La inutilidad de los ancianos

Rumanía, Serbia, Hungría, Macedonia y Grecia

 

Antiguamente, en algunos lugares, existía la costumbre de deshacerse de los ancianos porque se les consideraba inútiles para la comunidad y una carga para la supervivencia del colectivo. Dicen que se acostumbraba abandonar a la gente mayor en la montaña, para que murieran allí de hambre o frío, o bien fueran devorados por los depredadores.

Pero se cuenta que hubo un joven que, no teniendo corazón para abandonar a su anciano padre en la montaña, decidió ocultarlo en su casa. Temiendo que cualquier vecino pudiera descubrir el engaño y costarle la vida no sólo a su padre, sino también a él, decidió ocultarlo a la vista de todos en la bodega de su casa, dentro de un tonel vacío. Le llevaba comida y bebida todos los días e intentaba hacerle compañía todo el tiempo que el trabajo cotidiano le permitía; pero, con todo, se le rompía el corazón viendo a su padre en tan miserable situación.

Todavía no habían podido habituarse a tan absurdo escenario cuando, súbitamente, la situación empeoró aún más. Una orden del gobernador de la región instaba a todos los hombres capaces de portar armas a que unieran fuerzas para combatir a un monstruo temible que estaba atacando al ganado y a los propios pastores desde un inmenso y profundo bosque, donde muy pocos en la región se atrevían a adentrarse.

—¿Y qué voy a hacer ahora? –se preguntó el joven angustiado– La batida me puede tener muchos días lejos de casa y, además, si muero en esta demanda, ¿quién le llevará comida a mi padre? ¡Terminará muriendo de sed y de hambre en la bodega!

El día antes de partir a la batida, cuando ya se hizo obvio que no podría evitar aquel lance, bajó al sótano de la casa todas las provisiones de las que disponía y le contó a su padre la situación. También le habló de su temor de que, si él no volviera, el anciano quedara totalmente desvalido y vendido a su suerte. Pero el anciano no se dejó atemorizar ante la perspectiva de una muerte, esta vez sí, inevitable.

—No te preocupes, hijo –respondió el viejo resignado–. Si no volvieras, entregaré voluntariamente mi maltrecho cuerpo a la muerte. No estando tú en este mundo, yo tampoco querría vivir.

Y, antes de dejar hablar a su hijo, añadió:

—Sin embargo, puedo darte un consejo que, quizás, te pueda traer de vuelta, no sólo a ti, sino también a otros muchos en la aldea. Como sabes, el bosque donde vais a hacer la batida es lo más parecido a un laberinto infernal. Aunque consigáis vencer al monstruo, si os perdéis en el bosque, podríais acabar muriendo de hambre o ser víctimas de otras bestias en la inmensidad de esa selva. De modo que sigue, por favor, mi consejo y llévate a la yegua negra, pero dejando en el establo a su potro con abundante heno. Cuando hayáis terminado la batida, suelta los estribos de la yegua y deja que ella misma busque el camino de regreso a casa, porque querrá reunirse con su potro de nuevo y no habrá nada en el mundo que se lo impida.

Al día siguiente, tras asegurarle a su padre que seguiría su consejo, el joven se despidió de él con los ojos empañados en lágrimas y partió con el resto de los hombres de la aldea.

Se internaron en el abominable bosque y terminaron dando con el monstruo, pero no consiguieron matarlo. Sin embargo, lograron ahuyentarlo hasta que la propia bestia se perdió en lo más profundo e ignoto de la selva. Convencidos de que no sabría volver desde allí hasta las tierras cultivadas y las praderas donde pacía el ganado, decidieron dar por terminada la batida. Pero entonces descubrieron, para su consternación, que persiguiendo al monstruo ellos también se habían perdido en aquel laberinto de árboles, enormes arbustos y rocas de aquella salvaje región.

—¡Seguidme! –les dijo entonces el joven, recordando el consejo de su padre– Mi yegua nos llevará de vuelta a la aldea. Sólo tengo que soltar sus estribos y partirá directamente hacia casa en busca de su potro.

Al principio, fueron muy pocos los que confiaron en la idea del joven, pero, no pudiendo elegir otra opción y ante la angustia de no salir jamás del bosque, optaron por seguirle.

Pocos días después, todo el grupo emergía de la selva y abrazaban y zarandeaban al joven entre vítores por su magnífica idea.

—¿Cómo sabías que la yegua no se iba a perder, igual que nos habíamos perdido nosotros? –le preguntaron.

—Perdonad, pero no os puedo decir cómo lo sabía –les respondió sumiéndolos en la confusión–. Quizás… algún día… pueda contároslo.

