La leyenda de Bonki
Pueblo Sámi – Sápmi (Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia)
Bonki pensaba que quizás fuera el último noaidi, el último chamán de la tradición sámi, si bien lo cierto es que había olvidado muchas de las tradiciones y rituales que había visto siendo niño. Era ya viejo y, como sería de esperar, la memoria no le daba la mano siempre que él lo deseaba. Por otra parte, conservar el recuerdo de las tradiciones se le hacía aún más difícil cuando todos los de su etnia se habían convertido al cristianismo y ya nadie practicaba los cultos antiguos. ¿Cuándo fue la última vez que asistió al ritual del oso, tan celebrado en su pueblo cuando él era niño?
Para los sámis, todos los animales eran sagrados. Sin embargo, el más sagrado de todos era el oso, al cual cazaban siguiendo unos complejos rituales, encomendándose a Lieaibolmmai, dios de la caza y de los animales salvajes, así como de los hombres adultos. En aquellas contadas ocasiones en que se cazaba al oso, todo el pueblo, hombres y mujeres, ancianas y ancianos, niñas y niños, participaban en el ritual. Éste debía hacerse de una forma muy definida y respetuosa, para asegurarse de que el oso renacía en el otro mundo, en sáiva, con el orgullo de poder contar allí a sus antepasados cuánto honor había arrebatado a los humanos en su último combate.
Bonki recordaba cómo las mujeres recibían a los hombres, cuando éstos regresaban a la aldea con el cadáver del oso, mirándoles a través de un anillo de latón, para protegerse de las poderosas energías del espíritu del oso, del väki, mientras rociaban a los hombres con savia de aliso rojo, en honor a Lieaibolmmai, «el hombre aliso». Y luego, durante el festín, recordaba cómo su madre le insistía en que no debía romper ni perder ningún hueso del oso, por pequeño que fuera, indicaciones que él seguía escrupulosamente, porque su abuelo le había dicho que, tanto los osos como los humanos, no podrían recibir otro cuerpo en sáiva a menos que el esqueleto estuviera completo e intacto. Esto, además, garantizaba la posterior reencarnación de unos y otros en la Tierra.
Pero Bonki no estaba seguro ahora de querer reencarnar. Aunque los vivos y los fallecidos eran para los sámis las dos mitades de la misma familia, él ya no sentía nada que le uniera con sus familiares vivos. Sí, seguía dialogando con sus antepasados en su visión imaginal, pero había perdido todo contacto con sus parientes vivos desde que el cristianismo se impusiera en la región y comenzara la caza de noaidis, a los que se acusaba de hacer magia y hechicería. Muchos fueron sentenciados a muerte por resistirse a la cristianización y a la autoridad del rey, que les imponía la conversión. Pero Bonki consiguió eludir la persecución en los momentos más terribles, huyendo a lo más recóndito de los bosques de Lemmenjoki, poblados de lobos, y luego se refugió en el islote de Bunkholmen, al sur de la Isla de Årøya, en el Fiordo de Lyngen. Para cuando dieron con él, la furia sanguinaria de las persecuciones ya había pasado, aunque la represión contra los «paganos» continuaba. Pero, ¿qué daño podía causar un viejo solitario, apartado en una pequeña isla, incapaz de influir en las mentes de sus vecinos con aquellas demenciales creencias de Satanás?
Sin embargo, llegó un pastor nuevo al poblado de Karnes, en el fiordo de Lyngen, un joven fervoroso que no estaba dispuesto a hacer la vista gorda con la ley que obligaba a toda la población a asistir a la liturgia de los domingos. Y, cuando supo de la existencia del viejo Bonki en el islote de Bunkholmen, no dudó ni un instante en hacerle llamar para que asistiera a los servicios dominicales.
Claro está que Bonki hizo oídos sordos a los mensajeros que llegaron a sus pequeños dominios. Ya era demasiado viejo para huir de nuevas persecuciones y, por otra parte, ya no quería huir, sino reivindicar con orgullo las creencias y tradiciones de sus antepasados, aunque eso le costara la vida, como a tantos otros noaidis antes que él.
Pero el joven pastor, más allá de su fanatismo, pensó que no sería bueno sentar en la región el precedente de que un pagano se salía con la suya ante las leyes del rey y de la iglesia, de modo que llamó al alguacil y le exigió que trajera a Bonki al siguiente domingo y que lo encadenara en la picota que se elevaba para escarmiento de delincuentes en la misma plaza donde se abría la puerta de la iglesia.
Cuando el alguacil desembarcó en su islote, Bonki deseó haber sido entrenado como gonaga, aquellos noaidis de antaño que eran capaces de transformarse en pájaros, para así haber eludido al alguacil.
Durante tres domingos seguidos, Bonki fue llevado ante la iglesia y encadenado en la picota, toda vez que se negaba a entrar en el templo, afrontando la vergüenza y el escarnio al que era sometido con el orgullo de ser el último noaidi de su pueblo. No, no conseguirían hacerle ceder; no conseguirían que él renunciara al legado más sagrado que sus antepasados le habían transmitido: su visión de la realidad, de la vida, de los seres y elementos que le rodeaban, de la Tierra.
