inmensa pradera, se levantaba un gran castillo, tal como la grulla les había dicho.

         Se dirigieron allí, subieron la escalinata y les salió al paso un guardia.

         ―¿Qué queréis, venerables ancianos? –preguntó el guardia.

         ―Estamos buscando a la grulla –respondió la anciana sin pensárselo dos veces.

         Y el guardia les dejó entrar y les indicó la puerta de un salón, en el que encontraron al mago grulla de nuevo. Éste les dio la bienvenida y les llevó de sala en sala, cada cual de ellas más impresionante, hasta que finalmente llegaron a otro salón donde había puesta una mesa grande, llena de viandas y bebidas de todos los tipos.

         El mago grulla les invitó a comer y a beber hasta saciarse, y los ancianos, dispuestos a llegar hasta el final en tan extraña aventura, se pusieron a comer y a beber como hacía muchos años que no lo hacían.

         Cuando terminaron, el mago, con una enorme sonrisa, les dijo:

         ―Y, ahora, decidme, por favor, cuánto queréis por vuestra cebada.

         La anciana y el anciano se miraron sin saber qué responder, hasta que, finalmente, el anciano respondió humildemente:

         ―Denos usted, señoría, lo que crea que es justo.

         El mago se dirigió a otra estancia y, cuando salió, portaba en sus manos una pequeña bolsa de seda.

         ―Esta bolsa les proporcionará comida cada vez que vos se lo pidáis. Simplemente, deberéis decirle: «Bolsita, dame comida y bebida»; y, cuando lo hagáis, no sólo aparecerán viandas y bebidas de todos los tipos y paladares, sino que también aparecerán mesas y sillas, y todos los aderezos necesarios para un festín.

         »Y, cuando hayáis terminado de comer y beber, simplemente deberéis decir: “Comida, bebida, mesas, sillas y aderezos, volved todos a la bolsa”, y todo desaparecerá dentro de la bolsa hasta la próxima vez que necesitéis comer.

         »Y, ahora, tomad la bolsa, volved a casa e intentad ser felices.»

         La anciana tomó la bolsa tímidamente de las manos del mago y, a continuación, la pareja se inclinó ante su benefactor en señal de agradecimiento. Pero, cuando se incorporaron de nuevo, todo había desaparecido: el mago, la comida, mesas, sillas y salón, incluso el guardia y el castillo.

         La pareja no comprendía lo que había ocurrido, pero la anciana se miró las manos y vio que la bolsa de la grulla no se había desvanecido junto con todo lo demás.

         Emprendieron el camino a casa, pero, en medio del bosque, cuando llevaban ya largo rato caminando, sintieron hambre y pensaron en poner a prueba la bolsa.

         ―Bolsita… –dijo la anciana temblando–, danos comida y bebida.

         Y, tal como había dicho el mago grulla, de pronto se vieron ante una mesa cubierta de manjares y bebidas, escoltada por dos sillas doradas, y en medio de una palaciega estancia. Locos de alegría, los dos ancianos saciaron su sed y su hambre y, luego, siguieron nuevamente las indicaciones del mago para «recoger la mesa»; y, cuando todo desapareció de nuevo, el bosque había desaparecido también, pues estaban delante de la puerta de su cabaña.

         A partir de aquel día, la anciana pareja hacía sus tres comidas diarias sin tener que preocuparse por el invierno ni por el futuro. Pero el aspecto de la pareja –que había mejorado mucho desde sus tiempos de penuria–, y la evidencia de que ni siquiera trabajaban el campo, llevó a los vecinos de su aldea a sospechar que quizás hubieran encontrado un tesoro y no se lo habían dicho a nadie.

         El caso es que el rumor llegó a oídos del duque, señor de toda la región, que pensó que, si eso fuera así, ese tesoro debía estar en sus manos, y no en las de una anciana pareja de campesinos. De modo que, un día, se presentó ante la cabaña de los ancianos para ver qué averiguaba.

         ―Buen día, mi señor –le saludó el anciano, que estaba delante de la puerta tejiendo una cesta.

         ―Buen día, anciano –respondió el duque–. Me han hablado muy bien de vosotros, y he pensado en pasarme a conoceros y ver, de paso, cómo están viviendo mis súbditos.

         ―Por lo que a nosotros respecta, muy bien, señor.

         ―¿Y a qué se debe tan buena vida? –preguntó ladinamente el duque.

         Y el anciano, en su ingenuidad, cometió el mayor error de su vida.

         ―Quedaos a comer con nosotros y lo entenderéis.

         ―Bueno… también podemos comer aquí afuera –objetó el duque, mirando la cabaña no sin cierta aprensión, porque no quería entrar en un lugar que se le antojaba tan sórdido.

