La comunidad de la tabla redonda
Tradición celta – Gran Bretaña y Francia
Arturo llevaba un buen rato en silencio, esbozando una media sonrisa con aire reflexivo, mientras observaba a los caballeros y las damas reunidas en el gran salón de Camelot. Arturo disfrutaba de las reuniones de la comunidad de la Tabla Redonda, sobre todo de las reuniones anuales de Pentecostés, cuando todos los miembros de la comunidad esparcidos por el mundo conocido acudían a Britania para renovar sus lazos y sus votos de hermandad. Entonces, el gran salón de Camelot se llenaba de portes y atuendos de los más variados estilos, cada cual siguiendo la moda de sus países de procedencia, con las mujeres llevando tocados altos o bajos, y los hombres exhibiendo grandes mostachos, barbas largas o cortas, o los rostros bien rasurados, según las costumbres de sus respectivos reinos.
La música de las violas y las flautas inundaba el salón, pero no acallaba el rumor de las conversaciones, salpicadas aquí y allí con risas o, incluso, carcajadas. A su derecha, la reina Ginebra, su esposa, parecía estar limpiándose una mancha de vino del vestido con la ayuda de Cunneware de Lalande, una dama bien conocida de la corte; mientras a su izquierda, al otro lado del Asiento Peligroso, siempre vacío a la espera de que llegara el mejor caballero de todos los tiempos, el invencible Lanzarote y su hermanastro, Ector de Maris, dejaban escapar estruendosas risotadas con las ocurrencias de Sir Dinadan, siempre presto con una broma o un chiste entre los labios para disfrute de sus camaradas.
Arturo pensaba que la Tabla Redonda había sido siempre una bendición, no sólo para su reino, sino también en su propia vida. El ambiente de compañerismo, de verdadera hermandad que se respiraba en ella, era siempre un alivio, un escape para sus obligaciones de gobierno, un entorno de emociones gratas y gozosos sentimientos con los que se sentía vivo, recuperando por un tiempo el humilde lugar de ser uno más entre sus amigos, en vez del soberano de uno de los reinos más poderosos de Europa.
Y es que la Tabla Redonda era así, precisamente redonda, para que ninguno de los allí reunidos ocupara un lugar especial o prominente entre todos sus compañeros y compañeras. Nadie destacaba por encima de nadie. En la Tabla Redonda, todos eran iguales, a nadie se le excluía y todos se sentaban allí hombro con hombro, fuera cual fuera su condición social, su raza o su religión.
Arturo recordó el día en que la inmensa mesa, ante la que podían sentarse hasta 150 comensales, llegó a Camelot. Aquél fue el regalo de bodas del padre de Ginebra, el rey Leodegrance de Cameliard, a quien se la había regalado previamente el padre de Arturo, Uther Pendragon, a propuesta de Merlin. El sabio Merlin, a quien algunos atribuían poderes mágicos, había sido el principal de los consejeros de su padre y, posteriormente, tras la muerte de Uther, también el suyo. Arturo recordaba sus palabras cuando llegó la mesa procedente de Cameliard:
—Esta mesa es redonda por la redondez del mundo y de las esferas de los planetas y de los elementos del firmamento –había dicho el sabio–. La Tabla Redonda es un símbolo del mundo y, más allá de eso, un símbolo de unidad.
Merlin le había dicho que aquella mesa sería decisiva en su reinado, que en ella debería congregar a los mejores, más puros y nobles caballeros del mundo, advirtiéndole que el bautismo cristiano no debería ser un requisito para formar parte de la hermandad, y sugiriéndole un voto que deberían juramentar todos los caballeros, un código ético de actitud y comportamiento que cada miembro de la mesa debería volver a confirmar anualmente en la reunión de mayo, en Pentecostés.
Según aquel voto, los caballeros nunca combatirían entre ellos, salvo por amor o en los torneos con que periódicamente se ejercitaban entre ellos, y se comprometían a llevar un comportamiento ejemplar, enderezando toda injusticia perpetrada de la que pudieran tener conocimiento, defendiendo siempre a las mujeres, los niños y los ancianos, haciéndose valedores de los débiles frente a los poderosos, evitando la violencia siempre que fuese posible, ofreciendo merced a todo vencido que pidiera perdón, y no luchando jamás por una causa injusta, ni aunque fuera por amor o lucro.
