La periquita valiente

Budismo – Malasia / Indonesia / China / India

Hace muchos años, en una selva grande y profunda, el Buda nació en una encarnación previa bajo la forma de una periquita. Sus plumas eran grises como las cenizas, y le encantaba volar de árbol en árbol. Un día, unas nubes oscuras como el fondo de un pozo cubrieron el cielo y se desató una tormenta. Un rayo cayó sobre el reseco tronco de un árbol muerto y un pavoroso incendio se declaró en la selva.

         La periquita percibió el olor a humo y se remontó en el cielo para inspeccionar la inmensidad del dosel arbóreo, y vio cómo el fuego se iba propagando con rapidez.

         —¡Fuego! ¡Fuego! –comenzó a gritar desde la altura para avisar a todos los animales del bosque– ¡Huid! ¡Huid al río!

         Los animales comenzaron a correr aterrorizados. Tigres y gacelas corrían juntos sin preocuparse unos de otros. Ahora tenían un enemigo común, un enemigo formidable que podía acabar con todos ellos. Todos intentaban orientarse para llegar al río, el único sitio donde no llegarían las llamas.

         «Sí, quizás en el río no les alcancen las llamas, ¡pero el humo podría de todas formas asfixiarlos! –pensó la periquita– ¿Y los árboles? ¿Qué va a ser de los árboles y de los matorrales? ¡Ellos no pueden huir!»

         —¡Hay que… cof, cof… hacer algo! –dijo en voz alta mientras el humo comenzaba a hacer mella en su garganta.

         Sin pensárselo dos veces, la periquita se dirigió rápidamente hacia el río.

         —¡De prisa, llevemos agua en la boca, en las zarpas, en los picos, como sea! –les dijo a los primeros animales que se habían introducido en las aguas– ¡Tenemos que apagar el incendio!

         —¡Eso es ya imposible! –le gritaron desde abajo– Lo mejor que podemos hacer es quedarnos aquí.

         —Pero, ¿y el humo? –les respondió– ¿No comprendéis que, de todos modos, os podéis asfixiar? ¿Y adónde iréis si toda la selva se quema? ¿Qué mundo le vais a dejar a vuestros hijos y a los hijos de vuestros hijos?

         No queriendo perder más el tiempo, la periquita se lanzó en picado hacia el río y empapó todo su plumaje en las frías aguas, y a continuación se elevó y se dirigió valientemente hacia el incendio. Cuando llegó a él se encontró con una muralla de llamas, de modo que se elevó cuanto pudo para descargar el agua de sus plumas. Una rugiente bocanada de calor le alcanzó el rostro y le resecó los ojos, mientras el humo se le introducía en el pecho y le escocía en los pulmones. Esquivando las llamas se metió en aquel infierno hasta que, cuando sintió que había llegado al sitio donde más daño podía hacerle al fuego, sacudió su cuerpo y sus alas para descargar el agua…

         ¡Hisssssssssss!. oyó por debajo de ella cómo se evaporaba el agua.

         Pero aquello no la detuvo. Regresó a través de las llamas y el humo hasta el río, y volvió a empapar sus plumas de agua, para regresar rauda nuevamente al infierno de las llamas y descargar allí su esperanza… Hisssssss…

         Una y otra vez estuvo yendo y viniendo entre el río y el incendio, en una lucha desesperada por salvar el bosque, por salvar las vidas de árboles y plantas, insectos, anfibios, reptiles y mamíferos… hasta que comenzó a sentir que se le chamuscaban las plumas. Las patas, enrojecidas, le ardían cada vez más. Los ojos le escocían intensamente, y le dolía el pecho de tanto humo como estaba respirando. Pero se negaba a darse por vencida.

         En aquel momento, alguien se percató en los cielos de lo que estaba pasando más abajo. Flotando en sus palacios de nubes, los devas, esos dioses de una esfera feliz, se pusieron a observar el incendio, y vieron a la periquita yendo y viniendo en su imposible combate contra las llamas.

         —¿Estáis viendo a ese minúsculo pajarillo? ¡Está loco! –comentó uno de los dioses esbozando una sonrisa– ¡Está intentando apagar el incendio gota a gota!

         Y todos los dioses se echaron a reír.

         Bueno, todos no. Hubo uno que no se rió, el Señor Indra, rey de todos los devas, y dios de la tormenta y el rayo… que habían sido el origen del incendio. Indra se sintió conmovido con el gesto de aquel pajarillo.

         Sin perder un segundo, el dios Indra se transformó en una inmensa águila real y descendió hacia donde se encontraba la periquita.

         —¡Retrocede, pajarillo! –le dijo– ¡No vas a poder apagar el incendio! ¡Ponte a salvo antes de que sea tarde!

         Pero la periquita no hacía caso de sus palabras. Seguía esquivando llamas para llegar al centro del incendio y descargar allí el agua de sus plumas.

         —¡Detente! ¡Retrocede! ¡Hazme caso! –insistió el Señor Indra– ¡Ponte a salvo!

         —¡No necesito a un pajarraco como tú dándome consejos desde ahí arriba! –le respondió finalmente la periquita entre toses– ¡Lo que necesito… cof, cof… es ayuda! ¿Me entiendes? ¡AYUDA!

