El joven que se negaba a matar

Tíbet

En las imponentes montañas del Tíbet hubo una vez un joven llamado Tashi, hijo de un humilde matrimonio que estaba entrando en la vejez. Éstos se quejaban con frecuencia a las tres hermanas mayores de Tashi, casadas con hombres ricos, de la extrema sensibilidad del muchacho, que era incapaz de proveer de comida a sus progenitores con la caza, debido al hecho de que era incapaz de dar muerte a ningún animal. Como es lógico, también se negaba a comer ningún tipo de carne.

         ―Debería de haberse metido en un monasterio –se lamentaba agriamente la madre– pues, si no va a cazar, ¿qué vida nos espera en la vejez? Vamos a tener que pedir limosnas a nuestras hijas y a nuestros vecinos, o de lo contrario pasaremos hambre. ¿Qué vamos a hacer con él, si no es capaz de cuidar de nosotros cuando nosotros ya no podamos cuidar de nuestras necesidades ni de las de él?

         Pero el joven repetía una y otra vez:

         ―Toda vida es sagrada. No voy a matar a ningún ser vivo.

         Con todo, el padre obligó un día a Tashi a que le acompañara en una salida de caza por las montañas. Estuvieron caminando durante varias horas, al cabo de las cuales el hombre comenzaba a sentirse cansado, pero también abatido: en todo ese tiempo, sólo había conseguido cazar un conejo pequeño.

         “Este hijo mío… me parece que trae mala suerte”, llegó a pensar.

         En su sendero, desembocaron de pronto en el camino que llevaba al santuario sagrado de Chenrezig, Buda de la Compasión y santo patrón del Tíbet, objeto de gran devoción entre las gentes de las montañas. Hicieron un alto en el camino para comer algo y, mientras se comía un trozo de queso y dos piezas de fruta, Tashi se puso a tallar en la roca la oración Om Mani Peme Hum, como hacían normalmente los peregrinos en este sendero.

         El padre observó a su hijo y repitió en silencio, para sus adentros, la sagrada oración, mientras pasaba los dedos por entre las cuentas de su ya gastado mala, su rosario de oración. El hombre era consciente de que matar es un acto que va contra las creencias del budismo, pero Buda había vivido en la India, donde crecen las frutas y las verduras por doquier, en tanto que en el Tíbet difícilmente se podía subsistir sin comer carne, sobre todo siendo pobres. De todos modos, el hombre intentaba matar a los animales de la forma más compasiva que podía, al tiempo que rezaba por sus víctimas. Pero todas estas razones eran algo que difícilmente podría hacer comprender a su hijo.

         Reanudaron su camino dando un rodeo para emprender el camino de regreso a casa, cuando de pronto el hombre vio una liebre parda de buen tamaño. Debía de hacer semanas que no veía una pieza de tal tamaño. Tenía que hacerse con ella, como fuera.

         Lentamente, se agazapó e hizo que Tashi se agachara, armó su honda con una afilada piedra y esperó a que el animal se quedara quieto. Y, cuando estaba armando el brazo para lanzar la fatídica piedra, Tashi se levantó de pronto y gritó:

         ―¡No, padre! ¡Por favor, no lo matéis!

         Claro está que la liebre desapareció rápidamente haciendo zigzags y dando ágiles saltos por entre los arbustos, mientras el padre apretaba fuertemente los puños y se ponía rojo de cólera.

         ―¿Por qué has hecho eso? –le gritó.

         Tashi dio un paso atrás. Nunca había visto aquella mirada de odio en su padre.

         ―Dime por qué has hecho eso –insistió el hombre mientras avanzaba amenazador hacia su hijo.

         Tashi sintió de pronto el peligro y, mientras le pedía a su padre que le perdonara, lanzó una rápida ojeada a su alrededor buscando una huida. Al otro lado del camino, en un ribazo, vio una grieta entre las rocas.

         ―¿Por qué has asustado a la liebre? –volvió a preguntar su padre, agachándose para tomar una gran roca del suelo.

         El joven echó a correr en dirección a la grieta que había visto entre las rocas mientras su padre salía detrás de él en persecución con la amenazadora roca entre las manos. Tashi consiguió meter el cuerpo por entre la estrecha grieta justo a tiempo para escabullirse de la ira de su padre, pero no pudo evitar que la roca que finalmente el hombre le había lanzado le alcanzara contundentemente en una pierna.

