La leyenda de la mujer de agua

Catalunya – España

 

El Gorg Negre es una poza de aguas oscuras, que se abre a los pies de una cascada en la Riera de Gualba, en el macizo montañoso del Montseny, en el norte de Cataluña. De él se contaban antiguamente multitud de ocurrencias asombrosas y sobrecogedoras, como que, en los días de tormenta, se veían surgir hilos de niebla desde la poza, que después ascendían por las agrestes laderas de la montaña hasta formar una gran nube oscura en el cielo. Cosas como ésta llevaron a la gente de la zona a pensar, en tiempos medievales, que en el Gorg Negre habitaban brujas y hechiceros malvados. Sin embargo, otros relatos de la región nos aseguran que los habitantes de la poza eran bastante más amables… y más atractivos.

Dice la leyenda que, en una noche estival, el dueño de Can Prat, una casa de labor cercana al Gorg Negre, salió a caminar por los bosques de hayas y castaños con la intención de refrescarse tras un día de intenso calor. Bajo la luz de la luna llena, fue trazando su camino hasta adentrarse en la quebrada de la Riera de Gualba para, poco después, llegar al Gorg Negre. Fascinado con el reflejo de la luna en sus aguas, y descreído en historias de brujas y hechicerías, el hombre decidió sentarse en silencio sobre una roca plana, inclinada, a orillas de la poza.

De repente, el reflejo de la luna en el agua comenzó a vacilar, mientras, en el otro extremo de la poza, emergía del fondo una mujer desnuda, de extraordinaria belleza, que, sentándose sobre el musgo de la orilla, levantaba los brazos para peinarse lentamente su larga cabellera.

Indudablemente, la mujer no había visto al hombre de Can Prat sentado sobre la roca, y éste, extasiado con la belleza de la joven ninfa, casi no se atrevía a respirar por no delatar su presencia. Sin embargo, al cabo de unos segundos, la mujer dejó de peinarse y comenzó a mirar a su alrededor con recelo, como si un sexto sentido le advirtiese de la extraña presencia, hasta que, finalmente, sus ojos se encontraron.

En aquel preciso instante, el hombre supo que su corazón no podría ser jamás de nadie salvo de aquella extraña mujer que había surgido de las aguas.

—Perdona si te he sobresaltado –le dijo suavemente, como extasiado, para añadir a continuación–. ¿Cómo te llamas?

La mujer no respondió. Simplemente, se le quedó mirando con aquellos ojos de un verde profundo, como evaluando la situación, si corría peligro y si tendría que hacer como alguna otra vez, en que se había llevado al fondo de la poza a aquellos hombres que habían intentado poseerla contra su voluntad.

Durante unos minutos, el hombre de Can Prat le estuvo haciendo preguntas, sin moverse de su sitio por no alarmarla, no fuera que desapareciera en el fondo y no la volviera a ver jamás. Pero la mujer no respondía a sus preguntas, limitándose a observarlo y evaluando los riesgos. En verdad aquel hombre le resultaba atractivo, y lamentaba que fuera un humano, que, evidentemente, no tenían una buena imagen en su comunidad. Pero, finalmente, viendo que el hombre no iniciaba ninguna aproximación, decidió acercarse ella.

Al ver más de cerca su belleza, su rostro divino y su mirada de otro mundo, el hombre se sintió enloquecer de amor.

—Por favor, dime quién eres –le suplicó él sintiéndose desfallecer.

Ante su ternura y su trato amable, la mujer decidió finalmente confiar en él y responder.

—Soy una doncella de las aguas –dijo con una voz celestial, tímida, pero serena–. No soy mortal como tú, pero tampoco soy inmortal. Mi mundo no es como el tuyo, y nos guiamos por normas y leyes diferentes…

Estuvieron hablando durante unos minutos, al cabo de los cuales, la mujer hizo un ademán como de despedida, antes de comenzar a sumergirse de nuevo.