         «¡Y si no me vas a ayudar, déjame en paz! Tengo mucho que hacer –añadió sin detenerse, cada pocas palabras, para toser–. ¡Y si no puedo apagar el incendio en esta vida, juro que volveré y lo apagaré en mi próxima vida!»

         El dios Indra, abrasado por el calor, se remontó a las alturas para alejarse de aquel infierno y pensar. Miró hacia arriba y vio al resto de devas riendo con lo que veían abajo, y se sintió avergonzado de los de su especie. Miró hacia abajo y vio a los animales aterrorizados en el río, a los árboles muriendo abrasados, y aquella minúscula periquita, regresando al río a por más agua, sin darse por vencida en ningún momento ante un desafío que jamás podría vencer por sí sola. Y, entonces, lo tuvo claro.

         —¡Te ayudaré! –gritó Indra desde la altura.

         Pero se sintió tan profundamente conmovido que, conforme descendía a toda velocidad para ayudar a la periquita, se puso a llorar.

         Y sus lágrimas cayeron sobre el incendio y sobre los bosques, y cayeron también sobre la periquita en su denodada lucha; y cada lágrima que alcanzaba el fuego, éste se apagaba irremisiblemente con un ¡ploffffffff!, y cada árbol ardiendo sobre el que caía una lágrima se apagaba y recobraba la vida, brotando de nuevo en un paisaje enloquecido e imposible de humo y brotes verdes, de llamas moribundas y flores emergiendo del suelo con cada lágrima.

         Eran las lágrimas de un dios, dadoras de vida, el llanto emocionado de un dios que, en un abrir y cerrar de ojos, había extinguido el incendio, devolviendo el verdor a la selva.

         Sólo entonces se detuvo la periquita y miró hacia arriba, al Señor Indra, y le sonrió; y entonces se dio cuenta que las lágrimas del dios, al caer sobre ella, habían renovado sus plumas chamuscadas. No sólo eso: las plumas nuevas ya no eran grises, sino que ahora estaban impregnadas de vivos e intensos colores: rojos, verdes, azules, amarillos…   Al ver aquel prodigio, los animales en el río elevaron sus gritos emocionados, vitoreando a su salvadora y celebrando su nuevo aspecto.

         Desde entonces, y gracias al heroico acto de aquella periquita, todos los periquitos son multicolores.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2018).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Esta adaptación se ha basado principalmente en las versiones de este relato realizadas por Rafe Martin (1999, 2012), aunque también en las de Ringu Tulku (2012) y Ng Kok Keong (2017).

Según el maestro budista Rafe Martin, este relato, calificado normalmente como un cuento Jãtaka, no aparece sin embargo en las versiones habituales de los Jãtaka en pali y en sánscrito. Su origen se halla en unos cuantos emotivos versos del Jãtakastava, un breve texto original del antiguo reino iranio budista de Jotán, actualmente en China, compuesto con anterioridad al siglo IX e.c., y descubierto en las Cuevas de los Mil Budas de Dunhuang, China, en 1907. También, afirma Martin, existe una talla sobre este relato en el gigantesco monumento budista de Borobudur, en Java Central, Indonesia, y una pintura en las cuevas de Ajanta, en Maharashtra, India. Por otra parte, Ng Kok Keong describe esta historia como un cuento popular de Malasia.

En el relato original de esta historia el incendio no se apaga con las lágrimas del dios Indra, sino con una nube que crea este dios; por otra parte, tampoco se dice nada del plumaje de colores tras la lluvia de lágrimas del dios. Éstas innovaciones en el relato son atribuibles a Rafe Martin, que viene contando esta historia desde hace más de 40 años. También es atribuible a Martin la transformación del periquito macho original de la historia en una periquita.

         Lo que, personalmente, he añadido aquí, y que no se hallaba presente en anteriores adaptaciones, ha sido la preocupación por las generaciones futuras (co-responsabilidad diacrónica). Es ésta una característica del pensamiento sistémico-complejo y de los valores de la Carta de la Tierra que bien podía añadirse a este relato.

 

Fuentes

  • Keong, N. K. (2017). The brave little parrot. In Tossa, W. (ed.), ASEAN Folktales: A Collection of Folktales from ASEAN Countries, pp. 22-24. Thailand: Mahasarakham University. Retrieved from http://research.msu.ac.th/artculture/wp-content/uploads/2017/04/ALL-ASEAN-Folktales_Wajuppa.pdf.
  • Martin, R. (1999). The brave little parrot. In The Hungry Tigress: Buddhist Myths, Legends and Jataka Tales, pp. 93-96. Cambridge, MA: Yellow Moon Press.
  • Martin, R. (2012). The brave little parrot. Parabola: The Search for Meaning, 37(1). Retrieved from https://parabola.org/2017/01/31/the-brave-little-parrot-retold-by-rafe-martin/.
  • Tulku, R. (2012). Confusion Arises as Wisdom: Gampopa’s Heart Advice on the Path of Mahamudra. Boston, MA: Shambhala, pp. 174-175.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

El camino hacia adelante: Todo individuo, familia, organización y comunidad, tiene un papel vital que cumplir.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Principio 12c: Honrar y apoyar a los jóvenes de nuestras comunidades, habilitándolos para que ejerzan su papel esencial en la creación de sociedades sostenibles.