De este modo, los caballeros de la Tabla Redonda se convirtieron en una poderosa fuerza que garantizaba el orden social y velaba por la paz, pero siempre de una forma comedida, con mesura, intentando no fomentar violencias innecesarias, en unos tiempos en que la violencia era el pan nuestro de cada día. Con aquellos primeros caballeros –aún no habían comenzado a llegar reyes, príncipes, nobles y caballeros de otros países–, Arturo consiguió instaurar una paz duradera en sus tierras y, con ello, logró traer la abundancia a su reino. Con el transcurso de los años, las cosechas se incrementarían, al no verse arrasadas y reiniciadas tras las sucesivas guerras de antaño; los bosques crecerían y no se verían esquilmados para construir torres de asedio, catapultas, lanzas o escudos; y las gentes en los pueblos y las ciudades de Logres conservarían sus tierras de labor y sus negocios sin tener que empezar de cero toda vez que una guerra pasaba por la región. El reino de Logres florecía, y sus gentes se sentían dichosas.
Así, a los viejos caballeros –algunos de los cuales habían servido con su padre, como Ulfius, Brastias, Baudwin, Pellinore de las Islas, Uriens de Gore o Ector, su padre adoptivo– y a Sir Lucan o Kay, su hermano adoptivo y senescal, se fueron uniendo con el tiempo caballeros maduros y jóvenes procedentes de todos los rincones de las Islas Británicas, como los irlandeses Marhaus o Mador de la Porte, los galeses Bedivere y Lamorak, el incomparable Tristán, desde Cornwall, y los siempre presentes escoceses Gawain, Gareth y Gaheris, hijos de Lot, rey de Lothian, Orkney y Noruega.
Arturo pensó en un principio que la Tabla Redonda sería un medio para asegurarse la fidelidad de los mejores caballeros de su reino frente a las amenazas de otros reinos, y también un modo de granjearse el favor de buenos guerreros de otras partes del mundo que, en otras circunstancias, habría tenido que contratar como mercenarios. Pero Merlin le sacaría de su error diciéndole que la Tabla Redonda era un instrumento de paz, no de guerra, y que su paz no se derivaba del poder disuasorio de los caballeros congregados en su torno, sino del poder de la amistad y la hermandad. Con el tiempo, Arturo terminaría comprendiendo lo que Merlin quería decir.
Pasados los primeros años de su reinado, Arturo comenzaría a invitar a formar parte de la Tabla Redonda a reyes y príncipes vecinos honorables y justos; incluso invitaría a reyes con los que se había enfrentado en el pasado y que, tras firmar la paz, y constatando que eran hombres de bien, hombres nobles, habían aceptado gustosos formar parte de la cada vez más prestigiosa hermandad. La Tabla Redonda podía tener el aspecto de una mesa de guerreros, pero en realidad era una mesa de paz en la que se intentaba que reyes, príncipes y nobles, que en otras circunstancias hubieran combatido y entablado guerras entre ellos, se sentaran en una misma mesa, se conocieran y se hermanaran, previniendo de ese modo futuros conflictos entre ellos. ¿Qué mejor manera de hermanar a todos aquellos hombres que haciéndoles comer y beber juntos, reír, bromear y hacer chanzas entre ellos?
Y cuando, a pesar de todo, surgía alguna desavenencia entre reyes vecinos, en vez de lanzarse uno a otro sus huestes para imponer su criterio, los reyes discutían cara a cara sus diferencias en la Tabla, haciendo de mediadores el resto de reyes, príncipes y caballeros hermanados.
Así fue cómo la paz de Arturo se extendió por toda Britania y las islas, incluso más allá del canal; una paz prolongada, que hizo comprender finalmente a Arturo, después de muchos años de haber instaurado la hermandad, el sutil papel que aquella inmensa mesa de madera estaba cumpliendo.
Poco después, cuando las bondades del reino de Arturo y el prestigio de su valerosa fraternidad comenzaron a extenderse por Europa, empezarían a llegar caballeros y nobles de otros países y otras regiones del mundo, como Sir Urre de Hungría, el danés Melias de Lile, el griego Cligès, o el constantinopolitano Segramore le Desirous; y, por encima de todos, un verdadero ejército de galos, con Bors y Bleoberis de Ganis, Sir Lionel, y el gran Lanzarote del Lago a la cabeza. Incluso llegaron caballeros que tenían otras creencias y daban culto a otros dioses, como los sarracenos Palomides, Safere y Segwarides, el sarraceno de la Toscana Priamus o el pagano africano Feirefiz, rey de Zazamanc, que era mitad negro y mitad blanco, por ser hijo de la reina Belakane de Zazamanc y del franco Gahmuret de Anjou. Fue entonces cuando Arturo comprendió la exigencia de Merlin de que el bautismo cristiano no debía ser un requisito para formar parte de la comunidad.