El joven regresó a la aldea y se reencontró con su padre, que no pudo evitar derramar lágrimas de gozo al verle de nuevo sano y salvo. Y todo discurrió normalmente, si es que se puede decir normal a la vida de secreto y clausura que tenían que llevar por causa de tan cruel costumbre, hasta que, avanzado el verano, una pertinaz sequía acabó con todas las cosechas de la región.

No pudieron cosechar ni un solo grano de trigo, avena ni cebada, mientras los árboles se agostaban y los frutos no llegaban a madurar en sus ramas. Tendrían que subsistir durante el invierno con las reservas acumuladas en los años de abundancia, pero ¿qué sería de todos ellos cuando llegara la primavera y no tuvieran siquiera semillas para sembrar? ¿Qué sería de todos en el siguiente invierno, con las bodegas y los graneros vacíos?

El joven le contó a su padre lo que estaba sucediendo fuera de su reducido mundo subterráneo, le habló de la preocupación de todos en la región. ¿Qué harían cuando llegara el siguiente invierno?

—No te preocupes por eso, hijo –dijo el anciano serenamente–. Con las últimas nevadas del invierno, o bien cuando lleguen las primeras lluvias de la primavera y los caminos se ablanden, toma la yegua negra, úncele el yugo y ara los caminos que llevan al mercado. ¡No te puedes llegar a imaginar las semillas que caen en los caminos a través de los tablones de los carros que llevan los cereales al mercado!

El hijo casi no podía creer lo que le acababa de decir su padre. ¿Funcionaría aquella idea? ¿Tanto grano se perdía? Y el que se perdía, ¿no se lo habrían comido los pájaros en los caminos? ¿No estaría su padre perdiendo la razón por estar allí abajo encerrado tantos meses ya?

Cuando llegaron las primeras lluvias de la primavera, el joven se decidió a poner en práctica lo que su padre le había aconsejado. Tomo la yegua negra, le unció el yugo y se puso a arar los caminos que llevaban al mercado del cercano pueblo, y también los que llevaban a la más lejana ciudad, ante la mirada atónita de vecinos y transeúntes.

—Pero, ¿qué estás haciendo? –le preguntó un grupo de vecinos al verle arar los caminos– ¿Acaso te has vuelto loco?

—No, no me he vuelto loco –respondió el joven, cautivo de una confianza ciega en su padre–. Haced lo que yo hago y tendremos comida el próximo invierno.

Sólo unos pocos, pensando que había sido él, y con aquella misma yegua, quien les había sacado del bosque abominable, se atrevieron a seguir su consejo y se pusieron a arar los caminos sin otra esperanza que la de que su joven vecino volviera a tener razón. Y, poco después, por no quedarse atrás, no fuera que aquella locura funcionara y luego tuvieran que pedir comida a los demás, otros granjeros se fueron sumando poco a poco a la extraña idea de arar los caminos en toda la región.

Pocas semanas después, todo el mundo comenzó a ver que los caminos reverdecían con todo tipo de cereales, incluso con legumbres, y la esperanza comenzó a iluminar los corazones de la gente. Con el transcurso de las semanas terminaron convenciéndose de que, efectivamente, tendrían una extraña cosecha aquel año, ¡pero cosecha al fin y al cabo!, aunque tuvieran que triar después el grano para diferenciar unos cereales de otros.

Cuando llegó el tiempo de la cosecha y las gentes de toda la región se fueron congregando en los caminos para, juntas, recoger el grano, diferenciarlo y compartirlo entre todos, no había quien no se preguntara a quién se le había ocurrido la idea, pues les había salvado la vida a ellos y a sus hijos. Y poco a poco todos terminaron pronunciando el nombre del joven que les había sacado del bosque cuando ahuyentaron al monstruo.

Cuando, tras la cosecha, una verdadera muchedumbre de vecinos de toda la región fue a mostrarle su agradecimiento por lo que había hecho y le preguntaron cómo se le había ocurrido tan magnífica idea, el joven contestó:

—No es a mí a quien tenéis que agradecer la comida con la que vais a alimentar a vuestros hijos el próximo invierno, ni tampoco fui yo quien pensó que mi yegua negra nos podía sacar a todos con vida del bosque oscuro –dijo humildemente el joven–. A quien tenéis que darle las gracias es a mi padre, a quien no dejé abandonado en la montaña cuando esta absurda costumbre nuestra me lo exigía, y a quien he tenido oculto en nuestra bodega durante más de un año por miedo a que lo descubrierais.

Se hizo un silencio pesado en la multitud.

—Quizás los ancianos ya no puedan contribuir con su trabajo y su esfuerzo físico al bienestar de la comunidad –continuó el joven, aceptando cualquier cosa que pudiera ocurrir a partir de ahí–, pero no por ello tenemos que calificarlos de inútiles y de una carga para los más jóvenes. Ellos siguen aportando muchas cosas que los más jóvenes y fuertes no podemos aportar. Están más despiertos que nosotros, ven las cosas con mucha más claridad que nosotros, y tienen la experiencia vital que nos falta a los más jóvenes.

