El niño desaparecido

Pueblo Sioux Yankton – EEUU y Canadá

 

Las aves acuáticas volaban sobre los lagos pantanosos. Era la temporada de caza. Los indios, con arcos y flechas, vadeaban las orillas con el agua hasta la cintura, rodeados de arroz silvestre. Cerca de allí, en el interior de las tiendas, sus mujeres asaban patos salvajes y confeccionaban almohadas de plumas.

En el tipi más grande había una joven madre, que envolvía púas de puercoespín rojo para hacer los largos flecos de un cojín de piel de gamo. A su lado yacía un bebé de ojos negros, que balbuceaba y reía. Estirando brazos y piernas, jugaba con los hilos que colgaban de su pesado gorro de cuentas vacío, que colgaba de un palo de la tienda por encima de él.

Al final, la madre dejó a un lado las púas rojas y el fino hilo de tendón que utilizaba para coser. El bebé se había quedado dormido. Apoyándose en una mano y susurrando suavemente una canción de cuna, arropó al bebé con una mantita ligera. Su marido no tardaría mucho en volver a casa.

Percatándose de que no quedaban ya palos de sauce para el fuego, se ciñó rápidamente la manta a la cintura y, con un hacha de astil corto metida en el cinturón, se alejó a toda prisa hacia los árboles de la quebrada. Era una mujer fuerte y manejaba el hacha con la misma habilidad que cualquier hombre. Su holgado vestido de piel de gamo estaba hecho para tales menesteres. Poco después, con un haz de largos palos de sauce a la espalda, atados con un lazo de soga entre los hombros, volvió a casa a grandes zancadas.

Al llegar junto a la entrada de la tienda se agachó, desplazó el fardo hacia la derecha y levantó la soga con ambas manos por encima de su cabeza. Después de soltar la leña en el suelo, se metió en el tipi y, un instante después, volvió a salir precipitadamente, gritando:

—¡Mi hijo! ¡Mi hijito ha desaparecido!

Miró hacia todos los lados, recorriendo con su aguda vista los alrededores, pero no había señal alguna del bebé. Con los puños cerrados, se acercó corriendo hasta los tipis más cercanos.

—¿Alguien ha visto a mi bebé? –preguntó– ¡Ha desaparecido! ¡Mi hijo ha desaparecido!

—¡Hinnu! ¡Hinnu! –exclamaron las mujeres, poniéndose en pie y saliendo de sus tiendas.

—¡No hemos visto a tu hijo! ¿Qué ha pasado? –le preguntaron.

Con lágrimas en los ojos, la madre les contó lo que sabía.

—Lo buscaremos contigo –le dijeron, y se pusieron en marcha.

A poco de salir, se encontraron con los maridos que regresaban, y se sumaron a la búsqueda del bebé desaparecido. Buscaron a lo largo de la orilla de los lagos, entre los altos juncos, pero fue en vano. No había forma de encontrarlo. Finalmente, al cabo de muchos días y noches, dejaron de buscarlo. Sin duda era triste escuchar a la madre sollozar por su bebé.

El otoño avanzaba, y las aves volaban alto en dirección al sur. Todos los tipis que había a la orilla del lago habían desaparecido, salvo uno, un tipi solitario.

Hasta que la nieve del invierno cubrió la tierra y el hielo cubrió los lagos se estuvo escuchando el lamento de la mujer dentro de la solitaria tienda; mientras, a cierta distancia de ella, se escuchaba también la voz del padre entonando una triste canción.

Y así, diez veranos y otros tantos inviernos llegaron y pasaron desde la extraña desaparición del pequeño. Cada otoño, con los cazadores llegaban los desdichados progenitores del bebé perdido para buscarlo de nuevo.

Una tarde, hacia el final de la décima temporada de caza, cuando el resto de las familias había desmontado sus tipis uno a uno y había partido de la región de los lagos, la madre comenzó a recorrer de nuevo las orillas del lago, llorando. Desde el otro extremo las marismas, un par de ojos negros y brillantes contemplaban a la mujer sollozar a través de los altos juncos y el arroz silvestre. Era un niño salvaje, y dejó de jugar para agazaparse entre las altas hierbas. Se apartó de la cara descuidadamente el largo cabello, que colgaba suelto sobre sus hombros y su espalda morena. Llevaba un taparrabos de hierba de bisonte entretejida. Arrastrándose por el pantanoso terreno, escuchaba los lamentos de la mujer. Y cuando la voz se le extinguió entre los labios y los sollozos sólo sacudían su esbelta figura, los ojos del niño salvaje se enturbiaron y se humedecieron.

Al final, los lamentos cesaron, y el niño se puso en pie de un salto y echó a correr como una ninfa, con los dedos de los pies extendidos, hasta meterse a toda prisa dentro de un pequeño vivac hecho con juncos y hierbas.