La idea de que nadie debía ser excluido de la Tabla Redonda le llevó también a integrar en la hermandad a hombres que, en otro tiempo, jamás hubieran podido aspirar a formar parte de tan prestigiosa sociedad. Así, el escocés Sir Fergus, que había sido un campesino, y Sir Tor, hijo de un pastor, recibieron el espaldarazo de Arturo y formaron parte de la egregia mesa; lo mismo que Sir Segramore, que padecía ataques epilépticos; Sir Evadeam, el Caballero Enano, al que Arturo nombró caballero entre las risas del resto de la hermandad, para terminar avergonzándolos a todos con sus proezas; Sir Ginglain, hijo de un hada; o el astuto y provocador Sir Dinadan, quien, siendo un magnífico caballero, cuestionaba con sus bromas las convenciones de la caballería, gustaba de la compañía de los más hermosos de sus camaradas y no ocultaba su rechazo al amor femenino.
Finalmente, el «Nadie debe ser excluido» llevó a Arturo a percatarse de que se había olvidado de lo más importante de su reino y del mundo: ¡las mujeres! Ellas también debían estar en la Tabla Redonda, no se las podía excluir; y, por otra parte, su presencia limitaría en gran medida el concepto de la Tabla Redonda como una sociedad de hombres armados. En tiempos de paz, no eran las armas las que debían prevalecer. Y, así, además de la reina Ginebra, su esposa, la Tabla Redonda acogería también a otras muchas mujeres de ingenio y perspicacia probadas, capaces de ofrecer sabios consejos y de mediar hábilmente en los conflictos, como las damas Elaine de Astolat y Cunneware de Lalande; Guinevak, la hermana de Ginebra; Evaine, madre de Bors y tía de Lanzarote; la sabia y erudita Morgan le Fay, hermanastra de Arturo; la pagana de tez negra Ekuba, reina de Janfuse, en África, mujer de inmensa sensatez; así como jóvenes damas y doncellas como las hermanas Lyonesse y Lynette; Laudine, la Dama de la Fuente; Elaine la Joven, hermana de Gawain e hija de Lot; o Morfydd, hermana gemela de Sir Owain. Con el tiempo, se unirían también a ellas otras mujeres de muy distintas edades, como la sin par Dindrane; la joven Itonje y su madre, la reina Sangive; y la hermosa, sagaz y poderosa duquesa Orgeluse de Logroys.
Con todas ellas, la Tabla Redonda había perfeccionado hasta el extremo sus capacidades como instrumento de paz que le hubiera asignado Merlin.
“Las mujeres tienen un ingenio pronto y una inteligencia innata para conservar, recuperar y remendar las relaciones –pensó Arturo mientras miraba a las damas esparcidas a todo lo largo del círculo de la Tabla–. Su exquisito cuidado en no herir los sentimientos, y su atención a los detalles en las relaciones, vínculos y lazos entre las personas, las hacen perfectas para solventar los conflictos y mantener la paz.”
Con ellas, la Tabla Redonda había alcanzado su máximo esplendor. Aquella comunidad de hombres y mujeres había transformado el contrato social de su época, basado en la independencia, en un vínculo afectivo basado en la interdependencia, una verdadera hermandad en la que todos y todas estaban dispuestas a batir el cobre por todos los demás. La igualdad entre sus miembros, incluido el rey, había obrado el milagro, hasta el punto de que los componentes de la mesa decían que, aunque casi no habían tenido trato con algunos o incluso muchos de ellos, el cariño que se sentían era tan profundo que sólo la muerte podría separarlos.
La Tabla Redonda ejercía una descomunal fuerza gravitacional sobre todos sus miembros, al punto que muchos caballeros y damas de tierras lejanas habían optado por cambiar sus residencias y traer a sus familias a Camelot, para poder disfrutar más a menudo de la compañía de la noble comunidad.
—Los que se sienten en torno a la mesa ya no querrán volver a sus propias tierras ni dejar este lugar –le había dicho el viejo Merlin muchos años atrás.
Arturo perdió la sonrisa, cabizbajo.
“¡Ay, Merlin, mi buen Merlin! –se lamentó para sí– ¿Qué fue de ti, mi buen amigo?”
Sí, el rey echaba mucho de menos a su anciano amigo y consejero. Por desgracia, fue una mujer la que le arrebató a su más poderoso soporte en el gobierno de Logres, cuando el celebrado mago desapareció tras los pasos de Nimue, la Dama del Lago.
“El amor no tiene edades –pensó Arturo–. ¿Quién sabe si su pasión le costó la vida, y ahora el bueno de Merlin se halla en el mundo de los sueños?”