—¡Espera! –le dijo el hombre– No te vayas todavía. ¿Podría verte de nuevo?

La mujer se detuvo y sonrió, y su sonrisa fue como una visión del paraíso para el hombre.

—Sí –respondió ella–. Vuelve aquí dentro de tres días, a esta misma hora.

Y, sin dejar de sonreír, mirándole desde el abismo de sus ojos verdes, se sumergió silenciosamente en las aguas de la poza, no dejando tras de sí más que unas leves ondas sobre la superficie de las aguas.

Y así, el hombre de Can Prat y la mujer de agua se estuvieron viendo por las noches en las orillas del Gorg Negre durante muchas semanas, dándose a conocer el uno al otro sus distintos mundos, confesándose sus pesares y sus anhelos, hasta que, un día, el hombre se atrevió a hacerle la pregunta que había deseado hacerle desde el mismo momento en que sus ojos se encontraron:

—¿Querrías ser mi esposa? –le dijo en un susurro que casi parecía una súplica.

La ondina le miró en silencio, con aquella mirada de otro mundo, de algas y musgos, de guijarros blancos y hojas secas sobre las aguas.

—Tú serás la señora de Can Prat –continuó él–, y harás y desharás en los quehaceres y negocios de la casa junto a mí, de igual a igual.

La ninfa dudó por unos instantes. Si decía que sí, tendría que abandonar su mundo, el mundo acuoso en el que había nacido y en el que se sentía libre y confiada, para sumergirse en un mundo extraño, posiblemente hostil en muchos momentos, habida cuenta de cómo se comportaban los humanos. Pero se sentía muy atraída por aquel hombre que con tanta dulzura y amabilidad la trataba; y, por otra parte, tampoco había nada que la atara de manera inexcusable al mundo de las profundidades, que tan previsible y aburrido se le hacía en ocasiones.

Mostrando aquella sonrisa celestial que transportaba al hombre al paraíso, la mujer de agua contestó:

—Sí, me casaré contigo… pero con una condición –añadió.

—¿Qué condición? –preguntó él anhelante.

—Que me jures que, nunca jamás, bajo ninguna circunstancia ni motivo, me levantaras la voz y me recordaras mi origen como doncella de las aguas. Y, si rompes tu juramento, te abandonaré y no volverás a verme jamás.

El hombre de Can Prat juró allí mismo, ante su dios y ante los dioses de ella, que jamás cometería tal imprudencia. Y así fue como la mujer de agua terminó convirtiéndose en señora de Can Prat.

Pasaron los años y la mujer de agua no sólo demostró ser una esposa ejemplar –eso sí, en plano de igualdad con su marido, cosa que extrañaba entre sus conocidos, si tenemos en cuenta la época–, sino que también se convirtió en un puntal firme de la hacienda de Can Prat. Su profunda intuición le permitía tomar decisiones y orientar a su marido en sus movimientos comerciales con una prudencia y un juicio difíciles de igualar. Pero, además, la ondina hacía recapacitar a su marido toda vez que éste se empecinaba en llevar a cabo algún proyecto que pudiera ser perjudicial para las tierras, las aguas y el aire, para bosques, animales o insectos, por muy rentable que a él le pudiera parecer. Su extrema sensibilidad y su capacidad para percibir los sentimientos de todos los seres y elementos, le permitían dilucidar cuándo era conveniente llevar a cabo una empresa y cuándo no, al punto que, con tan admirable gobernante y consejera, los señores de Can Prat llegaron a estar altamente considerados en el mismísimo palacio de los Condes de Barcelona.

En cuanto a su vida familiar, dos frutos de su mestizaje llenaron de alegría y felicidad las estancias de Can Prat, un niño y una niña, con la misma belleza y la misma mirada de otro mundo que exhibía la madre, y con la intuición, sensibilidad e inteligencia propia de su especie. La mujer de agua se volcaba con ellos, no sólo proporcionándoles la esmerada educación propia del mundo de los humanos, sino abriendo y ejercitando también en ellos percepciones sutiles, que les permitían empatizar y conversar en su interior no sólo con todos los seres vivos de los alrededores, sino también con los espíritus del viento, de la tierra, del agua y del fuego.