—¡Madre! ¡Madre! ¡Dime qué era esa voz que tanto complacía mis oídos, pero que ha hecho que se me humedecieran los ojos! –dijo casi sin aliento.

—Han, hijo mío –gruñó un enorme y feo sapo–, lo que escuchabas era la voz de una mujer llorando. ¡Hijo mío, no me digas que te gusta eso! ¡No me digas que eso te hizo llorar! Tú nunca me has oído llorar a mí. Yo también podría complacer tu oído y romperte el corazón. ¡Escucha!

Salió fuera de la cabaña y se quedó en la entrada. Era vieja y estaba muy hinchada. Había criado a toda una familia de sapitos, pero ninguno de ellos había despertado su amor, ni se había sentido afligida por ellos. Ella también había oído a la mujer sollozando, y se maravillaba ante la capacidad de aquella garganta para producir un sonido tan extraño. Ahora, en su anhelo por conservar a su lado al niño robado, intentó imitar el llanto de una mujer sioux.

—¡Hin-hin, trae el cojín! –fingió llorar con una voz áspera y ronca– ¡Hin-hin, al fin, al fin! ¡Hin-hin, un festín de verdín!

Al no saber que las palabras que pronuncia una mujer sioux cuando llora son los nombres de los seres queridos que ya no están, la fea madre sapo intentaba complacer el oído del niño haciendo rimas sin sentido. Después de un rato croando con una voz tortuosa y haciendo rimas extravagantes, la vieja madre sapo, sin haber derramado ni una sola lágrima, puso los ojos en blanco sintiéndose satisfecha. Y, volviendo a entrar en la morada de un salto, preguntó:

—Hijo mío, ¿te ha hecho llorar mi voz? ¿Han traído mis palabras alegría a tus oídos? ¿No te agradan mis lamentos?

—¡No, no! –dijo el niño con una mueca de impaciencia– ¡Quiero escuchar la voz de la mujer! Dime, madre, ¿por qué la voz humana remueve tanto mis sentimientos?

La madre sapo pensó para sus adentros, «El niño humano ha escuchado y ha visto a su verdadera madre. Me temo que no voy a poder retenerlo por más tiempo. ¡Oh, no, no puedo dejar ir a la hermosa criatura a la que he enseñado a llamarme “madre” todos estos inviernos!»

—Madre –siguió el niño–, dime una cosa. Dime por qué mis hermanitos y mis hermanitas no se parecen a mí.

La enorme y fea madre sapo, mirando a sus regordetes hijos, dijo:

—Porque el mayor siempre es el mejor.

Esta respuesta acalló al niño por un tiempo, pero la vieja madre sapo redobló la vigilancia de su hijo humano. Cuando, por casualidad, el niño salía de la cabaña solo, la madre sapo empujaba a uno de sus hijos para que fuera tras él, diciéndole:

—No vuelvas sin tu hermano mayor.

Y así, el niño salvaje del cabello largo acudía todos los días a una isla pantanosa donde pasaba las horas sentado, oculto entre los altos juncos. Pero no estaba solo, pues siempre había a sus pies uno de sus hermanos sapo.

Pero, un día, un cazador indio descubrió al niño mientras vadeaba en aguas profundas. Había oído hablar de aquel niño que había sido robado mucho tiempo atrás. «¡Es él!» decía el cazador para sí mientras regresaba al poblado; y, cuando llegó, gritó:

—¡Entre los altos juncos he visto jugando a un niño de cabello negro!

Y el padre y la madre desdichados dieron un salto y gritaron:

—¡Es él, es nuestro hijo!

El cazador les llevó rápidamente hasta el lago y acechando entre las plantas de arroz silvestre, señaló con un dedo tembloroso en dirección al niño, que no se había percatado de su presencia.

—¡Es él! ¡Es él! –gritó la madre, pues ella lo conocía bien.

En silencio, el cazador se hizo a un lado, mientras el padre y la madre, felices, iban a abrazarse con el que había sido su bebé y era ahora un niño ya crecido.

 

Adaptación de Zitkala-Ša, escritora sioux yankton (1901).

Dominio Público.

 

Comentarios

El Pueblo Dakota Yankton es uno de los siete fuegos, o subdivisiones, de lo que conocemos como la Nación Sioux. Su nombre original en lengua dakota es Ihanktonwan Dakota Oyate, que significa «Pueblo de la Última Aldea», nombre que le viene de cuando los yankton vivían en el extremo del Lago del Espíritu –Spirit Lake–, justo al norte del Lago Mille Lacs, en Minnesota. Por otra parte, los yankton son los protectores de la Cantera de la Piedra de las Pipas Sagradas, la cantera de la que todos los Pueblos Sioux extraen la piedra con la que fabrican la cazoleta de sus pipas ceremoniales.