Y, dejando un breve silencio para mirar a todos tristemente a los ojos, añadió:

—¿No os parece que podríamos enterrar para siempre la costumbre de abandonar a los ancianos en la montaña y la idea de que los ancianos son inútiles para la comunidad?

Desde aquel día, nadie más en la región volvió a abandonar a un anciano, a una anciana, en la montaña; y nadie más volvió a hablar en las comunidades de la inutilidad de los ancianos.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2022).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Este antiquísimo relato procede de la región histórica de Banat, que se extiende actualmente en los territorios de tres países –Rumanía, Serbia y Hungría–, si bien se encuentran también versiones similares de este relato en la tradición oral de Transilvania (asimismo en Rumania) y de Macedonia.

Una versión de esta historia fue publicada en 1845 en alemán por los hermanos Schott, que afirmaban que se trataba de un relato de época de los Romanos. Por otra parte, otros autores –Hehn, Sainenun, Schmidt–, a caballo de los siglos XIX y XX, afirmaban que este relato también aparecía en tradiciones de la Grecia moderna (Gaster, 1919). Finalmente, la destacada storyteller Margaret Read MacDonald (2005) afirma que también existen adaptaciones de esta historia en distintos lugares de Asia y de África.

Y no debería extrañarnos que este relato esté tan difundido, si tenemos en cuenta lo que afirman investigadores como Coe, Palmer, Aiken y Cassidy (2005). Estos académicos investigaron los relatos tradicionales desde una perspectiva evolutiva, considerándolos como «estrategias ancestrales que fomentan aquellos comportamientos que resultan beneficiosos para la adecuación». Desde esta perspectiva, llegaron a la conclusión de que los relatos podrían estar sujetos también a la selección natural, de tal modo que aquellos relatos que favorecieran la supervivencia de los colectivos serían los que se irían transmitiendo con más probabilidad de generación en generación. Y, evidentemente, esta historia no sólo estaría favoreciendo la supervivencia del grupo al revalorizar la experiencia de las generaciones más viejas, sino que también estaría reflejando la propia conclusión de estos investigadores.

Pero la amplia difusión del relato también podría deberse a las propias circunstancias geográficas de la región de Banat, que ha estado sometida a múltiples vaivenes políticos y culturales desde la misma prehistoria, por hallarse en una zona de paso migratorio entre Europa y Asia. De hecho, actualmente, en la histórica región de Banat conviven grupos étnicos rumanos, serbios, húngaros, alemanes, eslovacos y romaníes.

 

Fuentes

  • Coe, K.; Palmer, C. T.; Aiken, N. E. y Cassidy, C. (2005). The role of traditional children’s stories in human evolution. Entelechy: Mind & Culture, 6 (Fall-Winter). Disponible en http://www.entelechyjournal.com/coe%20palmer%20aiken%20cassidy.html
  • Friedman, A. (2014). Tell me a story: The wise old men (A folktale from Romania). GoSanAngelo. Disponible en https://archive.gosanangelo.com/lifestyle/tell-me-a-story-the-wise-old-men-a-folktale-from-romania-ep-458179889-354952541.html/
  • Gaster, M. (1919). The Killing of the Khazar Kings. Folk-Lore: A Quarterly Review of Myth, Tradition, Institution, and Custom, 30, 136-136. Disponible en https://en.wikisource.org/wiki/Folk-Lore/Volume_30/The_Killing_of_the_Khazar_Kings
  • MacDonald, M.R. (2005). Plowing up the road. En Earth Care: World Folktales to Talk About, pp. 121-123. Little Rock: August House.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 11c: Fortalecer las familias y garantizar la seguridad y la crianza amorosa de todos sus miembros.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Preámbulo: Responsabilidad universal.- Todos compartimos una responsabilidad hacia el bienestar presente y futuro de la familia humana y del mundo viviente en su amplitud.

Principio 1a: Reconocer que todos los seres son interdependientes y que toda forma de vida tiene valor, independientemente de su utilidad para los seres humanos.

Principio 3a: Asegurar que las comunidades, a todo nivel, garanticen los derechos humanos y las libertades fundamentales y brinden a todos la oportunidad de desarrollar su pleno potencial.

Principio 12a: Eliminar la discriminación en todas sus formas, tales como aquellas basadas en la raza, el color, el género, la orientación sexual, la religión, el idioma y el origen nacional, étnico o social.

Principio 13b: Apoyar la sociedad civil local, regional y global y promover la participación significativa de todos los individuos y organizaciones interesados en la toma de decisiones.

El camino hacia adelante: Todo individuo, familia, organización y comunidad, tiene un papel vital que cumplir.