Así discurrieron sus vidas durante bastante tiempo, pero el hábito y la rutina diaria terminan por adormecer hasta las más ardientes pasiones, y llegó un día en que el dueño de Can Prat cometió una terrible equivocación.

Se hallaban marido y mujer haciendo estimaciones sobre la producción de un buen pedazo de tierra que habían adquirido recientemente cuando, de pronto, comenzaron a discutir sobre el tipo de cultivo que mejor podría medrar en aquel lugar. El hombre se empeñaba en cultivar unas especies de plantas que, ella lo sabía bien, iban a crear graves desequilibrios en la tierra y las aguas de la zona, de modo que la discusión fue creciendo en ardor hasta que, fuera de sí, el hombre de Can Prat le espetó a su mujer a voz en grito:

—Pero, ¿qué sabrás tú de tierras y de cultivos, si no eres más que una pobre ninfa de las aguas? ¡Si no te hubiera sacado yo del río, no serías…!

El hombre no terminó de pronunciar aquella frase, pues se detuvo en seco, horrorizado por lo que había hecho. ¡Había olvidado su juramento!

Pero el mal ya estaba hecho. Sin darle tiempo a reaccionar, la mujer de agua se alejó velozmente en dirección al Gorg Negre, como si hubiera sido arrebatada por sus dioses, y el hombre de Can Prat se vio incapaz de darle alcance, llegando a la poza oscura justo a tiempo para ver desvanecerse las últimas ondas dejadas por su adorable cuerpo en la superficie del agua. Sus ropas yacían inertes, aún tibias, sobre la misma roca en la que él se hubiera sentado el día en que se conocieron.

El hombre, arrodillándose junto a la poza, lloró desconsolado pidiéndole perdón, suplicando su regreso, mientras se enjugaba las lágrimas con las prendas de la ninfa, a la que no había sabido respetar y conservar a su lado.

Llegó la noche y el hombre de Can Prat no quiso alejarse de la poza, no fuera que ella emergiera de nuevo, como aquella lejana noche de luna llena, cuando se volvió loco de amor por ella. Solamente con las primeras luces del alba, decidió finalmente regresar a casa con los hijos que había tenido con ella, para ocuparse de ellos en ausencia de su madre.

El hombre de Can Prat no volvió a ver su esposa. Desesperado por su ausencia, se pasaba los días yendo y viniendo entre el Gorg Negre y su casa, llamándola a gritos entre lágrimas por los bosques, e intentando sorprenderla por las noches en la poza, vigilando las aguas durante horas, no fuera que emergiera de las aguas y él no estuviera allí.

Y cuando, rendido, el dueño de Can Prat se retiraba a descansar, la mujer de agua entraba subrepticiamente en la casa y, subiendo las escaleras de pizarra, iba a visitar a su hija e hijo, acariciándoles y besándoles tiernamente, cantándoles canciones de ondinas para que se durmieran. Y, cuando la casa quedaba en completo silencio, antes de partir, la ninfa dejaba caer las lágrimas de su tristeza sobre la mesa de roble del comedor, lágrimas que, a llegar el alba, se transformaban en valiosísimas perlas, que el hombre de Can Prat recogía atónito, sin atinar a discernir su procedencia. De este modo, la mujer de agua continuó velando por la abundancia y el bienestar de su marido y de sus hijos en la masía de Can Prat.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2022), escrita en la Masía de Ridaura, a poco más de un kilómetro del Gorg Negre.