Sí, Merlin y otros muchos buenos caballeros habían quedado en el camino, y su doloroso recuerdo acompañaba a Arturo en aquellas ocasiones en que se reunía la comunidad de la Tabla Redonda. Pero él sabía que no podía dejarse llevar por los sentimientos y engolfarse demasiado en la nostalgia por los que ya no estaban, cuando podía disfrutar, aquí y ahora, de la presencia de tantos buenos amigos y amigas. Y ahí, ante sus ojos, estaban todos.
La música de las violas y las flautas seguía inundando el salón con su armónico perfume, y caballeros y damas continuaban conversando y riendo a la espera de una aventura, pues en la Tabla existía la costumbre de no iniciar la comida si antes no tenía lugar en la corte un acontecimiento memorable. Y es que el relato de aventuras era una de las distracciones principales en la mesa.
Tal como le había aconsejado Merlin, para que el reino funcionara, los caballeros debían responsabilizarse de sí mismos, y de ahí que estableciera una norma según la cual, toda vez que un caballero partía hacia alguna demanda, debía jurar antes de partir que, a su regreso, contaría con honestidad y todo lujo de detalles lo que le hubiese acaecido, tanto si lo ocurrido le cubría de honor como si lo cubría de vergüenza. Aquella costumbre serviría a Arturo para diferenciar a los buenos de los malos caballeros, a los honestos, nobles y leales de los deshonestos y taimados, purgando así la Tabla Redonda de aquellos elementos que hubieran podido corromperla. De todos aquellos relatos surgirían después infinidad de historias sobre los hechos y las gestas de los caballeros de la Tabla Redonda, pues Arturo siempre veló porque su bardo tomara buena nota en su memoria de todas aquellas aventuras.
“Quizás todas estas gestas y acontecimientos se relaten en un futuro, cuando nuestra existencia no sea más que un recuerdo, y ojalá que sea grato –reflexionó el rey–. Y espero que esta hermandad sirva de inspiración a las generaciones venideras.”
Arturo no olvidaba lo que le hubiera dicho en cierta ocasión Merlin, mientras contemplaban desde las almenas de Camelot las verdes praderas de los alrededores, bañadas por el sol del atardecer.
—Señor, vuestra Tabla Redonda, por grande y prestigiosa que sea –le había dicho con la mirada perdida en el horizonte–, no es más que la prefiguración de otra mesa mucho más grande y honrosa que se establecerá en un lejano futuro, cuando las personas más nobles y puras de todas las razas del mundo conocido, y de otro mundo que aún no se conoce, se congregarán, al igual que aquí, en torno a otra mesa redonda para formar una gran hermandad. Entonces, la guerra se convertirá en un recuerdo ominoso del pasado, y la raza humana alcanzará la condición de los dioses.
No, Arturo no había olvidado aquellas palabras; de hecho, no quería olvidarlas.
—No debemos olvidar las utopías –musitó para sí mismo–, pues que las utopías nos marcan el horizonte hacia el cual dirigir nuestras monturas.
De pronto, Arturo abandonó el plácido discurrir de sus reflexiones. Algo sucedía en las inmediaciones de la puerta principal del gran salón de Camelot, pues las conversaciones y las risas se habían apagado de repente. Aquélla quizás fuera la primera señal de que iba a haber una aventura.
Más allá de Lanzarote, Ector y Dinadan, que habían callado también para mirar hacia la puerta, Arturo vio que se abría un pasillo entre los congregados para dejar entrar a un paje, que traía de la mano a un hermoso doncel ataviado a la usanza de un bufón.
—¡Dios os guarde, mi señor! ¡Dios os guarde, mi señora! –dijo el bello recién llegado hincando una rodilla en el suelo– Mi madre me insistió en que debía saludaros a ambos por separado, y también me dijo que saludara a quienes, por su gran fama y nobleza, están sentados en torno a la Tabla Redonda.
Y, sin esperar el saludo del rey, prosiguió:
—En la puerta de este castillo he hallado a un caballero vestido completamente de rojo que, según parece, desea combatir, alegando no sé qué derechos sobre vuestro reino. También me ha pedido que os diga que siente haber derramado el vino sobre la reina –añadió mirando a Ginebra–. Si vos me lo consentís, yo mismo me ofrezco para hacerle frente. A cambio, y si salgo con bien de esta aventura, os ruego que me permitáis quedarme con su armadura, que es magnífica, y me rindáis los honores de caballero.
Arturo se maravilló ante la osadía del joven, pero temió por su vida, previendo su inexperiencia con las armas. El rey aún no sabía que acababa de conocer al hermoso Parzival, el hijo de Gahmuret de Anjou y de la reina Herzeloyde, el caballero que llevaría a término la Demanda del Santo Grial y se haría merecedor de sentarse en el Asiento Peligroso.
