Las hadas malvadas
Francia
Había una vez dos jóvenes hadas llamadas Carabosse y Follette, que eran tan maliciosas que la Reina de las Hadas las desterró de su corte. Las hadas cayeron así pues a la tierra, y comenzaron a merodear por aquí y por allí viendo qué travesuras podrían hacer a los mortales.
En éstas llegaron a un país en el que había multitud de granjas, con magníficas cosechas de cereales, grandes cultivos de verduras y enormes extensiones de frutales bien cargados de frutas. Cuando Carabosse y Follette vieron esto se sintieron corroídas por la envidia; pero, tras escuchar las conversaciones de los granjeros, se dieron cuenta de que las gentes en aquel país no eran felices, que no se daban por satisfechas con la abundancia que les daba la tierra, y que lo que deseaban era acumular riquezas sin cuento.
Carabosse y Follette se rieron burlonas de aquellas gentes y, cuando cayó la noche, tocaron con sus varitas mágicas todo cuanto crecía en los campos.
Al instante, todo cambió.
Las espigas de trigo, en su hermosa madurez, dejaron de mecerse con el viento al convertirse en espigas incrustadas de piedras preciosas. Los tallos de los cereales se convirtieron en juncos de oro o plata coronados por racimos de diamantes. Los árboles se transformaron en columnas de alabastro o de cristal, con hojas de esmeralda, y topacios, rubíes, perlas y amatistas como frutos. De las vides colgaban racimos de granates y rubíes. En definitiva, todas las plantas y árboles de los campos se transformaron en oro, plata y piedras preciosas.
Cuando la gente despertó a la mañana siguiente y vieron sus campos y huertos brillando bajo el sol con miles de colores, se levantó un clamor de júbilo. Recorrieron los campos llenando cestas y canastos de joyas, y desgajando ramas de alabastro y de cristal. Se hicieron collares y cinturones de diamantes, rubíes y perlas, y se trenzaron coronas de oro en las cabezas, mientras engarzaban todo tipo de joyas en sus vestidos.
Pasó el estío y llegó el otoño, y no había árboles de fresca sombra bajo los cuales sentarse a descansar, ni había flores delicadas que exhalaran su fragancia. Sólo había rígidas hojas de esmeralda y duras piedras preciosas cuyo brillo hacía daño a los ojos.
Las hoces de los agricultores perdían rápidamente el filo contra los tallos de oro y plata de los cereales, y no había grano que el molino pudiera convertir en harina. Las vides y los árboles frutales, en lugar de ofrecer uvas maduras, manzanas jugosas y aterciopelados melocotones, se derrumbaban bajo toneladas de piedras preciosas. Nadie podía vender nada, pues todo el mundo era sumamente rico y no necesitaba de nada más.
Sin embargo, la comida no tardó en empezar a escasear. Los niños y las niñas lloraban pidiendo pan, pero no había pan.
Las maliciosas Carabosse y Follette, no contentas con toda la desdicha causada, fueron de arroyo en arroyo y de fuente en fuente tocando sus aguas con las varitas, transformando al instante las frescas aguas de los arroyos en oro fundido, mientras las fuentes derramaban plata.
No había agua. Las niñas y los niños lloraban suplicando algo que beber, pero no había nada que beber. Todo el mundo se estaba muriendo de hambre y de sed.
Las gentes, desesperadas, se despojaron de sus ricos vestidos incrustados de gemas, arrojaron al suelo sus coronas de oro, y se arrancaron los collares y los cinturones de diamantes, rubíes y perlas.
—¡Oh, dadnos pan y agua! —suplicaban.
Pero no había nadie que tuviera pan ni agua.
Sin embargo, había un hombre pobre, uno solo en todo el país, que siempre había estado satisfecho con lo que tenía. Vivía en una pequeña casita, rodeada por una exigua huerta. Y debido al hecho de que estaba satisfecho con su sino, Carabosse y Follette no habían podido transformar nada de lo que pertenecía a este hombre.
Cuando se enteró de que los niños lloraban de hambre y sed, se fue corriendo a su huerto y recogió todas las frutas y verduras que pudo, se las llevó a los niños, y no guardó nada para sí.
Inmediatamente, se oyó la voz atronadora de la Reina de las Hadas:
—¡Toma tu recompensa!
Se escuchó un gran estrépito, mientras un vendaval de viento se llevaba a su paso todas las hojas de esmeralda y los frutos de gemas. Llamas rojas y amarillas se vieron danzar sobre los arroyos y las fuentes, mientras los campos de cereales se sacudían violentamente. Y, en un abrir y cerrar de ojos, los árboles se cubrieron de nuevo de hojas verdes, en tanto que frutas maduras aparecían en sus ramas. Verduras frescas emergían de la tierra en los huertos, y los campos de cereales volvían a mecerse con el viento como un océano amarillo. Agua pura discurría por los arroyos, y las fuentes derramaban de nuevo agua fresca.
La voz de la Reina de las Hadas se volvió a escuchar en todas partes:
—¡Muere, Carabosse! ¡Muere, Follette!
Y, con un terrible estruendo, las dos hadas malvadas estallaron en miles de burbujas.
La gente casi se volvió loca de alegría. Las ruedas del molino comenzaron a girar de nuevo, moliendo harina para hacer pan. Los niños y las niñas, haciendo palmas, corrían por los huertos agarrando frutas, mientras las jóvenes llenaban sus cántaros con agua fresca en los arroyos. Todo el mundo tenía cuanto necesitaba para comer y beber.
Y, año tras año, las gentes de aquel país disfrutaron de cosechas ricas y abundantes, y nunca más se lamentaron por su suerte.
Adaptación de Francis Jenkins Olcott (1919).
Dominio Público.
Comentarios
La única objeción que podríamos hacerle a este relato sería el de la suerte fatal que termina cayendo sobre Carabosse y Follette, un castigo siempre excesivo y poco edificante y ejemplificador. Hay que tener en cuenta que este relato lo adaptó a principios del siglo XX Frances Jenkins Olcott, que hizo un gran trabajo de recopilación de cuentos relacionados con la naturaleza para su uso educativo, pero que, comprensiblemente en su tiempo, pasó por alto detalles que hoy, tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, no consideraríamos adecuados. En cualquier caso, bastará con que la educadora o el cuentacuentos elimine el castigo final de las hadas malvadas, transformándolo en una severa reprimenda de la Reina de las Hadas seguida por un sincero arrepentimiento de Carabosse y Follette.
Fuentes
- Olcott, F.J. (1919). The wicked fairies. In The Wonder Garden: Nature Myths and Tales from all the World Over for Story-telling and Reading Aloud and for the Children’s Own Reading (pp. 283-286). Boston & New York: Houghton Mifflin Co.
Texto asociado de la Carta de la Tierra
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