Finalmente, la noche previa a su última humillación en la plaza de Karnes, Bonki tuvo un sueño. Ruohtta, dios de la enfermedad y la muerte, se le apareció poco antes del alba y le dijo que su tiempo en la Tierra iba a tocar a su fin, que debería partir hacia sáiva, y que convendría que hiciera los preparativos para la ocasión, según los prescribía su tradición.
Al día siguiente, cuando el alguacil desencadenó a Bonki de la picota y le dijo que al siguiente domingo volvería a ir a por él, Bonki le respondió:
―Ya he tenido bastante iglesia en mi vida.
El alguacil se sorprendió con la osada respuesta del anciano, mientras le veía marchar cabizbajo camino al embarcadero.
Aquella misma tarde, Bonki solicitó consejo a sus antepasados en su visión imaginal. ¿A quién podría recurrir en Lyngen que estuviera dispuesto a realizar los antiguos rituales y ceremonias funerarias del pueblo sámi, sin incurrir en la cólera del sacerdote? Y, de todas formas, si ya no creían en aquellas tradiciones, ¿para qué pedirle a nadie que realizara a su muerte un ritual vacío y descreído?
Pero entonces recordó –o sus antepasados le hicieron recordar– que, hacía unos pocos años, había descubierto en el islote, bajo una roca, el sagrado lugar de reposo de al menos dos osos que habían pasado por el viejo ritual sámi. ¿Qué mejor lugar para partir hacia sáiva que aquél en el que reposaban los sagrados osos, aquél desde el cual habían partido hacia el mismo mundo al cual iba él a viajar ahora? Sin duda, los osos le acogerían con agrado. Él era el último de su raza que les había venerado como merecían.
Así pues, tenía el lugar sagrado y a los mejores guías posibles para su viaje hacia sáiva. Los rituales y la ceremonia fúnebre los realizaría él mismo en su camino a la tumba.
Tomó su tambor ceremonial y lo decoró profusamente con anillos y cadenas de latón, para protegerse del väki de los osos, aunque también como símbolo de pureza. Decoró su humilde cabaña con ramas de picea, por dentro y por fuera, y luego se fue a la cueva donde reposaban los osos para preparar el lugar de su último reposo.
Tras realizar un breve ritual de reconocimiento y agradecimiento a los osos allí enterrados, decoró la cueva con anillos entretejidos de juncia de Laponia, tal como se aderezaban los cobertizos de madera en los que, antiguamente, se despedazaba ritualmente el cadáver del oso, y luego se hizo un lecho de ramitas tiernas de abedul junto a los huesos de los animales sagrados. Depositó un par de esquíes y un cuchillo sámi a la derecha del lecho, pues sabía que los iba a necesitar en sáiva; y, por encima de donde situaría su cabeza, puso un cono de corteza de abedul lleno de corteza de aliso. Pensó que, al igual que los osos de los rituales sámis, él tampoco podría contar con sus congéneres para darle entierro; de modo que, ¿por qué no darse a sí mismo el ritual que se les daba a los sagrados osos?
El jueves, tres días antes de que el alguacil viniera de nuevo a por él para encadenarle en la picota de Karnes, Ruohtta, el dios de la muerte, le indicó entre sueños que había llegado su día. Tras darse un baño purificador ritual en las aguas del fiordo, Bonki se lavó con una fuerte sosa hecha de ceniza de abedul para, a continuación, embadurnar su cuerpo desnudo con savia de aliso rojo. Después, colgó de su cuerpo una serie de sartas de anillos y cadenas de latón, principalmente en la cabeza y el cuello, y se puso su gorro de cuatro puntas, distintivo del cazador de osos y del noaidi, prohibido desde hacía años por considerarse un símbolo pagano. Y, por último, emprendió el camino hacia su tumba, desnudo, masticando corteza de aliso, y cantando su propio canto fúnebre al ritmo de su tambor:
―I paha talkev ådtjo, I paha talkev faronis…
«Él no tendrá mal tiempo, él no llevará consigo el mal tiempo…»
Y cuando llegó a la cueva se postró ante los huesos de los osos, pidiéndoles permiso para dormir junto a ellos, y luego se acostó sobre el lado izquierdo en el lecho de ramitas de abedul; puso el tambor ritual sobre su cadera y cerró los ojos encomendándose a Beaivi, diosa del sol y madre de la humanidad. Menos de hora después, el viejo cuerpo de Bonki yacía sin vida.
Adaptación de Grian A. Cutanda (2020).
Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.
Comentarios
En el verano de 1961, el arqueólogo Povl Simonsen, profesor de la Universidad de Tromsø, inició una excavación en el Islote de Bunkholmen, al sur de la Isla de Årøya, en el Fiordo de Lyngen. Allí, en una especie de cueva bajo un gran peñasco, encontró lo que parecía el esqueleto de un oso junto al esqueleto de un ser humano, que yacía sobre su costado izquierdo. Salvo por el cráneo, el esqueleto humano estaba completo.