         El compasivo joven se adentró a rastras en la pequeña cueva que se abría tras la grieta, sabiendo que su padre no podría seguirle allí por ser demasiado corpulento. Con todo, la pierna le dolía terriblemente, y la herida que le había provocado la piedra sangraba abundantemente. Abrumado por la experiencia vivida, pero sobre todo por las potentes emociones que el ataque de su padre le había provocado, Tashi se desmoronó y perdió el conocimiento.

         Cuando despertó debían haber pasado varias horas, pues la luz del sol entraba ahora por la grieta con los tonos rojizos del atardecer. Pensó que su padre debía de haberse ido hacía largo rato, pues no podía arriesgarse a pasar la noche en las montañas sin el más mínimo refugio. La pierna le dolía intensamente, y pensó que no iba a poder salir de aquel agujero por sí solo. Pero, de pronto, escuchó unos pasos en el camino y se puso a pedir ayuda. Los pasos se detuvieron y, al cabo de unos instantes, vio asomar una cabeza por el hueco de la grieta. Era un monje joven.

         El monje le ayudó a salir de allí, mientras otros dos monjes de mayor edad le recibían y lo acomodaban en una zona de hierbas para curarle la herida. Le preguntaron qué había ocurrido, y Tashi les contó su historia, al cabo de lo cual el monje de mayor edad le invitó a que les acompañara en su peregrinación a los santuarios sagrados, no sin antes ofrecerle un hábito de monje para que pasara desapercibido entre ellos.

         En su viaje por las montañas, dieron en llegar a las puertas de la casa de la hermana mayor de Tashi. Siguiendo las costumbres, la mujer dio la bienvenida a los monjes, les dio de comer y les ofreció un lugar tranquilo donde descansar. Pero, curiosamente, no reconoció a su hermano bajo los hábitos de un monje, aunque también porque hacía bastante tiempo que no lo había visto.

         ―¿No se habrán cruzado ustedes con un joven solitario en sus viajes? –les preguntó de pronto la mujer– Mi hermano desapareció hace algunos días, y no sabemos ya dónde buscarle.

         El monje de mayor edad negó con la cabeza, y le dijo que, si lo veían, le hablarían de la preocupación que su familia sentía por él.

         Partieron de allí y, al día siguiente, fueron a dar a la casa de la segunda hermana de Tashi. Al igual que ocurriera con la hermana mayor, ésta tampoco reconoció al joven, y también preguntó a los monjes si habían visto a su hermano por los caminos. El monje de mayor edad le dio la misma respuesta que a la primera hermana y, tras comer un poco y descansar, reanudaron la marcha hacia los santuarios.

         Al tercer día llegaron a la casa de la hermana más pequeña de Tashi para pedir limosna, y ésta sí que lo reconoció, a pesar de sus ropajes. Llamó a sus dos hermanas mayores y organizaron una fiesta para celebrar su aparición, y a los tres monjes los obsequiaron con alimentos, mantas y abundantes limosnas por haber cuidado de su hermano. Finalmente, los monjes partieron, y las hermanas le pidieron a Tashi que se quedara con ellas, pero el joven declinó la invitación y les pidió sus bendiciones, pues quería partir cuanto antes para crearse su propia vida.

         Las hermanas se entristecieron al oír eso, pero sabían que no podían forzarle a quedarse, de modo que le pidieron que, al menos, aceptara un regalo para su nueva vida: un precioso caballo blanco.

         Así, Tashi montó en su caballo y partió en dirección a una remota región en las estepas, donde verdes praderas se extendían casi hasta el infinito.

         Un día, al detenerse a contemplar la belleza de una de esas fértiles planicies, Tashi se llevó una tremenda sorpresa.

         ―Quiero que hagas una cosa –le escuchó decir de pronto al caballo–. Mátame y, a continuación, extiende mi piel sobre la tierra, y luego esparce al viento mis crines.

         La sorpresa de descubrir que su caballo era mágico no le impidió sentirse horrorizado ante la propuesta del animal. Él jamás haría eso, y menos a un caballo tan especial como él. Pero, aquella noche, mientras Tashi dormía, el caballo se fue a un precipicio cercano y se lanzó al vacío, quedando muerto en el fondo de la quebrada.

         A la mañana siguiente, cuando Tashi despertó y no vio a su caballo, se puso a buscarlo por aquí y por allí, hasta que finalmente dio con el precipicio y descubrió su cadáver en el fondo. Bajó hasta él y, para honrar su memoria, decidió seguir las indicaciones que le había dado la tarde anterior. Tomó su piel y sus crines, regresó a la verde pradera donde le había hablado y extendió allí su piel en el suelo para, a continuación, esparcir sus crines al viento.