Pero ésa es ya otra historia.
Adaptación de Grian A. Cutanda (2016).
Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.
Comentarios
Comprendo que se trata de un relato quizás excesivamente extenso, y de compleja adaptación para el storyteller, pero es un relato muy completo en cuanto a la transmisión de valores que ofrece y por la amplia y extensa gama de principios y párrafos de la Carta de la Tierra que es capaz de ilustrar.
Como se habrá visto en el relato, se resalta el carácter diverso, transcultural e inclusivo que propugna este punto de la Carta, abogando por el trabajo conjunto en condiciones de igualdad de todos los componentes de esa mesa redonda que se constituye desde un principio en un símbolo del mundo en los propios textos medievales. Un trabajo interesante a este respecto es el que ofrece Bloch (1980).
Sometido al análisis de contenido al que fueron sometidos los relatos de la muestra de investigación, «La comunidad de la Tabla Redonda» satura todas las categorías del pensamiento sistémico-complejo y todas las categorías de los valores y principios de la Carta de la Tierra, por lo que su utilización educativa en este punto sería cuando menos recomendable.
Más que una adaptación de un relato concreto, lo que he hecho aquí ha sido una recreación de multitud de relatos del Ciclo Artúrico en los que se habla de la Tabla Redonda y su comunidad, desde que Wace hablara por vez primera de ella en torno a 1155. En cualquier caso, no he incluido novedades excesivas sobre lo que ya se cuenta en los relatos medievales, limitándome simplemente a resaltar detalles que podrían ser válidos para nuestro actual contexto histórico y a engarzar ideas que aparecían sueltas en los relatos originales. Finalmente, he conectado este breve episodio de la vida en la corte de Arturo con la escena del mito de Parzival en la que el héroe se presenta por vez primera ante Arturo, tal como lo cuenta Wolfram Von Eschenbach (1999).
Poco más puedo añadir, salvo señalar que, a diferencia de otras versiones, Wolfram Von Eschenbach específica que las mujeres también se sentaban en la Tabla Redonda y participaban en sus reuniones, y que no me he inventado ningún personaje de los aquí nombrados, pues todos ellos aparecen en una u otra versión de los mitos. Por otra parte, me gustaría añadir que todos estos personajes se ajustan en sus características a lo que se cuenta de ellos en los textos, incluidas las más que probables tendencias homosexuales de Sir Dinadan, por extraño que pueda parecer en unos relatos que datan de la Edad Media europea.
Fuentes
- Bloch, R. H. (1980). Wasteland and Round Table: The historical significance of myths of dearth and plenty in old French romance. New Literary Story, 11(2), 255-276.
- Eschenbach, W. von (1999). Parzival. Madrid: Ediciones Siruela.
- Malory, T. (1986). Le Morte d’Arthur. Vols. 1 and 2. Harmondsworth, UK: Penguin Classics.
Texto asociado de la Carta de la Tierra
El camino hacia adelante: Nuestra diversidad cultural es una herencia preciosa y las diferentes culturas encontrarán sus propias formas para concretar lo establecido. Debemos profundizar y ampliar el diálogo global que generó la Carta de la Tierra, puesto que tenemos mucho que aprender en la búsqueda colaboradora de la verdad y la sabiduría.
Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar
Preámbulo: Para seguir adelante, debemos reconocer que, en medio de la magnífica diversidad de culturas y formas de vida, somos una sola familia humana y una sola comunidad terrestre con un destino común. Debemos unirnos para crear una sociedad global sostenible fundada en el respeto hacia la naturaleza, los derechos humanos universales, la justicia económica y una cultura de paz.
Principio 13: Fortalecer las instituciones democráticas en todos los niveles y brindar transparencia y rendimiento de cuentas en la gobernabilidad, participación inclusiva en la toma de decisiones y acceso a la justicia.
Principio 16: Promover una cultura de tolerancia, no violencia y paz.
Principio 16a: Alentar y apoyar la comprensión mutua, la solidaridad y la cooperación entre todos los pueblos tanto dentro como entre las naciones.
Principio 16b: Implementar estrategias amplias y comprensivas para prevenir los conflictos violentos y utilizar la colaboración en la resolución de problemas para gestionar y resolver conflictos ambientales y otras disputas.
Principio 16f: Reconocer que la paz es la integridad creada por relaciones correctas con uno mismo, otras personas, otras culturas, otras formas de vida, la Tierra y con el todo más grande, del cual somos parte.