El examen osteológico demostró que en la cueva había restos de tres osos, datados por carbono 14 entre los años 650 y 780 e.c. Los restos se encuentran actualmente en el Museo de Tromsø, si bien no se tiene noticia de qué ocurrió con los restos del ser humano que yacía con ellos.
Curiosamente, según el profesor Povl Simonsen, existe una leyenda asociada con el Islote de Bunkholmen. Según un obrero de la zona,
Bonki era un sámi, que ya anciano vivía solo en su islote. Fue en la época en que la iglesia estaba en Karnes (década de 1730) y delante de la puerta de la iglesia estaba la picota. Por entonces era obligatorio asistir a la iglesia los domingos. Pero Bonki era pagano y, obviamente, no iba a la iglesia. El pastor le mandó llamar en varias ocasiones, pero fue en vano, hasta que finalmente envió al alguacil, que llevó a Bonki a la iglesia el domingo y lo sujetó a la picota. Esto se repitió durante tres domingos seguidos, hasta que Bonki dijo, «Ya he tenido bastante iglesia en mi vida», y se fue a su islote, y la gente le dejó en paz. Poco después, Bonki supo que pronto moriría. Sabiendo que nadie en Lyngen podría o querría enterrarlo según los ritos de su fe, Bonki decoró su propia tumba y, cuando sintió que la muerte se aproximaba, se echó en ella y allí murió (Myrstad, 1996, pp. 34-35).
Por los historiadores sabemos que, con la llegada del cristianismo (luterano y ortodoxo) a Sápmi –la anteriormente llamada Laponia–, a los pastores luteranos se les dio la orden de hacer un registro de la magia y la idolatría del Pueblo Sámi, dándoles la orden de no perseguir a los chamanes sámi. Sin embargo, en el siglo xvii llegó el momento «de quemar tambores [de chamanes] o de ocultarlos bajo tierra» (Pentikäinen, 2015, p. 123). Y sabemos también que, poco antes de la década de 1730, a los «hechiceros» sámi se les aplicaba la pena de muerte.
En 1726, Noruega abolió la pena de muerte para la «“hechicería” sámi», si bien los sámis no quedaron inmunes a duros castigos, especialmente por «brujería», «superstición» y por no asistir a un número mínimo de servicios eclesiásticos. Muchos sámis escaparon simplemente de las garras de la Iglesia [luterana en este caso] alejándose aún más para adentrarse en zonas inhóspitas (Holloway, 2015).
De modo que, por lo que parece, la leyenda de Bonki bien puede basarse en hechos reales.
En cuanto a las creencias –o habría que decir mejor la «visión del mundo»– de la etnia sámi, sabemos que era profundamente animista y politeísta, basada en el chamanismo, al igual que muchas culturas indígenas ancestrales. En muchas de estas culturas del hemisferio norte, se tenía al oso como al mensajero arquetípico del mundo sobrenatural, como representante de una deidad de elevado rango.
Algunos autores sostienen que, en un plano psicológico, entre estas culturas cazadoras-recolectoras se daba cierta culpabilidad asociada al hecho de matar animales, tanto más con un animal tan parecido al ser humano, de ahí que se realizaran ceremonias de apaciguamiento del espíritu de estos seres, por temor a su venganza (Bledsoe, 2008). Para los sámis, el oso era un mediador entre los dioses y los seres humanos, pues creían que su alma podía moverse libremente entre el mundo natural y el otro mundo –sáiva.
En cuanto a la adaptación de esta leyenda, debemos decir que todo lo que se afirma en ella respecto a las creencias, objetos rituales y ceremonias llevadas a cabo por Bonki se ajusta a lo que en los estudios académicos se afirma sobre la cultura sámi. En cualquier caso, si algún custodio de las tradiciones sámis o alguna académica experta en la cultura sámi hallara en esta adaptación de la leyenda de Bonki algún detalle que no se adecuara a la realidad o a los conocimientos que se tienen sobre los sámis, le rogamos que, por favor, se ponga en contacto con nosotras y nos lo haga saber, para ajustar lo más posible a la realidad la Leyenda de Bonki. Gracias.
Fuentes
- Bledsoe, B. (2008 Ene. 9). The Significance of the Bear Ritual Among the Sami and Other Northern Cultures. Sámi Culture (blog de la Universidad de Texas). Disponible en http://www.laits.utexas.edu/sami/diehtu/siida/religion/bear.htm.
- Holloway, A. (2015). The decline of the Sámi People’s indigenous religion. Sámi Culture (blog de la Universidad de Texas). Disponible en https://www.laits.utexas.edu/sami/diehtu/siida/christian/decline.htm.
- Myrstad, R. (1996). Bjørnegraver I Nord-Norge: Spor etter den samiske bjørnekulten. Universitetet I Tromsø, pp. 34-35.
- Pentikäinen, J. (2015). The bear rituals among the Sámi. En Comba, E. y Ormezzano, D. (eds.), Uomini e orsi: Morfologia del selvaggio [online] (pp. 123-145). Torino: Accademia University Press.
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Principio 12b: Afirmar el derecho de los pueblos indígenas a su espiritualidad, conocimientos, tierras y recursos y a sus prácticas vinculadas a un modo de vida sostenible.
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