         Y, de pronto, para su sorpresa, la piel del caballo se transformó en una gran mansión, mientras las crines dispersadas por el viento hasta el rincón más lejano de la pradera, se convertían en ovejas y yaks. Y, sin poder siquiera imaginarlo, el caballo blanco apareció de nuevo con vida delante de Tashi.

         ―Esto que has visto aparecer en la pradera –le dijo el caballo– es tu recompensa por haber mostrado tanta compasión por todos los seres vivos.

         Y, tras decir esto, el mágico animal se dio la vuelta y se fue galopando por la llanura, mientras de cada una de las huellas de sus cascos emergían brillantes láminas de oro. Tashi se arrodilló en el suelo y lloró, dando gracias por la buena fortuna que había tenido, sabiendo que, ahora sí, podría sustentar a su padre y a su madre en la vejez, que no tendría que preocuparse nunca más por cómo iban a alimentarse.

         Tashi tomó posesión de la mansión y, poco después, empacó sus pertenencias e hizo un par de tortas de trigo, y partió en dirección de la casa de su madre y su padre. Cuando llegó allí, se subió al tejado y se asomó por un ventanuco que se abría hacia el cielo, y les vio acurrucados delante del pequeño fuego del hogar. Se acercó a la chimenea y dejó caer una de las tortas de trigo.

         ―¡Caen regalos del cielo! –oyó decir a su madre.

         Y, aunque la torta era sólo de trigo y no llevaba carne, el padre comenzó a comérsela con fruición. Entonces, Tashi dejó caer la otra torta por la chimenea, y su madre la recogió también de entre las brasas.

         Finalmente, Tashi bajó del tejado y llamó a la puerta, y en cuanto su madre lo vio se echó a sus brazos entre lágrimas, diciéndole que se quedara con ellos y que no les abandonara nunca más, aunque no fuera capaz de cazar ningún animal. En cuanto a su padre, se le acercó con los ojos empañados en lágrimas y le pidió perdón por lo que había hecho. Y Tashi abrazó a su padre y les dijo que nunca más pasarían privación alguna. Les contó lo sucedido con el caballo, y les habló de la mansión y de los rebaños de ovejas y yaks. Y cuando les llevó a su casa puso a su madre en un trono de oro, y a su padre en un trono de plata, reservándose para sí un trono de nácar rosado.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2019).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA.

 

Comentarios

Quizás sea la propuesta de la Carta de la Tierra que ilustra este relato, y el relato en sí, una de las más difíciles de aceptar para muchas personas ajenas a la cultura budista. Otorgar un valor intrínseco a toda forma de vida nos lleva, necesariamente, a replantearnos muchas de nuestras costumbres, incluso a cuestionarnos nuestro estilo de vida. ¿Dónde se encuentra el límite de lo aceptable y de lo necesario, por ejemplo, en nuestros hábitos alimenticios? Indudablemente, no puede haber respuestas concluyentes en este tema, y es posible que, incluso, nos hallemos en una situación como la que ejemplifica el padre de Tashi. Aunque siempre nos quedará la opción de abordar este dilema como lo abordaron tradicionalmente muchos pueblos nativo americanos, con un respeto reverencial por el animal cuya vida había sido arrebatada, como ya expliqué en los últimos compases del Capítulo 3 de La Colección de Historias de la Tierra, Vol. 0.

 

Fuentes

  • Hyde-Chambers, F. & A. (1981). The young man who refused to kill. In Tibetan Folk Tales (pp. 76-82). Boulder & London: Shambhala Publications.
  • Keding, D. & Brinkmann, K. A. (2016). The young man who refused to kill. In The Gift of the Unicorn and Other Animal Helper Tales (pp. 27-30). Santa Barbara, CA: Libraries Unlimited.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

Principio 1: Respetar la Tierra y la vida en toda su diversidad.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Preámbulo: Responsabilidad universal.- El espíritu de solidaridad humana y de afinidad con toda la vida se fortalece cuando vivimos con reverencia ante el misterio del ser, con gratitud por el regalo de la vida y con humildad con respecto al lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza.

 

Principio 1a: Reconocer que todos los seres son interdependientes y que toda forma de vida tiene valor, independientemente de su utilidad para los seres humanos.

 

Principio 2: Cuidar la comunidad de la vida con entendimiento, compasión y amor.

 

El camino hacia adelante: Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida.