Los patos mandarines y el samurái

Budismo zen – Japón

En el antiguo Japón, en una laguna cercana a lo que hoy es Maizuru, al norte de Kyoto, vivía una pareja de patos mandarines. Era primavera, y no hacía mucho que habían tenido a sus crías. El macho, con sus espectaculares colores –con sus barbas de color naranja oscuro, el penacho verde, azul y rojo, y el pico del color de los corales–, todavía no había empezado a cambiar el plumaje, propio del verano, y se exhibía ante la hembra y ante su prole como sólo un pato mandarín puede hacerlo.

         Por la misma época, un joven samurái y su esposa instalaron su casa en las orillas de la laguna. El samurái todavía no había conseguido entrar al servicio de ningún señor feudal de la región. De hecho, y aunque contaba ya con las espadas tradicionales de todo samurái, todavía no había conseguido el dinero suficiente como para comprarse el resto de los aderezos propios de su profesión. Y, por si fuera poco, su esposa estaba ahora embarazada. El atuendo completo del samurái tendría que esperar, pero el joven se sentía de todos modos feliz, sabiendo que iba a ser padre.

         Una noche, durante la cena, su mujer le comentó que sentía la necesidad irresistible de comer carne, temiendo que fuera una necesidad del niño en su vientre.

         —Ya sé que no disponemos de dinero para comprar carne –añadió–, pero no quiero ocultarte nada, amado mío.

         El joven marido no dijo nada pero, tras acostarse, cuando sintió que su mujer se había dormido, se levantó de la cama, tomó su arco y salió en busca de caza. Recorrió el bosque de hayas cercano pero, no encontrando presas, optó por ocultarse en el cañaveral de la orilla de la laguna a la espera de las primeras luces del alba, con la esperanza de poder cazar algún ave acuática.

         Pero he aquí que, en plena noche, inesperadamente, atisbó de pronto a un macho de pato mandarín saliendo de su nido en el hueco de un árbol. Bajo la luz de la luna, su silueta ofrecía un blanco perfecto, de modo que el joven samurái disparó su flecha, recogió su presa inerte del suelo y volvió a su casa. Al llegar allí, metió al pato en un saco y lo colgó de un árbol cerca de la cabaña, para finalmente volver a la cama y ponerse a dormir de nuevo.

         Sin embargo, cuando estaba a punto de entregarse al sueño, un extraño sonido lo desveló. Sonaba como a unas alas batiendo.

         «¿Estará vivo todavía el pato y no me he dado cuenta?», se preguntó. Se levantó de nuevo y, tomando un cuchillo, salió de la casa. Pero, para su sorpresa, descubrió de pronto que el aleteo no era del pato al que había cazado, que permanecía tan inmóvil como antes dentro del saco, sino de la hembra, que se había encaramado encima de la rama donde había colgado al macho y aleteaba como intentando devolverle la vida.

         El joven pensó entonces en matar también a la hembra. «Más carne para mi esposa y mi hijo», pensó. Pero, cuando se acercó a la hembra del pato mandarín, ésta le miró y no hizo ningún gesto de temor. Es más no intentó en ningún momento emprender la huida. A la hembra parecía no preocuparle su destino, y seguía aleteando sobre el cadáver del macho como en un extraño ritual de duelo, como llorando a su pareja asesinada.

         Un sentimiento muy profundo embargó al joven samurái, una abrumadora compasión que nunca había sentido. Con lágrimas en los ojos, volvió a la casa para despertar a su mujer y contarle lo sucedido, aquella extraña exhibición de amor conyugal.

         —Siento mucho haberte dicho lo de la carne –le dijo ella–. Por nada del mundo me comería ahora a ese pato.

         En las sanghas budistas zen se cuenta actualmente que el joven no llegó a culminar su proceso para convertirse en samurái. Dicen que la compasión que sintiera por la hembra de pato mandarín transformó su visión de la realidad y que, después de aquel suceso, dedicó su vida a proteger a todo tipo de animales. Tras su muerte, su nombre sería venerado como el de un hombre santo.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2018).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

De este relato sólo conozco la adaptación realizada por Henri Brunel (2005) en francés e inglés, que posteriormente se traduciría al castellano (Brunel, 2006).

 

Fuentes

  • Brunel, H. (2005). Les plus beaux contes zen. Paris: Editions du Seuil.
  • Brunel, H. (2006). Los más bellos cuentos zen. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 15: Tratar a todos los seres vivientes con respeto y consideración.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Principio 1a: Reconocer que todos los seres son interdependientes y que toda forma de vida tiene valor, independientemente de su utilidad para los seres humanos.

 

Principio 2: Cuidar la comunidad de la vida con entendimiento, compasión y amor.

 

Principio 15b: Proteger a los animales salvajes de métodos de caza, trampa y pesca, que les causen un sufrimiento extremo, prolongado o evitable.