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Las mujeres de agua son seres de la mitología catalana que parecen guardar una estrecha relación con las ninfas, ondinas o náyades de la mitología griega, si bien se pueden encontrar en infinidad de tradiciones de todo el planeta. Según la Gran Enciclopèdia Catalana, «Es una derivación del mito del espíritu de las aguas, presente en todas las culturas, con elementos que la aproximan a las variantes germánicas de este mito» (Dona d’aigua, 2022). En este sentido, las mujeres de agua serían los espíritus elementales protectores del agua, junto con los gnomos –protectores de la tierra–, los silfos –protectores del aire– y las salamandras –protectoras del fuego, si bien las clasificaciones de estos seres imaginales –en modo alguno imaginarios, véase Corbin (1993) y Chittick (2003)– se ramifican en la protección de árboles, montañas, cañadas, ríos, océanos, grutas y demás elementos o seres de la naturaleza.

La tradición popular dice de las ondinas que no envejecen ni mueren por enfermedad, si bien no son del todo inmortales, y suelen aparecer en los relatos fundacionales griegos como esposas de reyes o grandes personajes, quizás como una forma de justificar el señorío de un linaje sobre determinado territorio y su naturaleza.

         Según Amades (1974), el término de mujeres de agua tendría un origen prehistórico en Catalunya, incluso anterior al término “fada”, “hada”, que también se les ha dado a estos seres, y se dice en la tradición popular catalana que se las puede sorprender y observar con facilidad en la Noche de San Juan, o bien en cualquier noche de luna llena.

 

Fuentes

  • Amades, J. (1974). Folklore de Catalunya. Barcelona: Ed. Selecta.
  • Boada, M. (2004). Llegendes del Montseny (7ª edición). Figueres: Edicions El Brau.
  • Chittick, W. C. (2003). Mundos imaginales: Ibn al-‘Arabî y la diversidad de las creencias. Madrid: Mandala Ediciones.
  • Corbin, H. (1993). La imaginación creadora en el sufismo de Ibn ‘Arabî. Barcelona: Destino.
  • Dona d’aigua (mitología) (1 Enero 2022). En Vikipèdia. https://ca.wikipedia.org/w/index.php?title=Dona_d%27aigua_(mitologia)&oldid=29059578
  • Morató Pascual, N. (sf). Recuperem les llegendes del poble de Gualba. Universitat de Barcelona. Disponible en http://www.ub.edu/procol/sites/default/files/entrada%20arxius/Les%20llegendes%20de%20Gualba%20-%20Morat%C3%B3%20Pascual%2C%20N%C3%BAria.pdf.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 11: Afirmar la igualdad y equidad de género como prerrequisitos para el desarrollo sostenible y asegurar el acceso universal a la educación, el cuidado de la salud y la oportunidad económica.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Principio 5b. Establecer y salvaguardar reservas viables para la naturaleza y la biosfera, incluyendo tierras silvestres y áreas marinas, de modo que tiendan a proteger los sistemas de soporte a la vida de la Tierra, para mantener la biodiversidad y preservar nuestra herencia natural.

Principio 11b: Promover la participación activa de las mujeres en todos los aspectos de la vida económica, política, cívica, social y cultural, como socias plenas e iguales en la toma de decisiones, como líderes y como beneficiarias.

Principio 11c: Fortalecer las familias y garantizar la seguridad y la crianza amorosa de todos sus miembros.

Principio 12: Defender el derecho de todos, sin discriminación, a un entorno natural y social que apoye la dignidad humana, la salud física y el bienestar espiritual, con especial atención a los derechos de los pueblos indígenas y las minorías.

Principio 12a: Eliminar la discriminación en todas sus formas, tales como aquellas basadas en la raza, el color, el género, la orientación sexual, la religión, el idioma y el origen nacional, étnico o social.

Principio 12b: Afirmar el derecho de los pueblos indígenas a su espiritualidad, conocimientos, tierras y recursos y a sus prácticas vinculadas a un modo de vida sostenible.

Principio 12c: Honrar y apoyar a los jóvenes de nuestras comunidades, habilitándolos para que ejerzan su papel esencial en la creación de sociedades sostenibles.