Sin embargo, aunque los sioux son una de las naciones originarias más conocidas de América del Norte, no se conoce tanto su pasado previo a la colonización inglesa, principalmente, de la llegada a sus territorios de lo que posiblemente fueron guerreros vikingos en una de sus famosas y sangrientas incursiones. De hecho, lo que no figura en los registros históricos europeos –la llegada de los vikingos al Nuevo Mundo antes que Colón– sí que aparece en la tradición oral de estos pueblos. Concretamente, el anciano yankton Henry Spotted Eagle –Águila Moteada–, cuyos padre y abuelo alcanzaron edades superiores a los cien años, contaba el siguiente relato:

Vinieron desde el norte, y eran gigantes con el cabello blanco, con pelaje en la cara y grandes armas que llevaban cruzadas en el pecho. Eran armas muy fuertes, y disparaban flechas con mucha fuerza. Portaban armas grandes y brillantes en las manos, y gritaban muy fuerte. La gente pensó que eran monstruos y echaron a correr. En una aldea, los gigantes atacaron y mataron a muchos hombres, mujeres y niños, pero se llevaron a las mujeres jóvenes como esclavas. Atacaron sin motivo aparente, y fue un gran misterio, pues no se les volvió a ver de nuevo. (Bruguier, 1993, pp. 61-62)

Curiosamente, en 1978, un equipo de arqueólogos encontró en Crow Creek, Dakota del Sur, una fosa común con más de 400 esqueletos de hombres, mujeres y niños. No habiendo registros escritos que hablaran de la presencia de vikingos en las Américas con anterioridad a 1492, los arqueólogos concluyeron que la masacre había sido realizada por alguna otra tribu rival. Cuando Spotted Eagle, que había estado observando las excavaciones en las cercanías, se enteró de la conclusión a la que había llegado el equipo de arqueólogos, fue a ellos a decirles que una masacre como ésa no se adecuaba el pensamiento nativo, que «los indios no habrían matado a tanta gente, porque habrían tenido miedo de los espíritus vengativos de los asesinados». Los arqueólogos se rieron del anciano y le dijeron «que se fuera a casa». Entonces, Spotted Eagle les preguntó si en la excavación habían encontrado puntas de flecha, pues otra tribu originaria de América habría dejado flechas para indicar que habían sido ellos los autores de la matanza, y ahí los arqueólogos guardaron silencio, porque las únicas puntas de flecha encontradas eran las de la propia tribu masacrada (Bruguier, 1993, p. 62).

Tras los vikingos, llegarían franceses, españoles e ingleses a través de los valles del Mississippi y el Missouri, quienes, a diferencia de los vikingos, no regresarían a Europa, y terminarían arrebatando sus tierras a los Pueblos Sioux y destruyendo su cultura y su estilo de vida. Pero esa terrible historia, al menos, sí ha quedado registrada.

Hace ya tiempo, por tanto, que se debería haber pedido perdón por ello.

 

Sobre la autora de esta adaptación, Zitkala-Ša, véase la sección de «Comentarios» de otra de sus adaptaciones en esta Colección, la titulada «Iya», que se puede encontrar en la sección del Principio 5d de la Carta de la Tierra.

 

Fuentes

  • Bonnin, G. S. (Zitkala-Ša) (1901). The toad and the boy. En Old Indian Legends, pp. 54-58. Forgotten Books (2010)
  • Bruguier, L. R. (Tashunke Hinzi) (1993). The Yankton Sioux Tribe: People of the Pipestone, 1634-1888. PhD dissertation. Stillwater, OK: Oklahoma State University.

 

Texto asociado de la Carta de la Tierra

El camino hacia adelante: La vida a menudo conduce a tensiones entre valores importantes. Ello puede implicar decisiones difíciles; sin embargo, se debe buscar la manera de armonizar la diversidad con la unidad; el ejercicio de la libertad con el bien común; los objetivos de corto plazo con las metas a largo plazo.

 

Otros fragmentos de la Carta que puede ilustrar

Preámbulo: La Tierra, nuestro hogar.- La Tierra, nuestro hogar, está viva con una comunidad singular de vida. Las fuerzas de la naturaleza promueven a que la existencia sea una aventura exigente e incierta, pero la Tierra ha brindado las condiciones esenciales para la evolución de la vida.

Preámbulo: Los retos venideros.- Se necesitan cambios fundamentales en nuestros valores, instituciones y formas de vida. Debemos darnos cuenta de que, una vez satisfechas las necesidades básicas, el desarrollo humano se refiere primordialmente a ser más, no a tener más.