         ―Señor, no temáis por mi hogar –dijo el anciano–. Por dentro es un palacio.

         De manera que entraron en la cabaña y, una vez dentro, el anciano tomó la bolsa de la grulla y dijo:

         ―Bolsita, danos comida y bebida.

         Y el milagro se obró de nuevo, pero ante los ojos de un hombre malvado como el duque, que, en cuanto vio el prodigio, decidió que aquella bolsa debía ser suya.

         ―Querido anciano –dijo el duque en tono paternal cuando acabaron de comer–, no es justo que tú dispongas de una mesa mejor que la de tu señor, ¿no te parece?

         En ese momento, el anciano cayó en la cuenta de su tremendo error.

         ―Vamos a hacer un trato –prosiguió el duque–. Tú me das la bolsita y yo os proporcionaré a tu esposa y a ti todo cuanto necesitéis: carne, cerveza y vodka, cebada, leche, mantequilla y pan. Y, además, te enviaré una vaca y un cerdo como regalo, así como una sirvienta y un sirviente para que os atiendan. ¡Y os mandaré a mi carpintero –añadió finalmente– para que os arregle esta vieja cabaña!

         El anciano no quería desprenderse por nada del mundo de la bolsa de la grulla, pero temía al duque.

         En ese momento llegó su esposa del lavadero, y se encontró con el duque en su propia casa. El anciano se llevó a la mujer aparte y lo contó lo sucedido. Y, a pesar de que ella a punto estuvo de estrangularlo por ingenuo, finalmente le dijo:

         ―Ahora ya no podemos hacer nada. Si nos negamos a darle la bolsa, nos la arrebatará de todos modos y nos quedaremos sin nada en absoluto. Mejor será aceptar su trato y esperar que cumpla.

         Así lo hicieron, y el duque salió de la vieja cabaña con la bolsa de seda en el bolsillo, con una sonrisa triunfante, pensando en lo mucho que iba a impresionar al resto de nobles en el reino.

         Todo discurrió bien durante un tiempo, hasta que, un día, cuando las provisiones que había mandado el duque estaban terminándose, la anciana mandó a la sirvienta al castillo del duque para que enviaran más, pero el duque respondió airado a la joven sirvienta:

         ―¿Qué quieren esos dos viejos? ¿Es que acaso no les he dado suficiente? Lo que tienen que hacer es trabajar para comer, como todo el mundo. ¡Y, si no pueden trabajar, que pidan limosna en las calles!

         Y, a continuación, dio orden a la sirvienta para que ella y el otro sirviente regresaran al castillo, y se trajeran consigo la vaca y el cerdo.

         El anciano se sumió en una profunda depresión, pues había sido él el que había desvelado al duque el secreto de la bolsa de la grulla.

         ―¿Qué vamos a hacer ahora? –le decía a su esposa, compungido– Te he fallado, y te he condenado a la miseria en nuestra vejez.

         ―¡De eso nada! –exclamó la anciana con evidente enojo– Ahora mismo me voy a ver al mago… a la grulla, o lo que sea… y le voy a contar lo sucedido. Quizás se apiade de nosotros y nos dé otra bolsa.

         Y la anciana se introdujo en los bosques siguiendo el recorrido que hubiera hecho con su marido casi un año atrás, aunque esta vez tuvo la sensación de que el camino era mucho más largo. Finalmente, cuando la mujer pensaba que no iba a encontrar el lugar y que sus fuerzas no iban a poder llevarla de vuelta a su cabaña, el castillo apareció nuevamente en mitad de una pradera de sedosa hierba.

         La anciana subió la escalinata, le salió el guardia al paso y le dijo que estaba buscando a la grulla, como en la ocasión anterior, y el guardia la dejó entrar.

         ―Mi querida dama –la recibió el mago grulla–. Sed bienvenida.

         El mago la llevó por diversas estancias, a cada cual más lujosa y magnífica, hasta que finalmente llegaron al salón de banquetes, donde el anfitrión la invitó a sentarse, descansar y reponer fuerzas con abundantes alimentos y bebida.

         Pero la anciana vaciló, y el mago grulla le preguntó preocupado:

         ―¿Qué os sucede? ¿Le ha pasado algo a vuestro marido?

         ―No, no le ha pasado nada –respondió ella–. Bueno… sí, nos ha pasado algo… Que ya no tenemos la bolsa mágica que vos nos distéis, señor. El duque se enteró de todo y nos la arrebató.

         Y, acto seguido, le contó con todo detalle lo acaecido, para finalmente preguntarle:

         ―¿No podréis vos, señor, darnos otra bolsa como aquélla, para que no pasemos hambre?

         ―No, no puedo hacerlo, querida –respondió el mago grulla con sincera tristeza–. No tengo más bolsas como ésa, pero puedo daros otra cosa.

         El mago fue a la misma estancia en la que se había introducido la vez anterior y salió con otra bolsa, más grande, esta vez de terciopelo, y con un cordón de seda.

         ―Tomad esta bolsa y lleváosla a casa –le dijo el mago–. Que vuestro marido vaya a ver al duque y le diga que ahora tenéis una bolsa más grande, y que le invite a ir a vuestra cabaña. Y cuando el duque entre en vuestra cabaña, desenlazad la bolsa y decid: «¡Vosotros, los doce héroes, salid y dadle al duque lo que se merece!». Y una vez le hayan dado al duque lo que se merece, decid, «Vosotros, los doce héroes, mantened la formación y no dejéis entrar a nadie». Y, entonces, recordadlo bien, sólo entonces, le deberéis decir al duque que os devuelva la otra bolsa.

         La anciana quiso arrodillarse para darle las gracias al mago grulla, pero éste se lo impidió.

         ―Ante nadie debéis arrodillaros, señora –le dijo.

         Y la vieja mujer se fue, con lágrimas de agradecimiento en los ojos. Anduvo por el bosque el resto de la tarde y toda la noche, pues el camino se le hizo muy largo, hasta que, finalmente, cuando estaba despuntando el sol, la anciana llegó a la cabaña, exhausta, pero esperanzada.

         Le contó a su marido lo sucedido y le mostró la nueva bolsa de terciopelo que el mago le había dado, y le dio las instrucciones precisas para que hiciera venir al duque a la vieja cabaña.

         Así lo hizo el anciano, tentando hasta tal punto la codicia del duque que éste quiso partir de inmediato hacia la destartalada cabaña. Cuando llegaron, ordenó al cochero que esperara en la carroza y entró con el anciano.

         ―¡Muy bien, querido amigo! –exclamó el duque una vez dentro– ¿Qué clase de sorpresa y de maravillas nos depara vuestra nueva bolsa?

         ―Pues no lo sé, mi señor –respondió el anciano–. Mi mujer y yo no lo sabemos muy bien, pero vamos a verlo.

         Y en ese momento, la anciana dijo:

         ―¡Vosotros, los doce héroes, salid de la bolsa y dadle al duque lo que se merece!

         Y de la bolsa salieron doce enormes guerreros que, agarrando al duque, lo llevaron en volandas hasta el interior de la bolsa, anudando después el lazo de seda.

         ―¡Y, ahora, los doce héroes –volvió a levantar la voz la mujer– mantened la formación y no dejéis entrar a nadie!

         Y los guerreros se distribuyeron en dos filas a ambos lados de la puerta, para que nadie entrara por ella.

         ―Y, ahora, mi señor –dijo el anciano dirigiéndose a la bolsa que su esposa sostenía en la mano–, devolvednos la bolsa que nos pertenece.

         ―¿Cómo os atrevéis a tratarme así? –gritó el duque desde el interior de la bolsa de terciopelo con una voz aflautada– ¡Os haré colgar por esto!

         Pero el anciano no se dejó avasallar por el duque.

         ―Señor, ya habéis visto de lo que es capaz la magia de nuestro benefactor, y habréis visto que ni todas vuestras tropas serían capaces de vencer a esos doce guerreros que nos protegen. De modo que, si os queda algo de sensatez, accederéis a nuestra petición y nos dejaréis en paz para siempre.

         Hubo un silencio espeso en la cabaña, durante el cual el duque pareció estar recapacitando.

         ―La bolsa está en mi castillo, bajo llave. Si me dejáis salir, iré y os la traeré.

         ―Señor, he visto cómo, antes de salir de vuestro castillo, la habéis escondido entre vuestros ropajes –le reconvino el anciano–. Devolvednos la bolsa y dejadnos en paz, o nuestros guerreros os la quitarán por la fuerza.

         Finalmente, el duque tuvo que ceder, de modo que lo dejaron salir de la bolsa de terciopelo y, tras hacerles entrega, malhumorado, de la bolsa de seda, pretendió salir de la cabaña; pero los guerreros, inmensos, se pusieron delante para impedírselo.

         ―Una cosa más, mi señor –le dijo el anciano–. A partir de ahora, y a cuenta de nuestro pequeño ejército de guerreros, dejaréis de maltratar y golpear a vuestros sirvientes y a los campesinos que cultivan vuestras tierras. En caso contrario, os volveremos a encerrar en la bolsa y os esconderemos en el cobertizo… y nunca más nadie sabrá de vos.

         El duque miró con preocupación al viejo, sabiendo que ésa era una posibilidad real, después de haber estado metido en tan pequeña bolsa.

         ―¡Mis héroes –dijo la anciana al fin–, abrid filas y dejad pasar al duque!

         Los guerreros obedecieron, y el duque salió de la casa como alma que persigue el diablo, subiendo a la carroza y ordenando al cochero que partiera a todo galope de allí.

         ―Gracias, mis doce héroes –dijo la mujer cuando todo peligro hubo pasado–. Podéis volver a la bolsa de nuevo.

         Y los inmensos guerreros del mago grulla se introdujeron de nuevo, nadie sabe cómo, en la bolsa de terciopelo, que la anciana anudó con el lazo de seda y guardó en sus enaguas.

         El anciano le dio un beso a su mujer y, tras pedirle perdón por su ingenuidad, levantó la bolsa de seda y, desenlazándola, exclamó:

         ―Y, ahora, ¿qué te parece si lo celebramos? ¡Bolsita, danos comida y bebida!

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2020).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Hemos tenido que realizar algunos cambios en la adaptación de este antiguo relato ruso con el fin de adecuarlo a los estándares que nos marca la Carta de la Tierra y la visión del mundo sistémico-compleja por la que abogamos.

         En primer lugar, hemos cambiado el castigo al que se hace acreedor el duque, por cuanto en la versión de Keding (2008), que hemos tomado como guía, el duque recibe dos soberanas palizas por parte de los doce héroes; una al llegar por segunda vez a la cabaña y otra al marcharse. Intentando ajustarnos al Principio 16 de la Carta, que insta a «Promover una cultura de tolerancia, no violencia y paz», hemos transformado la paliza a base de mazas y látigos de los guerreros en una reclusión temporal en la bolsa de terciopelo, que nos ha permitido llegar a los mismos resultados.

         Por otra parte, en la historia de Keding, y suponemos que en el relato original ruso, el papel principal lo lleva el anciano, mientras que su esposa ocupa una posición más marginal. En esta versión hemos querido igualar de algún modo a la pareja e, incluso, darle a la esposa una pequeña prominencia en la segunda parte de la historia, simplemente para fomentar la equidad de género –Principio 11 de la Carta– de una manera tan sutil e inadvertida como efectiva.

         Son estos pequeños cambios en las versiones los que pueden permitir a educadoras o narradores de historias sacar el máximo partido en valores y visión del mundo a los relatos que ofrecemos en La Colección de Historias de la Tierra. Siéntete libre, así pues, para variar aún más los relatos que ofrecemos aquí, si sientes que aún puedes darle un giro más para educar eficazmente a tu audiencia en la visión del mundo sistémico-compleja y en los valores y principios de la Carta de la Tierra. Recuerda que Claude Lévi-Strauss (1955) define «el mito como consistente de todas sus versiones; o, por decirlo de otra manera: un mito sigue siendo el mismo en tanto se siga sintiendo como el mismo» (p. 435). Es decir, no estarías traicionando el supuesto relato tradicional «original» o «verdadero».

 

Fuentes

  • Keding, D. (2008). The Crane’s Purse. En Elder Tales: Stories of Wisdom and Courage from Around the World (pp. 122-127). Wesport, CT: Libraries Unlimited.
  • Lévi-Strauss, C. (1955). The structural study of myth. Journal of American Folklore, 68, 270, Myth: A Symposium (Oct-Dec 1955), 428-444.
  • Manning-Sanders, R. (1974). The Crane’s Purse. En Sir Green Hat and the Wizard. Londres: Methuen.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 13e: Eliminar la corrupción en todas las instituciones públicas y privadas.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Preámbulo: La situación global.- Las comunidades están siendo destruidas. Los beneficios del desarrollo no se comparten equitativamente y la brecha entre ricos y pobres se está ensanchando. La injusticia, la pobreza, la ignorancia y los conflictos violentos se manifiestan por doquier y son la causa de grandes sufrimientos. Un aumento sin precedentes de la población humana ha sobrecargado los sistemas ecológicos y sociales. Los fundamentos de la seguridad global están siendo amenazados. Estas tendencias son peligrosas, pero no inevitables.

Principio 9: Erradicar la pobreza como un imperativo ético, social y ambiental.

Principio 9c: Reconocer a los ignorados, proteger a los vulnerables, servir a aquellos que sufren y posibilitar el desarrollo de sus capacidades y perseguir sus aspiraciones.

Principio 10d: Involucrar e informar a las corporaciones multinacionales y a los organismos financieros internacionales para que actúen transparentemente por el bien público y exigirles responsabilidad por las consecuencias de sus actividades.